Se cierra una gran era para Gran Bretaña. El excepcional reinado de Isabel II de Inglaterra, el más largo de un monarca en toda la historia de las monarquías, ha concluido. La soberana falleció en la tarde del jueves 8 de septiembre, en paz y rodeada de su familia, en el castillo de Balmoral, en Escocia.
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Subió al trono con veinticinco años, portó la corona durante setenta y cumplió hasta el final de sus días lo que ya prometió como princesa en 1947: “Declaro ante todos vosotros que mi vida entera, ya sea larga o corta, será dedicada a vuestro servicio”. Su último acto como monarca fue el 6 de septiembre. También su última imagen. Con noventa y seis años, la vimos pedir a Liz Truss que formara un nuevo Gobierno para el país, tras ser testigo de la llegada de 14 primeros ministros a Downing Street. Un tiempo en el que recibió a doce Presidentes de Estados Unidos y hubo siete pontífices en Roma.
Isabel II ajustó la Monarquía a las nuevas eras, superó todas las dificultades y llegó al final de sus días reforzada como soberana del Reino Unido, además de otros 14 reinos, y jefa de la Commonwealth —54 naciones— con casi 2.000 millones de habitantes.
Fue la monarca que más viajó de la historia —261 visitas al extranjero—, mientras mantenía a flote una Monarquía con más de mil años y defendía la fe como gobernadora suprema de la Iglesia de Inglaterra. No había nacido para ser Reina, pero fue su vida y su trabajo ser la mejor de Gran Bretaña. Desde el Imperio hasta el Brexit, incluso cuando se vio obligada a dar un paso atrás en la vida pública tras la pandemia; con la pérdida de su marido, el duque de Edimburgo, que dejó un enorme vacío en su vida, y los achaques de los años. Muchos, aunque siguió al frente de la nación hasta el día de su muerte, como había prometido.
El último fin de semana, almorzó con sus hijos mayores y tuvo un invitado muy especial… Estaba risueña, contenta, brillante y habló de sus recuerdos, de la actualidad de la fe y de sus caballos
Isabel II fue una de las mujeres más fotografiadas del mundo y su rostro es el más popular de la historia. Los británicos la adoraban y para su familia fue la madre y la abuela más querida. Estuvo casada durante más de setenta y tres años con el príncipe Felipe, tuvieron cuatro hijos —Carlos, Ana, Andrés y Eduardo— y han dejado ocho nietos y doce bisnietos.
Cuando abandonó Windsor este verano, llevaba un abrigo amarillo brillante como el sol… Le encantaba, era su color preferido… Pero para su último retrato, en Balmoral, la Reina ya ofrecía la imagen del invierno, aunque sus ojos todavía brillaban. Como había dicho: “Ninguno de nosotros puede frenar el paso del tiempo”.
El duelo solo ha comenzado. Ya no habrá más mantos de armiño ni pesadas coronas. Ahora, tras su muerte, empieza la leyenda.
¡La Reina ha muerto, Dios salve al Rey!
Una infancia feliz (1926-1936)
Cuando nació, el 21 de abril de 1926, en la londinense calle Bruton, nadie imaginó que se convertiría en la monarca más longeva del Reino Unido. Era la primera hija de los duques de York y fue bautizada en la capilla privada del palacio de Buckingham, el 29 de mayo, como Elizabeth Alexandra Mary, los nombres de su madre, su abuela y su bisabuela, las Reinas Alexandra y Mary.
Ocupaba el tercer puesto en la línea de sucesión al trono, pero, durante los primeros diez años de su vida, disfrutó de una infancia lo más normal posible, ya que sus padres así lo procuraban.
Hasta que tuvo un año, vivía en White Lodge, en Richmond Park, y después, se trasladaron a una casa adosada de cinco plantas en Piccadilly, con vistas a Green Park.
Nació el 21 de abril de 1926 y fue bautizada en la capilla privada del palacio de Buckingham con el nombre de su madre, su abuela y su bisabuela: Elizabeth Alexandra Mary
Una de las personas más importantes en sus primeros años de vida fue Clara Knight. Ella era la niñera que estaba a cargo de sus cuidados desde los nueve meses, cuando sus padres se embarcaron en una gira de medio año por Australia y Nueva Zelanda. Se encargó de inculcar en la joven princesa un claro sentido del deber, le enseñó a cumplir horarios y a ser disciplinada. Luego, bajo las instrucciones de su abuela la Reina Mary aprendió a saludar, a sonreír y a no inquietarse en público.
Su infancia fue muy feliz. Pasaban las Navidades en Sandringham, la Semana Santa en Windsor y las vacaciones de verano en Balmoral, donde ella y su hermana, Margarita, aprendieron todo sobre las cacerías.
Los fines de semana transcurrían en Royal Lodge, en Windsor Great Park, donde las princesas disfrutaban jugando en el jardín en compañía de sus mascotas. Isabel tenía seis años y, en esta casa de campo familiar y en sus terrenos, ella y su hermana jugaban en una casita de juegos, réplica de una cabaña galesa, con techo de paja, que el pueblo de Gales regaló a Isabel con motivo de su sexto cumpleaños.
Recordaba con mucho cariño los momentos que vivió con su abuelo el Rey Jorge V, quien la llamaba Lilibet, le inculcó el gusto por las carreras y le regaló su primer poni
Ambas fueron educadas en casa por su institutriz, Marion Crawford —conocida como ‘Crawfie’—, que describió a Isabel como “una niña alegre, inteligente, sensata y ordenada, a la que le apasionan los caballos y los perros”.
Isabel también recordaba de esta época con mucho cariño los momentos que vivió con su abuelo Jorge V, quien la llamaba Lilibet y pasaba horas jugando con ella. Era su nieta favorita. Fue él quien le despertó el gusto por las carreras y, en su cuarto cumpleaños, le regaló su primer poni.
Cita con el destino (1937-1946)
La abdicación de Eduardo VIII, en 1936, marcó un cambio de rumbo en la vida de la princesa Isabel. Con la renuncia de su tío al trono, con la intención de liberarse para poder vivir su historia de amor con la estadounidense Wallis Simpson, plebeya y divorciada en dos ocasiones, el padre de Isabel, Jorge VI, se convirtió en Rey y ella, por lo tanto, en la heredera, lo que significaba que, salvo que sus padres tuvieran un niño, ella ostentaría algún día el peso de la Corona. “¿Eso significa que tendrás que ser la próxima Reina?”, preguntó entonces la princesa Margarita a su hermana mayor. “Sí, algún día”, respondió Isabel. “Pobre de ti”, expresó, desconcertada, su hermana menor.
Llegado el momento, las princesas fueron informadas por su querida institutriz, Crawfie, de que se mudarían de su casa familiar, en el 145 de Piccadilly, al palacio de Buckingham. Ese día, cuando su padre volvió a casa para almorzar, las pequeñas le hicieron la primera reverencia. Aunque Jorge no deseaba ser Rey y, en su interior, le horrorizaba pensar que su hija tuviera que cargar algún día con el peso de la Monarquía. Sin embargo, asumió su deber y, en aras de la continuidad y la estabilidad, mantuvo la fecha de coronación que se había fijado originalmente para su hermano: 12 de mayo de 1937.
