Los genes son caprichosos. Saltan al albedrío de una generación a otra sin tener en cuenta ni vínculo, ni grado de parentesco, la mayoría de las veces para sorpresa de toda la familia. La sangre azul no se distingue de la roja en el particular genético y los caracteres hereditarios se transmiten de la misma manera: sin respetar ceremonial ni protocolo alguno.
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Ingrid Alexandra de Noruega a sus 11 años, a punto de cumplir los 12 el próximo mes de enero, se parece un casi nada a su madre, la princesa Mette-Marit; un poco a su padre, el príncipe heredero Haakon, y, como hemos descubierto tras el último posado navideño de la Familia Real noruega, un casi todo a su abuela paterna, la reina Sonia. Más cuanto más joven era la soberana: los ojos oscuros, la dulce sonrisa y las facciones suaves de la Reina recuerdan en los álbumes de otros tiempos a los ojos, la sonrisa y las facciones de su nieta en los retratos de hoy.
Pero Sonia de Noruega no siempre fue un pilar monárquico. Hubo un tiempo en el que incluso llegó a desestabilizar la intstitución. Cuando Harald de Noruega anunció a su padre, Olav V, que deseaba casarse con una dama de sangre no real, la discusión sobre el porvenir de la monarquía y si era o no conveniente ese matrimonio alcanzó a todos los sectores sociales y políticos del país. El Príncipe conocía a su futura esposa desde hacía nueve años y, cansado ya de esperar, estaba totalmente decidido a contraer matrimonio.
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Así se lo comunicó a su padre, el Rey. Si no podía casarse por amor, se quedaría soltero o, lo que era peor, renunciaría al trono. El rey Olav consintió al fin y Sonia fue aceptada, con entusiasmo, por los noruegos que, después de haber vivido tan de cerca la historia, se unieron espontáneamente a la celebración llenando las calles de flores y de música. La boda se celebró en agosto de 1968. Ahora, casi cinco décadas después, el futuro de la monarquía tiene su rostro.