Cinco son muy pocas razones para decir todo lo que nos gusta Carolina de Mónaco, pero estas líneas no quieren resumir la larga lista de méritos. Tratan de responder nada más (y nada menos) al hecho casi prodigioso de que la Princesa siga ocupando hoy primera plana y manteniendo el interés público como ayer, pese al paso de los años, al paso de las modas, al paso de la actualidad. Y es que Carolina viene demostrando cosa de sesenta años que nunca será de paso, porque jamás fue la Princesa del momento, sino la Princesa de siempre.
Las edades de Carolina de Mónaco
Continúa siendo portada por su vida y por la de todos los suyos. Que se casan Andrea y Pierre, ella es protagonista en la prensa porque son sus hijos los que dan el paso; que Carlota presume de embarazo, ella se hace también un sitio porque sencillamente está espectacular en Saint Tropetz; que Andrea y Carlota se convierten en papá y en mamá, ella es portada porque es la abuela o porque ejerce de tal; que se celebra el bautizo de los mellizos de Mónaco, ella se convierte también en titular por ser tía glamourosa... Y suma y sigue. ¿Cuál es la razón de ser de su largo reinado? Aquí van cinco motivos:
Vida de rosas y espinas
Nació en un cuento de hadas. El destino, como por hechizo de las buenas Flora, Fauna y Primavera, la colmó de bendiciones. Por familia, los Grimaldi; por casa, un Palacio con siete siglos de historia y refinados tesoros; por físico, la belleza que enamoraría a todos, y por gusto, exquisita elegancia. Si su historia hubiera continuado tal cual... Pero aquel camino de rosas no estaba exento de espinas. Las más afiladas. La rueda de la fortuna, que siempre le había dado de todo, giró como aquella rueca y para variar, sorteando cuanto poseía en abundancia, la despojó de lo único importante, valioso, irremplazable. Le arrebató de forma abrupta y cruel las vidas de sus seres más queridos. Nadie que conozca su tragedia puede sino compadecerse. Aunque sólo sea un poco.
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Siempre en su lugar
Tan admirable es su lucha por la libertad en su vida obligada de princesa, como su estricto cumplimiento de los deberes oficiales para con el Principado. Hizo su propia revolución y vivió como quiso vivir: contra los consejos paternos y contra los dictados principescos. Se casó con quien quiso y huyó de Palacio cuando lo necesitó, pero jamás dejó de estar en su lugar. Para sus hijos, que sólo la tenían a ella cuando perdieron a su padre, y para Mónaco que, huérfano de la princesa Grace, también tuvo en ella a la perfecta Primera Dama, por muchos muchos años hasta que en 2011 el príncipe Alberto se decidió a casarse.
La distinción de la naturalidad
Como Princesa de Mónaco no le faltan los máximos honores, pero como la más bella del reino lleva a gala la distinción más extraordinaria de todas: la naturalidad. No se ha venido abajo por la fuerza de la gravedad el más alto respeto al espejo (o a sí misma) y, aunque ahora un día pudiera arrojarle que la más guapa fuera otra más joven, la princesa Carolina acepta su reflejo con los estragos (mínimos) de la edad, sin condiciones, sin enmiendas, sin retoques. Quien más tiene, más pierde y por eso la princesa Carolina, que tantos atributos recibió, da lecciones a todos: es posible toda la majestuosidad sin nada de impostura.
Belleza y 'glamour' eternos
La Princesa -siempre perfecta, siempre impecable, siempre sorprendente- es la personificación de esa elegancia que no se crea, porque no tiene artificio, ni se destruye con los años o con las tendencias, aunque esté, como ha reconocido, “en contra de los mandatos de la moda”. De esa elegancia que solo se transforma. Carolina de Mónaco ha hecho alarde de su camaleónico estilo vistiendo su vida y su agenda oficial en consonancia con las necesidades, con las intenciones... Con su personalidad. Sin importar la edad o el dictamen de las pasarelas. Así, tampoco le ha temblado el pulso a la hora de meter las tijeras en su armario -porque puede- y ha recortado años y centímetros con minis. Lo que jamás mengua es su charme, que es eterno.
Antes madre que Princesa
Como Princesa, Carolina de Mónaco ha sido la mejor, pero por encima del papel oficial ha puesto aún su papel de madre. Se ha esforzado en dar a sus hijos esa vida que a ella le hubiera gustado tener: a la sombra de los focos. Especialmente cuando el destino la llevó al punto de no retorno. Tras la muerte de su marido Stefano Casiraghi, guardó su sonrisa, tal vez su llanto, en Saint-Rémy, la pequeña ciudad en la Provenza, que por aquel entonces mereció el título del pequeño Mónaco. Dicen las crónicas de siglos ha que en 1643 el rey Luis XIII hizo donación de la jurisdicción real de Saint-Rémy-de-Provence a Honorato II Grimaldi, señor de Mónaco. Allí, en la raíz de su árbol genealógico, la Princesa dejó de ser princesa para ser la dama de Saint-Rémy y criar sola a Andrea, Carlota y Pierre. Con la discreción que siempre la ha caracterizado, en aquellos días de silencio y huida, fue una lugareña más. Se la veía con frecuencia paseando en bicicleta por la calles de la pequeña localidad provenzal o yendo de compras en compañía de sus tres niños y así, recobrando día a día la alegría de vivir, recompuso su corazón roto en añicos. Porque, por ella, pero sobre todo por sus hijos, la vida continuaba.