La propia Isabel realizó un relato manuscrito sobre aquel histórico día: “Al final, el servicio se volvió bastante aburrido, ya que todo eran oraciones”, escribió. “La abuela y yo estuvimos mirando a ver cuántas páginas faltaban para llegar al final, solo pasamos una más y entonces señalé la parte inferior, que decía ‘Finis’. Nos sonreímos y volvimos a prestar atención al servicio”. Después —cuando las hermanas reales habían sido recompensadas con “algunos sándwiches, panecillos rellenos, naranjada y limonada”— se produjo lo que ella llamó el “largo camino” de vuelta al palacio, durante el cual se iba saludando a la multitud.
Un romance de cuento
Tres años antes de la coronación de su padre, la joven princesa y el que se convertiría en su futuro marido, el príncipe Felipe de Grecia, se vieron por primera vez. Ella tenía ocho años y él trece. Era el año 1934 y coincidieron en la boda de la princesa Marina de Grecia con el duque de Kent, en Westminster, a la que ambos asistieron como tataranietos de la Reina Victoria y el príncipe Alberto y, por tanto, primos lejanos. Volverían a verse en la ceremonia de proclamación, en 1937, pero fue dos años más tarde, en el verano de 1939, cuando Isabel quedó prendada de él. “Solo tenía trece años, pero se fijó en Felipe, de dieciocho, inmediatamente. Y nunca pensó en nadie más”, dijo Lady Pamela Hicks, prima del príncipe Felipe y una de las damas de honor de la princesa Isabel ocho años después.
“Solo tenía trece años, pero se fijó en Felipe, de dieciocho, inmediatamente. Y nunca pensó en nadie más”, dijo Lady Pamela Hicks, prima del duque de Edimburgo
Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial puso todo el romance de lado. Felipe estuvo en servicio activo dentro de la Marina Real, mientras que la princesa heredera ejercía desde tierra firme como mecánica de los coches de las tropas. Los primos tuvieron que conformarse con un eventual intercambio de cartas. Entonces, Isabel colocó una foto de Felipe junto a su cama.
Finalizado el conflicto, Felipe se presenta en palacio. Isabel ya tiene diecinueve años y pasean cogidos de la mano por Windsor Park. El oficial de la Marina, que ha sobrevivido a la ofensiva como un héroe de la nación, comparte con ella la experiencia de los difíciles días de la contienda. Para no ser menos, la princesa le cuenta que recorrió disfrazada la ciudad en un autobús y que celebró la rendición de Alemania escapándose de Buckingham para poder bailar la conga y gritar a las puertas de palacio, junto a miles de ciudadanos: “Queremos al Rey”, hasta que sus padres se asomaron al balcón.
El romance pasa inadvertido durante los primeros meses. De hecho, no fue hasta un año después de la guerra, en el verano de 1946, cuando Inglaterra descubre a Felipe llegando a Balmoral con su maleta raída. Fue durante esas vacaciones cuando el futuro duque de Edimburgo le propuso matrimonio a Isabel. Ella aceptó inmediatamente, sin tan siquiera consultar a sus padres. Sin embargo, no se hizo el anuncio oficial hasta un año después.
El principal obstáculo para que los novios se casaran fue el Rey. Según su biógrafo oficial, al padre de Isabel “todavía le resultaba difícil creer que su hija se había enamorado del primer joven al que había conocido y, quizá, también temía perderla”. Isabel aceptó a regañadientes que el anuncio oficial se pospusiera hasta que la Familia Real hubiera regresado de una gira de tres meses por Sudáfrica, una separación que el Rey consideró una buena prueba del compromiso de la pareja.
Finalmente, en julio de 1947, se anunció oficialmente que el Rey había “dado con mucho agrado su consentimiento”, aunque la princesa confesó a la escritora Betty Shew, ese mismo año: “No creo que nadie estuviera pensando mucho en el consentimiento, era inevitable”.
Una boda de cuento (1947)
“¡Tengo que pellizcarme para creérmelo! Bobo, dime que es cierto, dime que hoy me caso con Felipe”, dijo la princesa a su niñera el amanecer del 20 de noviembre de 1947. El día con el que tanto soñaba por fin había llegado y el mundo entero tenía los ojos puestos en la joven pareja que iba a jurarse amor eterno. Había una gran expectación en torno a la abadía de Westminster, donde miles de personas acamparon la noche anterior para poder ser testigos de este momento histórico.
Esa misma mañana, Felipe fue nombrado duque de Edimburgo, conde de Marioneta y barón de Greenwich. El día anterior, el Rey le otorgó el título de Alteza Real. Su vida empezaba a cambiar. Ataviado con el uniforme naval de gran gala, esperaba a su futura esposa junto a dos mil invitados, entre los que no estuvieron sus hermanas. Así lo decidió el Gobierno por su vinculación con el nacismo.
En ese momento, el novio se quedaba pensativo mientras elaboraba sus votos. “¿Estoy siendo muy valiente o muy tonto?”, había reflexionado días antes. “Nada iba a cambiar para ella”, le había dicho su prima Lady Patricia, en cambio, “todo iba a cambiar para él”.
A las diez y media, la carroza real se detenía frente a las puertas de la abadía. Isabel, la novia del Imperio, llevó un diseño de Norman Hartnell en raso de seda, brocado y muselina, bordado con perlas y cuentas de cristal, y coronó su look nupcial con la diadema ‘Fringe’ de la Reina Mary. Todo el mundo estaba fascinado con el final de cuento de hadas de la historia de amor del guapo y elegante héroe de guerra y su princesa, que protagonizaron la primera boda real retransmitida en directo al mundo, que vieron doscientos millones de personas.
Ya convertidos en marido y mujer, tras su desayuno de boda en Buckingham, se fueron de luna de miel, primero a Broadlands, el refugio campestre del conde Mountbatten, y después a Birkhall, en la finca de Balmoral. En una carta a Isabel, Felipe le preguntó retóricamente: “¿Apreciar a Lilibet? Me pregunto si esa palabra es suficiente para expresar lo que siento”.
Princesa y madre (1947-1951)
Tras disfrutar de su luna de miel —primero en Broadlands, el refugio campestre del conde Mountbatten, y después en Birkhall, en la finca de Balmoral—, los entonces príncipes Isabel y Felipe se instalaron en Windlesham Moor, cerca del castillo de Windsor. Allí vivieron hasta 1949, año en el que Felipe fue nombrado primer teniente del destructor ‘HMS Chequers’, en Malta. El matrimonio se instaló allí, de manera intermitente, hasta 1951. “La época más feliz de Isabel fue como esposa de un marinero en Malta”, dijo su prima y amiga Margaret Rhodes. “Era lo más parecido a una vida ordinaria que pudo tener”, añadió. Isabel fue a una peluquería por primera vez, tomaba el té con otras esposas de oficiales y exploró la isla en barco junto a su marido, tomando el sol y haciendo pícnics.
