Las leyendas crecen con el tiempo. A los textos escritos los acompaña una tradición oral que engrosa, loa, exagera y distorsiona la realidad. Estos días ha trascendido la escueta frase con la que Isabel II concluyó su diario dos días antes de su muerte: “Edward came to see me” (“Edward vino a verme”). La Soberana se refería a Edward Young, su secretario privado y el hombre que guardaba con más celo sus secretos y aspiraciones. Ese día, Isabel II, haciendo un esfuerzo ímprobo para mantener su dignidad intacta ante los ojos del mundo, y para ofrecer a su pueblo una imagen de serenidad y fortaleza, recibía en el castillo de Balmoral a Liz Truss, la tercera mujer a quien, a lo largo de su larguísimo reinado, encargó formar Gobierno. En este caso, la nueva mandataria compartía con ella el nombre, Elizabeth.
Isabel II, a pesar de su debilidad, fue consciente de que, a tenor de la importancia histórica del momento, los ciudadanos tendrían los ojos vueltos hacia su encuentro. Jane Barlow fotografió la escena y captó a una Reina férrea en el cumplimiento de su deber. Ni los noventa y seis años que tenía ni la enfermedad que arrastraba doblegaron su espíritu.
Dos días antes de su muerte, la Reina más longeva de la historia de Gran Bretaña, y del planeta, siguió a rajatabla las indicaciones del cronograma. De ahí, que recibiera a su secretario personal y que, como llevaba haciendo desde hacía más de ocho décadas, anotara este hecho en su cuaderno. Lo hizo como siempre: con su estilográfica de tinta negra y con una letra manuscrita que, según los grafólogos, delataba alguno de los rasgos más notables de su atractiva personalidad: inteligencia, sagacidad para adelantarse a los acontecimientos, mentalidad de estratega, fortaleza, una buena dosis de estoicismo, sensibilidad y una pasión por la vida a prueba de bomba.
Ese mismo 6 de septiembre, fecha de la última entrada en su diario, Isabel II eligió una falda de cuadros escoceses, una rebeca gris, su inconfundible collar de perlas y bolso en el brazo, y un bastón que más que apoyarse en él, sostenía entre sus manos. Así recibió en el castillo de Balmoral y la recién elegida Primera Ministra. Genio y figura. Jane Barlow retrató el encuentro entre las dos “Elizabeth”. Aquellas imágenes se analizaron con lupa y fueron ampliamente comentadas. Cuando la Reina estrechó la mano a Liz Truss se vio claramente un moretón en el dorso de su mano, que preocupó sobremanera por lo que este indicaba sobre su delicado estado de salud. Probablemente, Isabel II había precisado de una vía periférica para suministrarle medicamentos y esta le había ocasionado el visible y alarmante hematoma.
La muerte le acechaba, pero ella respondía a las amenazas de esta como mejor sabía: siguiendo su destino como Soberana, haciendo historia en su querido país y devolviendo a todos un mensaje de disciplina y fortaleza. En sus últimos días, la visitó en Balmoral el reverendo Lian Greenshields, quien sostuvo con ella una de sus últimas conversaciones. Según reveló más adelante a la BBC, la Reina parecía débil, pero estaba de “muy buen humor”. A pesar de sus achaques físicos “habló de su pasado, de su amor por Balmoral, de su padre, de su madre, del príncipe Felipe, de los caballos… Estaba muy comprometida con lo que estaba sucediendo en la Iglesia y también en la nación”.
