Han pasado once años desde que los príncipes Alberto y Charlene celebraron su boda civil y la posterior ceremonia religiosa en Mónaco. Por aquel entonces, Alberto ya era el jefe del Estado y las celebraciones no tuvieron precedentes, la familia Grimaldi hizo un despliegue con el que recordó que ellos son los soberanos de la Roca, una pequeña extensión de terreno de no más de doscientas hectáreas que ellos y la generación anterior convirtieron en un lugar privilegiado, destino de las grandes fortunas y conocido por su glamour, su seguridad y sus casinos. Dicen que "afortunado en el juego, desgraciado en amores", pero, de momento, no es más que una frase hecha, ya que Alberto y Charlene cumplen un año más de matrimonio, uno clave ya que llega después de los rumores constantes de crisis que han corrido por el Principado a raíz de la ausencia de la princesa, que ya está plenamente incorporada a la vida oficial después de haber tocado fondo y de atravesar un retiro terapéutico. El matrimonio muestra ahora complicidad en los actos públicos y de momento siguen escapando juntos de esa leyenda familiar que habla de desastres amorosos y tragedias constantes.
Alberto I y Alice, Carlota y Pedro, Raniero III y Grace, Carolina y Philippe, Carolina y Stefano, Carolina y Ernesto, Estefanía y Daniel: estos son algunos nombres de parejas que, de un modo u otro, no consiguieron un final feliz. Sobre esta concatenación de fracasos, múltiples divorcios y trágicos finales en la dinastía Grimaldi circula una leyenda, que como tal, se ha transmitido de forma oral, de generación en generación, por lo que no se sabe que hay de cierto en ella y para la que hay que creer que las maldiciones existen. Como buena leyenda se remonta al principio de todo, a la llegada de los Grimaldi a Mónaco.
Tomar Mónaco con un engaño
Todo comenzó en la noche del 8 de enero de 1297, cuando Génova se debatía en feroces luchas internas entre güelfos y gibelinos. Los Grimaldi eran güelfos, una de las familias más poderosas de Génova, partidarios del Papa y las libertades comunales, mientras que los gibelinos eran partidarios del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y del orden. En ese contexto –con los güelfos obligados a exiliarse y con la soberanía de Mónaco otorgada por el emperador a la ciudad de Génova- entró en escena un personaje decisivo: Francesco Grimaldi, que pasó a la historia con el apodo de "il Malizia" por su astucia, un apodó con el que Pierre Casiraghi (hijo de Carolina de Mónaco) bautizó a su equipo de navegación y a los barcos con los que compite en la actualidad.
Francesco Grimaldi se vistió de monje franciscano, escondió sus armas y pidió asilo, entonces mató a los guardias para tomar la fortaleza e instalar la dinastía Grimaldi. Si bien esa conquista no se consiguió de forma inmediata, serían expulsados y tardarían unos años en conseguir la fortaleza definitivamente, este personaje es legendario ya que se considera el fundador del Principado. Esto se refleja en el escudo de los Grimaldi: dos franciscanos empuñando una espada, rodeado por el Collar de la Orden de San Carlos, sobre un manto rojo forrado de armiño, rematado con la Corona del Príncipe y el lema: DEO JUVANTE (con la ayuda de Dios).
Dos versiones para un solo final
Algunos historiadores apuntan a que esa noche, al lado de Francesco Grimaldi, estaba su primo Raniero, que se encargó de retener el poder en la ciudadela durante cuatro años y que, por tanto, pasaría a la historia como el primer soberano y fundador de la Casa Grimaldi, aunque con bastante menos gloria que el astuto Francesco. Durante los años de su poder nació una leyenda con dos versiones para un mismo final: la primera cuenta que una joven a la que agredió Raniero lanzó el hechizo, la segunda (más dulcificada y menos repetida) es que fue una mujer a la que dejó planta en el altar. La maldición sería la de que ningún Grimaldi sería feliz en el matrimonio.
Después de que se pronunciaran estas palabras con efecto mágico –o no- han pasado más de siete siglos, pero vuelven de forma cíclica cada vez que algún Grimaldi sufre algún tropiezo en el amor y eso suele ocurrir en cada generación. Carolina de Mónaco igual que su tía, la princesa Antoinette, la única hermana de Raniero, celebró tres matrimonios sin final feliz; mientras que la generación anterior, la formada por la princesa Carlota y Pedro de Polignac (abuelos del príncipe Alberto) protagonizaron un escandaloso divorcio que a él le costó el destierro por un tiempo. En la generación anterior, la de Luis II de Mónaco (bisabuelos del príncipe Alberto) el drama fue distinto, ya que su única hija (la princesa Carlota antes mencionada) nació en 1898 fuera del matrimonio y no fue legitimada hasta que la falta descendencia se convirtió en un problema para ellos y para Francia, que veía como ramas emparentadas con príncipes alemanes podían reclamar el derecho al trono.
Gracias a este movimiento –y a un subterfugio por el que Luis II adoptó a su propia hija, ya que no la podían legitimar al estar él casado- se evitó que el territorio monegasco se convirtiera en un protectorado de Francia, que es la alternativa que figuraba en el tratado franco-monegasco en el caso de una vacante en la Corona por falta de herederos directos o adoptivos. En definitiva, los Grimaldi llevan siglos defendiendo la soberanía sobre ese territorio estratégico en la Costa Azul y de momento sortean con más o menos fortuna la posibilidad de que esto les traiga la desgracia en el amor. Tarde o temprano, como en los cuentos, el hechizo puede romperse y quien sabe si para ellos ya ha comenzado un "felices para siempre".