Mientras que la salud de su padre comenzaba a debilitarse, Isabel formó su familia junto al príncipe Felipe: Carlos nació en 1948 y Ana, dos años después
A pesar de todo, los príncipes tuvieron a sus dos primeros hijos en Londres. Su primogénito, Carlos, vino al mundo, por cesárea, el 14 de noviembre de 1948, en el palacio de Buckingham. Isabel decidió amamantar a su hijo, a pesar de que siempre se rumoreó que su hermana, Margarita, lo encontraba como algo “de mal gusto”. Sin embargo, solo pudo hacerlo durante dos meses, ya que Isabel se contagió de sarampión. Por su parte, la princesa Ana, la segunda de los cuatro hijos de los príncipes, nació el 15 de agosto de 1950, en Clarence House.
Fueron unos años muy especiales para la Familia Real británica, a pesar de que la salud de Jorge VI, gran fumador y aquejado de un cáncer de pulmón, comenzaba a debilitarse a lo largo de 1951.
Adiós a su padre (1952)
Cuando la princesa Isabel se embarcó en una gira por África oriental, Australia y Nueva Zelanda, en 1952, no se imaginaba que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Partió siendo princesa y regresó siendo Reina. La noche del 6 de febrero de 1952, cuando se encontraba de viaje, perdía a su padre: el Rey Jorge VI falleció en Sandringham, Norfolk, mientras dormía. Hacía tiempo que el monarca luchaba contra un cáncer de pulmón y, de hecho, cuatro meses antes, le habían intervenido quirúrgicamente para extirparle la parte afectada.
En el momento de la pérdida de su padre, Isabel se encontraba con su marido en el coto de caza Treetops, en Kenia. No fue informada de la triste noticia hasta la tarde siguiente, cuando regresó al refugio de pesca, llamado Sagana Lodge, que le había sido entregado como regalo de bodas. Fue allí, junto a un arroyo de truchas en la zona del monte Kenia, donde su esposo le comunicó la triste noticia. “Ella solo tenía veinticinco años y el príncipe Felipe, treinta. Tenían dos hijos, Carlos, de tres años, y Ana, que aún no había cumplido los dos. Su vida privada se había terminado por completo. Sabían que este momento llegaría algún día, pero pensaban que no sería hasta dentro de unos veinte años”, recuerda Lady Pamela Hicks, prima del príncipe Felipe y dama de compañía de su mujer, que acompañó al matrimonio durante su estancia en Kenia.
De esta forma, Isabel asumió ser Reina y líder de la Commonwealth , reaccionando así con un íntegro sentido del deber que se convertiría en el sello de la ocupación del trono. “Muy serena, dueña de su destino”, describió su reacción el entonces secretario privado Martin Charteris. Isabel discutió los aspectos prácticos, escribió cartas de disculpa por la cancelación del resto de la gira y se embarcó en su viaje de regreso a casa esa misma noche.
Una despedida con elegancia y dignidad
Vestida de riguroso luto, Isabel descendió los escalones de su avión, en el aeropuerto de Heathrow, donde fue recibida por su primer ministro, Winston Churchill. Daba inicio así una vida dedicada al deber. Y aunque, seguramente, lloró su pena en privado, ante el mundo enfrentó la repentina despedida de su padre con absoluta dignidad, fuerza y elegancia. Son características que la distinguirían en los años venideros.
La coronación (1953)
El 2 de julio de 1953, tuvo lugar la coronación de Isabel II, uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX. Cerca de 8.000 invitados abarrotaron la abadía de Westminster para presenciar la investidura de la joven Reina, mientras que, en las calles, las multitudes se agolpaban para ver pasar a la nueva soberana, de tan solo veinticinco años, que, acompañada del duque de Edimburgo, recorría el itinerario marcado hasta la abadía. El magno evento llegó a unas 27 millones de personas gracias a la televisión, toda una innovación en aquella época.
Tras la muerte de su padre, un fallecimiento que tuvo lugar durante un viaje de Isabel por el continente africano, la primogénita de Jorge VI no solo fue proclamada Reina, sino también jefa de la Commonwealth y defensora de la fe. Cuentan las crónicas de la época que la joven Isabel fue “la última inglesa en saber que su nombre era el de la nueva Reina”. Y desde Kenia habló por primera vez a sus súbditos. Las ondas llevarían su voz a todos los rincones del Imperio. Era la segunda vez, después de que, durante la guerra, con tan solo catorce años, sus palabras alentaran a los niños del país ante los bombardeos nazis.
Planificación al detalle
Se eligió la fecha del 2 de junio porque, según las previsiones, sería el día más soleado del año, pero también por intereses partidistas y electorales de Winston Churchill. En el interior de la abadía se instalaron nuevas escalinatas, iluminación especial, una central telefónica y el altar mayor devino en un fastuoso escenario. La célebre florista Constance Spry llenó el espacio con más de 40.000 metros cuadrados de flores, todas ellas en perfecto estado de maduración para que florecieran justo el gran día.
Más de veintisiete millones de personas en todo el mundo pudieron ver el acontecimiento, que fue retransmitido por televisión por orden expresa de la Reina
El diseño del vestido de Isabel fue encomendado al modisto Norman Hartnell. Sin embargo, permaneció en secreto hasta el gran día, porque, para preparar la coronación, la Reina asistió a los ensayos, tanto en la abadía como en el salón de baile del palacio de Buckingham, con remedos de vestuario y atrezo. De hecho, utilizó una sábana prendida a su espalda para simular su gran capa real de terciopelo y armiño. Solo en casa usaba la parafernalia real para acostumbrarse. Como la corona de San Eduardo, que se ajustaba en la cabeza para acostumbrarse a su peso, de 1,5 kilos, y que ha lucido durante casi sus setenta años de reinado. En un documental con motivo del Jubileo de Diamante de la Reina, en 2012, el príncipe de Gales comentó: “Recuerdo que éramos niños y mi madre venía a vernos cuando nos estábamos bañando y llevaba la corona puesta. Era divertido verla practicar”.
Aunque llovió la mañana de la coronación, esto no impidió que tres millones de personas salieran a las calles para ser testigos del histórico acontecimiento: el paso de la real carroza dorada tirada por caballos blancos. “Nunca se había vivido tanta emoción”, escribió Jock Colville, secretario privado del primer ministro Winston Churchill. “Nunca un monarca ha recibido tanta admiración”.
Nuestra noble reina
Isabel había accedido a que el acontecimiento fuera televisado porque consideraba importante que todos sus súbditos pudieran presenciar un acto histórico. Más de 27 millones de personas en todo el mundo pudieron seguir la cobertura de la celebración, retransmitida por la BBC. De esa manera, fueron testigos de cómo la Reina prestaba el juramento de coronación y se comprometía a gobernar según la Ley y a ejercer justicia con misericordia.
Fue ungida, bendecida y consagrada por el arzobispo de Canterbury, el reverendo doctor Geoffrey Fisher. Tras entregar a Su Majestad los cuatro símbolos de autoridad —el orbe, el anillo de zafiro y rubí y dos cetros—, el arzobispo posó la corona de San Eduardo sobre la cabeza de Isabel, al tiempo que la congregación gritó tres veces “¡Dios salve a la Reina!”.