Los diarios de la Reina
Cuando una persona se transforma en leyenda, la literatura hace de las suyas. Hay un subgénero literario que se centra en los últimos días de los personajes históricos. Entre las joyas que ha dado esta manera de tratar al biografiado podemos mencionar el clásico de Thomas de Quincey Los últimos días de Immanuel Kant; o la cuidada novela de Jean Echenoz titulada Ravel, sobre el final del célebre compositor. También, hay toda una tradición que consiste en recopilar las últimas palabras, reales o apócrifas, de los hombres y las mujeres más poderosos, atractivos o influyentes de su época. Únicamente como ejemplo de lo anterior, la frase de María Antonieta a su verdugo, mientras subía al patíbulo el 16 de octubre de 1793 donde la aguardaba la guillotina. Según se cuenta, como tropezó con el hombre, exclamó al instante: “Perdóneme, no lo hice a propósito”. O las que se atribuyen al estoico Marco Tulio Cicerón cuando se encontró de frente con el soldado enviado por el emperador Marco Antonio para ejecutarlo: “No hay nada correcto en lo que vas a hacer, soldado, pero mátame con corrección”.
Aún es pronto para que se compartan, o se inventen, las últimas palabras pronunciadas por Isabel II, e incluso las escritas. Porque además de la entrada final de su diario, también se supo en su día que había escrito dos cartas privadas, una de ellas dedicada a su hijo Carlos III, que depositó en uno de los famosos buzones rojos de la Reina, donde ella dejaba toda la correspondencia y documentos que deseaba hacer llegar, especialmente los profesionales a los ministros del Reino Unido, o representantes políticos de la Commonwealth.
Por otra parte, ¿se llegarán a publicar en alguna ocasión sus diarios, esos cuadernos protegidos por cubierta de piel negra, que la Reina escribía todas las noches? No es muy probable, porque ella explicitó que no quería que se hicieran públicos. Según argumentaba ella, sus anotaciones carecían de interés. ¿Cómo podrían carecer de interés las reflexiones, por breves que sean, y la descripción de los acontecimientos de una mujer tan perspicaz y poderosa? Isabel II era tan cuidadosa con preservar sus diarios de miradas curiosas que, al parecer, solo ella tenía una copia de la llave que cerraba a cal y canto la caja fuerte donde los guardaba; destruía a diario el papel secante que usaba –para evitar que alguien intentara descifrar lo escrito a través de ellos– y probablemente solo su esposo, Felipe de Edimburgo, pudo leer algunos fragmentos.
En los diarios siempre mostramos facetas íntimas que cuestan reconocer públicamente. Isabel II, una Windsor de los pies a la cabeza, fiel al lema familiar (“No dar explicaciones nunca, no quejarse jamás”), temía que sus diarios resquebrajaran su imagen de mujer inquebrantable.
Por otro lado, en caso hipotético de que se aprobara su publicación, la labor previa a la edición sería extremadamente ardua, como ya pasó con las memorias de la Reina Victoria. En 2012, Isabel II aceptó que los diarios de su tatarabuela, la Reina Victoria, vieran la luz; claro que la autora había fallecido en 1901 (ciento once años después de su publicación) y que se habían leído con todo cuidado para eliminar cualquier fragmento que pudiera desvelar algún secreto de Estado.
En el caso de Isabel II, por el momento, nos tendremos que conformar con esas cuatro últimas palabras que se refieren al cumplimiento del deber hasta el último suspiro. Qué curiosidades de la vida. Precisamente, el mismo Edward que mencionó Su Majestad fue el que se encargó de dar al mundo la triste noticia de la muerte de Isabel II con un brevísimo comunicado: “La Reina murió en paz esta tarde en Balmoral. El Rey y la Reina consorte permanecerán en Balmoral esta tarde y regresarán a Londres mañana”. Dos frases eminentemente informativas, sin lamentaciones, al más puro estilo de los Windsor.
Tras esta última misión, Edward Young tomó la decisión de retirarse. Aunque recibió condecoraciones por sus años de servicio, y una felicitación personal por parte de Carlos III, Young no tuvo el mismo trato por parte del príncipe Harry, quien en Spare lo describió en los siguientes términos: "Era un hombre velludo y de cara ovalada que solía pasearse con porte tranquilo y majestuoso, como si el resto de la humanidad le debiera pleitesía".