A lo largo de los siglos las coronaciones, ceremonias de investidura de un monarca y su consorte, han ido variando. Las casas reales europeas, antes o después, fueron adaptando el protocolo a los tiempos y finalmente a lo que se recoge en la constitución de cada país. Así llegaron las entronizaciones y las proclamaciones, en algunos países como Mónaco o Bélgica las últimas se han celebrado coincidiendo con la festividad nacional, mientras en España o en los Países Bajos, la corona –como símbolo del rey- está presente en la ceremonia, pero no se ciñe a la cabeza del soberano. En el Reino Unido esto no ha pasado, ellos presumen de que la ceremonia que se celebrará en tan solo unas horas en la Abadía de Westminster, escenario de todas las coronaciones desde 1066, se mantiene igual desde hace novecientos años. Recordamos cómo fue la de Isabel II, el 2 de junio de 1953, y el papel, este sí innovador, que tuvo su marido, el príncipe Felipe, el anterior duque de Edimburgo.
Si Carlos III ha mostrado su intención de celebrar una coronación más breve, austera e inclusiva, el propósito de Isabel II, que siendo una niña había presenciado la coronación de su padre, Jorge VI, fue que esa ceremonia se inspirara en la de su tatarabuela la reina Victoria. Hasta ese momento el suyo había sido el reinado más largo y próspero, por eso se extendió la idea de quela Corona está bien siempre que la lleva una mujer e Isabel II fue la sexta reina en ser coronada en la Abadía de Westminster por derecho propio. Nadie podría prever entonces que Isabel II, que accedió al trono de forma prematura porque su padre, el rey Jorge VI, no gozó de la longevidad legendaria de los Windsor, superaría en años el reinado de la reina Victoria y dejaría un legado a su altura.
La coronación se celebró meses después de su ascensión al trono, esto siempre es así porque la ascensión es automática, en el mismo momento que expira la vida del anterior rey. Este espacio entre los dos momentos, permite respetar el periodo de luto y programar una ceremonia que lleva meses de trabajo. El caso de Isabel II, mil veces recreado en cine y televisión, la muerte de su padre, el 6 de febrero de 1952, le pilló con 25 años y durante un viaje oficial a Kenia, y su coronación quedó fijada para el 2 de junio de 1953. Ese día comenzó cuando Isabel II y su marido, el príncipe Felipe, que llevó uniforme naval de gala, partieron desde el el Palacio de Buckingham hasta la Abadía de Westminster en elGold State Coach, tirados por ocho caballos grises de nombre Cunningham, Tovey, Noah, Tedder, Eisenhower, Snow White, Tipperary y McCreery.
A las 11:15 de la mañana comenzó una ceremonia que duró casi tres horas y a la que asistieron 8.250 personas, todo un logro ya que la capacidad de la Abadía de Westminster es de 2.200, por eso estuvo cerrada al público durante meses, para que redistribuyera el espacio. El servicio lo presidió el Arzobispo de Canterbury, preminente sobre el resto del clero anglicano y el que formaliza el papel del monarca como cabeza de la Iglesia de Inglaterra. El componente religioso, que fue lo que hizo que otros monarcas, como los de los Países Bajos, cambiaran la coronación por la entronización, vertebra todo un ceremonial en el que el monarca es ungido, bendecido y consagrado, además de investido con las joyas de la Corona. En total seis etapas: reconocimiento, juramento, unción, investidura (que incluye el acto en sí de la coronación), entronización y homenaje. Una ceremonia que contó con la representación de 129 países y en la que participaron 480 músicos.
Para ese día, Isabel II, que usó hasta tres coronas diferentes, confió en Norman Hartnell, pionero de la alta costura británica y el mismo que había hecho su vestido de boda. El diseñador hizo hasta nueve propuestas distintas para conseguir el efecto perfecto: un vestido de seda blanco, bordado con emblemas del Reino Unido en hilo de oro, un cuerpo encorsetado, escote cuadrado con línea corazón frontal y una falda acampanada en silueta princesa. Un vestido en el que se invirtieron 3.500 horas de trabajo y participaron hasta 12 costureras, el resultado estuvo a la altura del día y de la capa de Estado, hecha de armiño y terciopelo rojo, y las impresionantes joyas de la Corona.
Tras la coronación de la reina Isabel II, el duque de Edimburgo fue el primero, después de los arzobispos y obispos, en rendirle homenaje. No se contempla que un consorte hombre sea coronado ni ungido, así que, tras tanta tradición, el príncipe de Edimburgo apostó por la modernidad y fue él quien presidió el comité que durante 14 meses organizó esa ceremonia e insistió, frente a las reticencias del primer ministro Winston Churchill, en que fuera retransmitida en televisión. Más de 27 millones de personas (de los 36 millones de habitantes que había en ese momento en el Reino Unido) lo siguieron desde televisión y otros 11 millones lo escucharon por radio, 2.000 periodistas y 500 fotógrafos cubrieron la ceremonia para 92 países y pasó a la historia como el primer evento internacional del mundo emitido en televisión. Como curiosidad hay que destacar que ese día se realizaron entre el Reino Unido y Canadá hasta tres vuelos militares con las distintas películas de la ceremonia mientras la coronación proseguía.
Terminada el servicio religioso, comenzó una procesión en la que se calcula que unos tres millones de personas ocuparon las calles de Londres, muchas de ellas hicieron noche para coger los mejores puestos en la ruta de regreso la palacio que fue organizada para que pudieran presenciarla el mayor número de personas: se extendió por 7 kilómetros y medio durante dos horas. Según datos oficiales del propio palacio, en ella participaron 30.000 personas: 3.600 de la Marina Real, 16.100 del Ejército y 7.000 de la RAF, 2.000 de la Commonwealth y 500 de lo que entonces todavía eran colonias. Había 6.700 tropas administrativas y de reserva, 1.000 oficiales de la Guardia Real ayudaron a la policía metropolitana que contó con un refuerzo de 7.000 policías de 75 fuerzas provinciales.
La Reina apareció con su familia en el balcón del Palacio de Buckingham todavía con la Corona del Estado Imperial y la Túnica Real para saludar a la multitud y apareció de nuevo en el balcón a las 21.45 horas para un encendido de luces que recorrió toda la ciudad desde el Mall hasta la Torre de Londres, lugar donde habitualmente se custodian las joyas de la Corona británica. Así terminó un día que se volverá a vivir, aunque de un modo diferente, con la coronación de su hijo, Carlos III.
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