La ceremonia concluyó con la salida de la nueva soberana de la abadía, portando la corona imperial del Estado, y su regreso al palacio de Buckingham escoltada por militares de toda la Commonwealth.
Después de posar para las fotos oficiales, la Reina, Felipe, sus hijos y el resto de la Familia Real salieron al balcón del palacio de Buckingham para saludar a la multitud y presenciar una exhibición aérea de la RAF. Felipe de Edimburgo tendría que habituarse a la nueva situación. Y no le fue fácil. Por última vez, caminaría junto a su mujer. Por protocolo, tendría que permanecer siempre tres pasos por detrás de su esposa. Ya no era el marido de una princesa, ahora lo era de una Reina.
El comienzo del reinado
A los veinticuatro años de edad, la princesa Isabel era una esposa enamorada y la feliz y orgullosa madre de dos pequeños, Carlos y Ana. Acerca de su primogénito, solía decir: “Es tan adorable. Todavía no me puedo creer que sea realmente mío”.
En 1953 realizó su viaje más largo: una gira de 70.000 kilómetros por la Commonwealth para la que llevó 12 toneladas de equipaje
“Solo espero poder educar a mis hijos dentro de la feliz atmósfera de amor y equidad en la que Margarita y yo crecimos”, había escrito a sus padres en una carta durante su luna de miel. Pero el destino no le regaló demasiado tiempo para disfrutar plenamente de la maternidad: dieciocho meses después de la llegada de su hija, Ana (que nació el 15 de agosto de 1950), Isabel ascendió el trono. Su hijo Carlos todavía recuerda que su madre “nos venía a bañar con la corona puesta para practicar. Era muy divertido”. La coronación fue el 2 de junio de 1953, en la abadía de Westminster.
Reina y madre
Las obligaciones de Reina se impusieron a las de madre. Isabel comenzó largas giras como jefa de la Commonwealth, dejando a sus hijos al cuidado de niñeras institutrices. De los primeros ocho cumpleaños que Carlos festejó, sus padres solo estuvieron presentes en dos.
La educación del heredero fue un punto de fricción entre la Reina y el duque de Edimburgo. Este último prefería una educación basada en la fortaleza física y la habilidad para los deportes para su hijo, mientras que Carlos prefería un buen libro, la poesía y el teatro, algo que frustraba a su padre.
“Mi madre nos venía a bañar con la corona puesta. Era muy divertido”, recordaba Carlos de los primeros años de su madre en el trono
Isabel aceptó que su hijo de nueve años fuera alumno del colegio Cheam, lo que lo convirtió en el primer heredero educado fuera de palacio. Solo podía comunicarse con sus padres por carta y verlos en el período de vacaciones. La Reina también tuvo que claudicar cuando Felipe decidió inscribir a Carlos en Gordonstoun, un estricto instituto que el heredero vivió como “una prisión”.
“Ninguno de nosotros sintió que ella no nos cuidara como lo hacían el resto de las madres”, confesó, sin embargo, la princesa Ana en una entrevista en 2002. “Es una madre maravillosa”, afirmó. A Ana la unieron dos cosas con su madre: su amor por los caballos y el sentido del deber. Experta amazona, la princesa fue el primer miembro de la Monarquía en competir en unos Juegos Olímpicos, en Montreal 1976.
La familia crece: momentos para la historia
En 1960, nació su tercer hijo, el príncipe Andrés, y cuatro años después, el príncipe Eduardo. Criar niños y ser Reina a la vez no fue fácil, por supuesto. La exigencia del reinado, los viajes y el protocolo la llevaron a estar lejos en momentos clave.
Los primeros años de reinado implicaron dedicar menos tiempo a Carlos y Ana, aunque, cuando llegaron sus siguientes dos hijos, pudo disfrutarlos más. Con cada uno de ellos, como casi todas las madres, estableció un vínculo distinto y único, pero su “trabajo”, muchas veces, complicó ese vínculo. Como cualquier madre, es posible que haya llegado a preguntarse si podría haber hecho algo diferente, sobre todo, después de ver con tristeza el fracaso matrimonial de tres de sus hijos.
Hubo que esperar diez años para la llegada de otro bebé real. En febrero de 1960, nació el príncipe Andrés, en Buckingham, y cuatro años después, el príncipe Eduardo
Para soportar el peso de la Corona, Isabel tuvo a su lado a Felipe de Edimburgo. Juntos fueron un matrimonio irrepetible. El príncipe Felipe fue el único hombre en el mundo que tuvo el privilegio de tratarla como a otro ser humano, haciéndola reír y asegurándose de que su reinado fuera un éxito. Él fue la roca sobre la que se construyó la Familia Real… Y, también, el gran apoyo de Isabel II a lo largo de más de siete décadas.
Cuando cumplieron setenta y tres años de feliz matrimonio, la Reina reconoció el empeño y dedicación de su marido. Ya lo había dicho la propia soberana cuando celebraron las bodas de plata: “Si me preguntan qué pienso de la vida familiar, después de veinticinco años de matrimonio, puedo responder, con sencillez y convicción: estoy a favor”. Y de nuevo, medio siglo después, cuando, en sus bodas de oro, se refirió a su marido diciendo que “él es, simplemente, mi fuerza y mi apoyo”… Y todavía faltaban por celebrar las bodas de diamante —sesenta años—, las de platino —sesenta y cinco—, las de titanio —setenta— y tres años más.
Desde el principio, Isabel comprendió los sacrificios que su marido tendría que realizar para desempeñar con sensatez su importante papel. Además de abandonar su carrera naval, Felipe renunció a que sus cuatro hijos llevaran su apellido, Mountbatten. Pero ella siempre estuvo dispuesta a compensarlo. En 1960, decidió que sus hijos llevaran el apellido Mountbatten-Windsor. Décadas después, en 2011, la monarca renunció a su título de Lord Alto Almirante, otorgándoselo al duque de Edimburgo como regalo sorpresa por su noventa cumpleaños.
En todas las decisiones, excepto en las de Estado, la Reina concedía a Felipe el rol de jefe de familia. En este sentido, su prima Lady Pamela Hicks comentó alguna vez al respecto: “Él era, definitivamente, el jefe de la vida privada que compartían”.
Monarca de quince reinos y jefa de la Commonwealth, fue la Reina que más viajes realizó en la historia de Gran Bretaña. Visitó más de ciento veinte países de todo el mundo en más de doscientos setenta y un viajes al extranjero, de hecho, comenzó su reinado mientras estaba de gira en Kenia, cuando murió su padre, Jorge VI.
Además de visitar 51 de los 54 países de la Commonwealth, lo que implicó más de doscientos viajes, también visitó, en misión diplomática, países como Libia, Irán, Nepal, Tailandia, Chile, México, Rusia y China.
Cuando renunció a los viajes al extranjero, en 2015, tras una última visita de Estado a Alemania y un viaje a Malta, ya había volado alrededor de 1.032.513 millas, el equivalente a 42 vueltas al mundo.
