Las tierras donde se alza el Palacio de Tsaritsyno están ligadas a la familia Románov desde tiempos inmemoriales. Ya en el siglo XVI, este sitio a las afueras de Moscú estaba en manos de la zarina Irina, consorte de Teodoro I de Rusia. Pero la propiedad no adquirió su esplendor actual hasta que Catalina la Grande mandó levantar allí en 1775 un palacio para celebrar la victoria de sus tropas sobre Turquía, con la que el imperio arrebató el sur de Ucrania a los otomanos.
El arquitecto Vasili Bazhénov creó una fortaleza estilo mauritano-gótico que también hacía guiños a las formas características de la arquitectura rusa antigua. Los críticos de la época calificaron la obra de “maravilla sin igual”, pero a la caprichosa zarina no le gustó el resultado y encargó al célebre Matvéi Kazakov la construcción de un nuevo palacio. Curiosamente, la segunda guerra con Turquía y los problemas económicos del imperio ruso obligaron a frenar las obras.
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Tsaritsyno quedó incompleto y en ruinas, convirtiéndose en el siglo XIX en uno de los lugares de paseo predilectos de los moscovitas, que se sentían atraídos por el romanticismo, el misterio y el trágico pasado de este lugar. En 1918, tras la Revolución Bolchevique, el Estado se hizo cargo de la propiedad y en 1927 los comunistas lo transformaron en un museo.
Más de un siglo después de perder Tsaritsyno, los Románov han vuelto a sus dominios. Hace solo unas semanas, la gran duquesa María Vladímirovna Romanova, jefa de la casa imperial de Rusia, y su hijo, el gran duque Jorge, recibieron a Eduardo Pío de Braganza (en portugués: Duarte Pío de Braganza) de para una ceremonia de intercambio de ordenes dinásticas, las más altas de las casas rusa y portuguesa.
María Vladímirova, que, si existiera la monarquía en Rusia, sería la zarina, otorgó al duque de Braganza y pretendiente al trono de Portugal la orden de San Andrés y a su hijo, el príncipe Alfonso de Beira, la orden de San Alejandro Nevsky. Por su parte, Eduardo Pío impuso al gran duque Jorge y zarévich la orden de la Inmaculada Concepción de Vila Viçosa.
La ceremonia fue organizada por el Consejo General del Pueblo Ruso, una organización no gubernamental que tiene como objetivo “el renacimiento espiritual, cultural, social y económico de Rusia y de los rusos”. Y contó con el beneplácito del gobierno ruso y la bendición de Kirill, Patriarca de Moscú y de todas las Rusias y actual cabeza de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Desde la disolución de la Unión Soviética, en 1991, María Vladímirovna, que nació y reside en España, visita periódicamente su patria. Su hijo Jorge, considerado el zarévich por los monárquicos legitimistas de su país, pisó por primera vez su país con once años para asistir a los funerales de su abuelo, el gran duque Vladimiro Kirílovich. Obtuvo la nacionalidad un año después. En 2006, hizo su primer viaje oficial y desde entonces vive entre Bruselas y Moscú.
Formado en Oxford, durante años trabajó en Bruselas con la vicepresidenta de la Comisión Europea, Loyola de Palacio, que falleció de cáncer en 2006. Luego, el zarévich Jorge, de treinta y ocho años, creó su propia firma de lobby en la capital europea, Romanoff & Partners, especializada en tender puentes entre la Unión Europea y Rusia.
Vladímir Putin es un gran admirador de Pedro el Grande y ve en los Románov un símbolo del orgullo nacional. Por su parte, la jefa de la casa imperial rusa opina que lo ideal en su país es “una república presidencialista fuerte" como la de Putin, aunque Rusia “es un país suficientemente libre para que el ideario monárquico siga viviendo". Ambas partes están de acuerdo en una cosa: la familia imperial es fundamental para “mantener viva la llama de los mil años de historia del país y proyectar una imagen positiva de Rusia a nivel internacional”.