La princesa Ana fue el primer miembro de la Monarquía en competir en unos Juegos Olímpicos, en Montreal 1976
Su viaje más largo fue una gira de setenta mil kilómetros por la Commonwealth, en 1953, para la cual llevó doce toneladas de equipaje, y el país que más veces visitó (27 en total) fue Canadá, seguido de Australia, en 16 ocasiones.
Aunque es famosa por su neutralidad política, Su Majestad desempeñó un papel diplomático vital. En 1961, viajó a Ghana en medio de ua atmósfera de inseguridad, después de que el Presidente del país, Kwame Nkrumah, fuera amenazado de muerte. A medida que aumentaba la preocupación por los vínculos de Inglaterra con la Unión Soviética y la posible retirada de su país de la Commonwealth, la monarca hizo gala de todo su arte diplomático. Pasó a la historia el baile de Isabel II con el Presidente Kwame Nkrumah en una gala de despedida, en Accra, un gesto profundamente simbólico en una época en la que el régimen del Apartheid controlaba Sudáfrica y en América aún seguían vigentes las leyes de segregación. Su visita fue considerada todo un éxito y garantizó la permanencia de Ghana en la Commonwealth.
Durante su largo reinado, se reunió con trece de los catorce presidentes de Estados Unidos —excepto con Lyndon B. Johnson, ya que asumió la presidencia cuando estaba embarazada del príncipe Eduardo— y recibió la visita de líderes mundiales hasta bien cumplidos los noventa años. John F. Kennedy y su esposa, Jackie, fueron invitados a cenar en el palacio de Buckingham en junio de 1961, en medio de una gran expectación.
La princesa que lo cambió todo (1980) y la gran boda del siglo XX (1981)
En la década de los setenta, empezaron a aparecer en escena nuevos miembros en la Familia Real con las bodas de los hijos de la Reina Isabel II. La primera que contrajo matrimonio fue la princesa Ana. Dio el ‘sí, quiero’ al capitán Mark Phillips el 14 noviembre de 1973, en una ceremonia que tuvo lugar en la abadía de Westminster. Conoció a Mark en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, en los que él participó como jinete y ganó una medalla de oro.
Tuvieron dos hijos, Peter y Zara, pero su matrimonio llegó a su fin a finales de los ochenta. En 1989, anunciaron su separación y su divorcio llegó en abril de 1992. Ese mismo año, la princesa volvió a casarse, el 12 de diciembre, con Timothy Laurence, con quien continúa a día de hoy.
Ana fue la primera de sus hijos en dar el paso de casarse y, casi siete años después, llegó una de las personas que marcaría un antes y un después en la historia de la Monarquía británica: Diana Spencer . Se conocieron en 1977, cuando Diana tenía dieciséis años y Carlos mantenía una relación con Lady Sarah, hermana de ella. Fue en la mansión familiar de Althorp House, donde el príncipe había acudido invitado por Sarah Spencer.
El príncipe de Gales anunció su compromiso con Diana el 24 de febrero de 1981. Ella tenía diecinueve años y él, treinta y dos
Tres años más tarde, cuando él tenía treinta y un años, y ella dieciocho, volvieron a verse en Balmoral. Entonces Diana vivía en Londres, trabajaba como profesora de jardín de infancia y creía en las historias de los príncipes azules. Carlos era el soltero de oro del mundo, el futuro Rey de Inglaterra —fue investido como príncipe de Gales, en el castillo de Caernarfon, el 1 de julio de 1969—, pero estaba enamorado de la que hoy es su mujer, Camila Parker Bowles .
Por consejo de su familia, como saldría a la luz años más tarde, Carlos da el paso y, en febrero de 1981, le pide matrimonio durante una cena en el palacio de Buckingham. Confesó entonces a un amigo que esperaba enamorarse con el tiempo… Diana, sin embargo, se “sentía la chica más afortunada del mundo” cuando su compromiso fue anunciado, el 24 de febrero de 1981. Dejaba atrás una infancia infeliz para dar el ‘sí, quiero’ al hombre que amaba. Un futuro soberano que le entregó un enorme zafiro de 18 quilates y diamantes, el mismo que Guillermo le dio a Kate Middleton años después.
Su noviazgo apenas duró seis meses, se casaron el 29 de julio de 1981 y su boda se convirtió en el mayor espectáculo del siglo XX. Si el enlace de los padres de Carlos, los entonces príncipes Isabel y Felipe, fue la primera boda real que se retransmitió al mundo y la vieron doscientos millones de personas, el suyo tuvo más de setecientos millones de espectadores. En 74 países, vieron cómo Diana se bajaba de su carroza de cristal, frente a la catedral de St. Paul, escoltada por la caballería montada, con sus corazas de plata y sus cascos emplumados, mientras el príncipe de Gales la esperaba ante el altar, junto con dos mil quinientos invitados, entre los que se incluían más de ciento setenta jefes de Estado y todas las Casas Reales, excepto la española, que no acudió tras conocerse que iniciarían su luna de miel en Gibraltar.
El enlace de Carlos y Diana batió todos los récords; más de setecientos millones de espectadores, en setenta y cuatro países, fueron testigos de su ‘sí, quiero’
En Londres, más de seiscientas mil personas salieron a la calle para ver la llegada de los novios y el posterior paseo de los recién casados. Era miércoles, un día atípico para una boda, pero se declaró día festivo en Reino Unido.
La princesa deslumbró con un diseño que pasaría a la historia, obra de David y Elisabeth Emanuel en color marfil —rompió con la costumbre del blanco de las novias reales inglesas—, que fue realizado con veinticinco metros de seda y tafetán, noventa de tul, ciento treinta y seis de malla para el velo y diez mil lentejuelas de nácar y perlas. La cola medía ocho metros, siendo la más larga en la historia nupcial de las princesas.
Complementando el vestido, cuyo boceto fue destruido para que no fuera replicado, la princesa lució la diadema familiar de los Spencer. Una pieza del siglo XVIII de oro y plata y cuajada de diamantes, con uno central envuelto en un corazón.
Durante la ceremonia, la princesa olvidó prometer ‘obediencia’ a su marido en sus votos e intercambió el orden de los apellidos del príncipe, quien no compartió los bienes terrenales. Lady Di cumplió con todas las tradiciones, llevó algo viejo (el encaje de su traje perteneció a la Reina Mary), algo prestado (la tiara de su familia y los pendientes de su madre), algo azul (llevaba el zafiro de su anillo de pedida y, escondido en su cintura, un pequeño lazo azul), e incluso cosió a su cola de ocho metros una herradura de oro con diamantes, pero no tuvo suerte.
El vestido de novia fue realizado con veinticinco metros de seda, noventa de tul y tenía una cola de ocho metros
A ojos del mundo, eran la pareja perfecta. También para el arzobispo de Canterbury, quien dijo en su homilía: “Tenemos aquí la materia de la que están hechos los cuentos de hadas”.
A su llegada al palacio de Buckingham, los recién casados salieron al balcón, donde protagonizaron un romántico beso, con el que sentaron una nueva tradición que han seguido otros miembros de la Familia Real, como los duques de York y los duques de Cambridge.
Las otras bodas reales
Pasaron cinco años hasta la siguiente boda de la Familia Real. El príncipe Andrés, el tercer hijo de la Reina, se había enamorado de una joven llamada Sarah Ferguson, a quien conocía desde que eran niños. Ella era hija del mayor Ronald Ferguson, que fue instructor de polo del príncipe Carlos, y se movían por los mismos círculos. Pero no fue hasta 1985, con la intermediación de la princesa Diana de Gales, cuando surgió la chispa entre ellos, al encontrarse en las carreras de Ascot. Su boda tuvo lugar un año después, el 23 de julio de 1986, en la abadía de Westminster, y ese mismo día recibieron el título de duques de York.
Después de la de los príncipes de Gales, la suya fue la otra gran boda de la época y la prensa los bautizó como ‘los príncipes de la eterna sonrisa’. El vestido de la novia también causó sensación, aunque era mucho más sencillo que el de Diana. Lució un diseño de Lindka Cierach, en satén de seda y brocados.
Uno de los momentos más comentados fue su beso en el balcón. Les pidieron que no lo hicieran, pero desafiaron a todos con una escena de película. Dos años después, nacía su primera hija, Beatriz, y en 1990, la segunda, Eugenia. Sin embargo, su relación terminó en 1992 y firmaron su divorcio en 1996, al igual que los príncipes Carlos y Diana.
El último de los hijos de Isabel II que pasó por el altar fue el príncipe Eduardo. El 19 de junio de 1999, se casó con Sophie Rhys-Jones , quien recibió el título de condesa de Wessex. Su boda también tuvo lugar en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor y, al contrario de lo que ocurrió con sus hermanos, su relación sí que ha perdurado en el tiempo. Son padres de dos hijos, Lady Louise y Jacobo Mountbatten-Windsor, vizconde de Severn.
La nueva generación
“Sientes un enorme respeto por tu jefa y yo siempre la veo como mi jefa, pero también como una abuela”, dijo el príncipe Harry en el documental de 2016 “Isabel a los 90: un tributo de familia”. Esta frase deja constancia del amor que todos sus nietos sienten por la Reina, a la que le resultó más fácil conciliar su papel de monarca con el de abuela, tras perderse importantes momentos de la vida de sus hijos. Isabel II siempre tuvo una conexión especial con Harry. Él fue su nieto rebelde, un joven irreverente capaz de sacarle una sonrisa: “Siempre ha tenido un gran sentido del humor”, aseguraba.
“Sus ocho nietos, por los que sentía debilidad, la llamaban cariñosamente ‘Granny”
El duque de Cambridge también habló en el especial producido por la BBC del respeto que siente por su abuela: “Crecer, contar con esta gran figura, tener tal estabilidad por encima de mí ha sido increíble. Aprecio y valoro mucho su protección”, expresó Guillermo, por el que Isabel II se ha desvivido en ayudarle a asumir la carga que llevará sobre sus hombros cuando sea Rey.
La Reina adoraba ser abuela, como demostró la mañana del 15 de noviembre de 1977, cuando la princesa Ana dio a luz a su primer hijo, Peter Phillips. Ese día, Isabel II llegó tarde a una investidura, pero se la veía radiante: “Mi hija acaba de tener un bebé y ahora soy abuela”.
A lo largo de los años, la soberana, a la que todos sus nietos llaman cariñosamente ‘Granny’, procuró compartir algunas de sus pasiones con la nueva generación de miembros de la realeza, como su afición por los caballos. Disfrutó con los éxitos ecuestres de Zara Tindall, que llegó a ser medallista de plata olímpica. Cuando le preguntaron si alguna vez había recibido alguna mirada “severa” por parte de su abuela, Zara dijo: “Ella siempre me mira bien”.
Son muchos los detalles de gran significado que Isabel II ha tenido para su familia. Por ejemplo, para la boda de la princesa Beatriz , celebrada en julio de 2020, Su Majestad cedió a la novia uno de sus preciados vestidos vintage, un modelo majestuoso diseñado por Norman Hartnell.
La hija pequeña del príncipe Andrés, la princesa Eugenia, también disfruta de una cercanía especial con Isabel II, tanto que su abuela fue una de las primeras personas que supo del compromiso de la princesa, en 2018. “La abuela se enteró desde el principio, fue una de las pocas personas a quien se lo conté”, reveló Eugenia.
Para la Reina, disfrutar de sus nietos y luego de sus bisnietos ha sido una inmensa alegría. “Le encanta tenernos cerca”, aseguró Eugenia.
‘Annus Horribilis’ (1992)
No hay duda de que 1992 se convirtió en el año más intenso para Isabel II y no solo porque celebraría cuarenta años de su coronación. La propia monarca lo definiría como su annus horribilis tras la larga lista de desdichas sucedidas a su familia, como las separaciones de tres de sus cuatro hijos. El 19 de marzo, se anunció la ruptura amistosa del príncipe Andrés y Sarah Ferguson, tras casi seis años de matrimonio y dos hijas en común —las princesas Beatriz y Eugenia—. Las esperanzas sobre una posible reconciliación quedaron truncadas en verano de ese año, cuando Daily Mirror publicó unas fotografías de la duquesa de York en topless y en una actitud comprometida con John Bryan, su entonces asesor financiero.
En abril, la princesa Ana también se divorciaba de Mark Philips, de quien llevaba separada desde el verano de 1989. De esta forma, quedaba disuelto oficialmente su matrimonio, sellado en 1973 y del que nacieron dos hijos —Peter y Zara—.
Pero el mayor escándalo de la Casa Real británica llegaría en junio de ese mismo 1992. Lady Di decidió filtrar los episodios más duros de su vida: su desdichado matrimonio con Carlos de Inglaterra, su bulimia y sus intentos de suicido. Lo hizo a través de Andrew Morton, que fue quien firmó las memorias de la princesa de Gales. El libro Diana, su verdadera historia se convirtió en un auténtico best seller del que se venderían más de siete millones de copias en todo el mundo. Ya a finales de año se confirmó el romance entre Carlos de Inglaterra y Camilla Parker-Bowles.
Novedades económicas tras los escándalos
Mientras sus hijos acaparaban la atención mediática en todo el mundo, Isabel II decidió emprender una nueva etapa con cambios económicos. Primero, abrió el palacio de Buckingham al público. A finales de noviembre, la monarca también anunció el pago de impuestos sobre la renta, después de más de medio siglo de exención fiscal. De esta forma, tanto ella como su heredero, Carlos, empezarían a abonar el cuarenta por ciento de sus ingresos privados —su sueldo como jefa de Estado seguiría libre de impuestos—. También se comunicaría que los tres hijos de la Reina empezarían a estar sustentados por ella.
Muere Lady Di (1997)
Fueron tan solo siete días, pero habrían bastado para destruir una institución con siglos de existencia. Por primera vez, la Reina Isabel veía cómo sus súbditos se le rebelaban. Y no lo hacían profiriendo insultos o enarbolando armas a las puertas de Buckingham. Depositaban flores. Y lloraban. Lágrimas y ramos de rosas de Inglaterra en recuerdo de Lady Di. Y, también, rabia. Por el corazón endurecido de una Reina que parecía haber olvidado que, antes que Graciosa Majestad, era madre y abuela. Su pueblo enfurecía ante una protocolaria soberana que no mostraba ‘humanidad’.
Pero todo cambió con un sencillo y respetuoso gesto. Porque cuando acaeció la trágica muerte de Lady Di, el 31 de agosto de 1997, la Reina permanecía en Balmoral de descanso estival y no consideró regresar a Londres para las exequias. Solo rezar por su alma en la capilla de palacio. Diana de Gales ya no era reconocida como Alteza Real, estaba divorciada de su hijo… El gesto de repatriar el ataúd de París cubierto con el estandarte real parecía suficiente. Pero no. Finalmente, una conversación telefónica con Tony Blair le hizo comprender la gravedad del asunto. La Reina regresaba a la capital vestida de luto riguroso y, entre montones de flores y la multitud, vio pasar a sus nietos, su marido y su primogénito en el cortejo fúnebre. E inclinó la cabeza a su paso en señal de respeto. El pueblo creyó su dolor.
Un nuevo comienzo (1999-2010)
Olvidar el annus horribilis y el golpe que supuso para la Casa Real la muerte de Diana no fue fácil. De hecho, el matrimonio de Eduardo y Sophie Rhys-Jones tuvo que esperar seis años para que la ciudadanía estuviera dispuesta a aceptar nuevos fastos. Especialmente, tras los fracasos matrimoniales de Carlos y Andrés, que se divorciaron de Lady Di y Sarah Ferguson, respectivamente, en 1996. Es más, la princesa Ana ya tendría que amoldarse a una discreta celebración cuando decidió contraer nupcias con el comandante de la Marina Timothy Laurence, en 1992. El matrimonio tendría que tener lugar lejos de Londres, en la capilla de Crathie Kirk, cerca de Balmoral, en Escocia, y con un máximo de treinta invitados. Y eso que su divorcio estaba más que motivado, después de que su exmarido, el también comandante Mark Phillips, fuera finalmente considerado padre por la Justicia de la hija de Heather Tonkin, con quien habría mantenido relaciones extramatrimoniales, fruto de las cuales nacería Felicity Phillips, en 1985.
Pero, en 1999, correrían aires nuevos en el palacio de Buckingham, aunque con cierto sabor nostálgico. Sophie recordaba a Lady Di. Discreta, de buena familia, amante de los caballos y con vocación filantrópica. De hecho, se convirtió en una de las grandes confidentes de la Reina, no dispuesta, quizá, a repetir experiencias pasadas y fue uno de los mayores apoyos de la duquesa de Wessex cuando esta sufrió una docena de abortos antes de quedarse finalmente embarazada de Lady Louise Windsor.
La boda de Carlos y Camilla
No obstante, el regreso a la tan ansiada normalidad no se produjo hasta que el clima fue propicio para que, por fin, Carlos y Camilla Parker Bowles se convirtieran en marido y mujer. El polémico noviazgo de casi treinta años tuvo su final feliz el 9 de abril de 2005, en Windsor. Camilla, con cerca de sesenta años, dejaba de ser ‘la villana’ y entraba en la familia, después de haber sorteado dificultades políticas, sociales, morales y religiosas de todo tipo.
No hubo grandes celebraciones. La Reina solo estuvo presente en la Misa, el duque de Edimburgo solo accedió a estar en las fotos oficiales y no hubo una gran representación de monarquías extranjeras ni de autoridades del Estado. Tampoco se besaron en la escalinata del palacio de Windsor ni la novia llevaba tiara. Se desconocía, incluso, qué título ostentaría en el futuro... Hoy sabemos que la Reina, en sus últimas voluntades en vida, designó a Camilla como Reina consorte después de su muerte.
El orgullo de la Reina (2011)
El príncipe Guillermo conoció a Kate Middleton en 2001. El encuentro se produjo en la universidad de St. Andrews (Escocia), donde él estudiaba la carrera de Geografía y ella, Historia del Arte. Siempre se ha dicho que fue Kate quien captó la atención del duque de Cambridge mientras desfilaba en un evento benéfico de moda organizado en el campus. “Cuando la vi por primera vez, supe que había algo especial en ella”, recordaría Guillermo años después. “Kate tenía un sentido del humor mordaz, lo que me ayudaba, porque era más seco. Nos reíamos mucho y sucedieron las cosas”, añadiría el duque de Cambridge. Lo que comenzó como una bonita amistad desencadenó en noviazgo en 2003. Poco después, ambos empezaron a vivir juntos con otros dos amigos. “Cuando intentaba sorprenderla, preparaba unas cenas muy elaboradas. Pero solía quemarse algo y ella se quedaba sentada detrás, intentando ayudar”, relataría de Guillermo de esa época, en la que la pareja esquiaba en Klosters —en los Alpes— y compartía escapadas en Balmoral.
A pesar del flechazo, los duques de Cambridge se enfrentaron a dos rupturas. La primera tuvo lugar en 2004 y la otra, en la primavera de 2007, meses después de que Kate asistiera al desfile de la Real Academia Militar de Sandhust, donde Guillermo completó su formación en el Ejército. Sin embargo, ambos lucharon por su amor, que se consolidó cuando el hijo de Carlos de Inglaterra le pidió matrimonio, en octubre de 2010, durante un viaje a Kenia. Allí, la sorprendió con un anillo de zafiro y diamantes muy especial : el mismo con el que se comprometieron Carlos de Inglaterra y Lady Di.
Una boda de ensueño
Guillermo y Kate se casaron el 29 de abril de 2011, en la abadía de Westminster, en Londres. El enlace reunió a mil novecientos invitados, con representantes de las Casas Reales de todo el mundo —de la española, doña Sofía, el entonces príncipe Felipe y doña Letizia—. Dos mil doscientos millones de telespectadores de todo el mundo también siguieron la ceremonia, en la que deslumbró una radiante novia. Elaborado por Sarah Burton, diseñadora de Alexander McQueen, Kate lució un vestido elaborado en gazar de satén en blanco y marfil, con cola de 2,73 metros de largo.
El 3 de diciembre de 2012, a los diecinueve meses de este enlace de cuento, Guillermo y Kate anunciaron que esperaban su primer hijo. George nació el 22 de julio de 2013, en el hospital de St. Mary’s, en Londres, donde también vino al mundo el duque de Cambridge. Casi dos años después, el 2 de julio de 2015, se produjo el alumbramiento de la princesa Charlotte en el mismo centro médico. Ya el 23 de abril de 2018, el matrimonio completó su soñada familia con el nacimiento del simpático Louis.
Revolución Meghan (2018)
Si la historia de amor de los duques de Cambridge parece sacada de un cuento, la del príncipe Harry con Meghan Markle podría ser el guion de una comedia romántica. Lo suyo surgió en julio de 2016, cuando unos amigos en común les organizaron una cita a ciegas. “Cuando me dijeron que nos querían presentar, lo único que pregunté fue si él era amable. Si no, no iba a pasar nada. Al final, quedamos para tomar algo. Enseguida nos preguntamos qué íbamos a hacer mañana y sugerimos quedar otra vez. Todo fue muy rápido”, recordaría Meghan, que entonces trabajaba como actriz y vivía en Toronto (Canadá). “Luego, nos vimos una vez y otras dos más cuando ella regresó a Londres”, desveló Harry, quien residía en la capital británica.
A finales de julio, Meghan y Harry compartieron su primera escapada romántica juntos a Botsuana. A partir de ahí, recorrieron los 5.700 kilómetros de distancia —entre Gran Bretaña y Canadá— en muchas ocasiones para verse. Así mantuvieron su relación en secreto, hasta que afloraron los primeros rumores en octubre. Las especulaciones duraron poco, ya que, en noviembre, decidieron oficializar el noviazgo.
Justo un año después, en noviembre de 2017, Harry y Meghan anunciaron su compromiso. El enlace se celebró en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor, el 19 de mayo de 2018, ante dos mil seiscientos invitados. Entre ellos, no se encontró el padre de la novia, Thomas Markle, que no fue invitado al enlace y no dudó en buscar la polémica en los tabloides.
Doce meses después de la boda, el 6 de mayo de 2019, nació su primer hijo, Archie, en el Portland Hospital, de Londres. Sin embargo, la historia no tardó en complicarse… Ni Isabel II ni su familia podían imaginar lo que estaba por venir.
Megxit (2020)
Fue a finales de 2019 cuando la Reina Isabel II tuvo que hacer frente a uno de los capítulos menos esperados y agridulces de su vida. Su nieto el príncipe Harry y su mujer, Meghan, le comunicaban su intención de dejar de ser miembros senior de la Familia Real para poder emprender su propio rumbo. La monarca, que por aquel entonces llevaba sesenta y siete años de imperturbable reinado, acabó aceptando su deseo de desvincularse de la Corona y así lo hizo saber a través de un comunicado hecho público en enero de 2020: “Hoy mi familia tuvo discusiones muy constructivas sobre el futuro de mi nieto y su familia. Mi familia y yo apoyamos completamente el deseo de Harry y Meghan de crear una nueva vida como una familia joven. Si bien hubiéramos preferido que siguieran siendo miembros de la Familia Real que trabajan a tiempo completo, respetamos y entendemos su deseo de vivir una vida más independiente como familia, sin dejar de ser una parte valiosa de mi familia. Harry y Meghan han dejado claro que no quieren depender de fondos públicos en sus nuevas vidas. Por lo tanto, se acordó que habrá un período de transición en el que los Sussex pasarán tiempo en Canadá y el Reino Unido. Estos son asuntos complejos que mi familia debe resolver y aún queda mucho trabajo por hacer, pero he pedido que se tomen decisiones finales en los próximos días”.
La marcha de Harry y Meghan del Reino Unido implicó que la Reina apenas pudiera conocer a sus bisnietos Archie y Lilibet
De esta manera, el 9 de marzo, los duques de Sussex ponían punto final a su agenda oficial acudiendo a uno de los actos más importantes para los Windsor, la celebración del Día de la Commonwealth. Tras esto, Meghan Markle y el hijo pequeño del príncipe Carlos se instalaban en Canadá, naciendo así el denominado ‘Megxit’, el término elegido para referirse a la retirada del duque y la duquesa de Sussex de los deberes reales. Sin embargo, a finales de marzo, justo antes del cierre de fronteras por la crisis del coronavirus, los Sussex ponían rumbo a Los Ángeles, ciudad natal de ella, donde continúan viviendo hoy en día junto a sus dos hijos, Archie, de tres años, y Lilibet, de uno.
A pesar de mantener una buena relación con la Reina, incluso después de su marcha, la tensa relación de Harry con otros miembros de la realeza, incluido su hermano, significó que pasara muy poco tiempo con su abuela en los últimos meses de su vida. Sin embargo, a pesar de esto, la Reina mantuvo un gran afecto por su nieto, señalando que tanto él como Meghan eran muy queridos por la familia. Del mismo modo, los duques de Sussex dejaron claro que tenían en alta estima a la Reina. La soberana llegó incluso a conocer a su tocaya, la pequeña Lili, en la etapa final de su vida, después de que Harry y Meghan viajaran junto a sus hijos al Reino Unido con motivo del Jubileo de Platino, el pasado mes de junio. El príncipe Harry ha contado que tanto su inolvidable abuela como su abuelo el desaparecido duque de Edimburgo solían disfrutar charlando con Archie a través de videollamada.
La Reina, mi bisabuela
La Reina Isabel ha dejado un legado en su nación y en el mundo entero, pero su historia va más allá del cargo real que tuvo por más de setenta años. Aunque muchos la conocieron como la Reina de Inglaterra, en el ámbito personal también fue la tierna bisabuela de doce niños.
Durante sus vacaciones de verano en Balmoral, Isabel II y el duque de Edimburgo solían recibir la visita de sus hijos, sus nietos y los hijos de estos. En los últimos años, disfrutar de sus bisnietos era una de las mayores alegrías de la Reina, sobre todo, tras despedirse de su marido, en abril del año pasado.
La Reina nunca se mostró impresionada por tener ante ella a cientos de estrellas y líderes mundiales, en todo caso, fue al revés
Los duques de Cambridge —y a partir de ahora de Cornualles— son padres de tres hijos: George, Charlotte y Louis. Para el mayor, destinado, como su padre, a ser Rey, su bisabuela era el gran modelo a seguir y quien le proporcionaba una mano amiga cuando era necesario. Pero, sobre todo, era su querida ‘Gan-Gan’.
Por supuesto, la Reina adoraba al pequeño George, fueron muchas las ocasiones en las que la vimos inclinarse para conversar con él en ocasiones especiales, como en el bautizo de su hermana menor, la princesa Charlotte. En una ocasión, la duquesa de Cambridge describió lo atenta que era la monarca cuando se trataba de los niños: “Siempre deja un pequeño regalo o algún detalle en las habitaciones cuando vamos y nos quedamos con ella, eso demuestra su amor por la familia”, dijo.
El príncipe Harry, hijo menor de Carlos III y la añorada princesa Diana, y su mujer, Meghan, recibieron a su primer hijo, Archie Harrison, el 6 de mayo de 2019. El 14 de febrero de 2021, Meghan y Harry anunciaron que estaban en la dulce espera de su segundo bebé. Unas semanas después, en su entrevista con Oprah Winfrey, Harry reveló que esperaban una niña. El 4 de junio de 2021 nació Lilibet Diana Mountbatten-Windsor, el primer miembro de la Familia Real británica que vino al mundo en Estados Unidos. Los duques de Sussex eligieron este nombre para su hija en homenaje a la Reina, a quien de niña llamaban Lilibet —también así la llamó siempre el príncipe Felipe—, y Diana, en recuerdo a su abuela Diana de Gales.
El palacio de Buckingham dijo que la Reina estaba “encantada” con la llegada de su undécimo bisnieto. Séptima en la línea de sucesión al trono, Lili también nació sin título, pero, al igual que Archie, tiene derecho a ser princesa ahora que su abuelo se ha convertido en monarca.
El último miembro en llegar a la familia fue la hija de la princesa Beatriz y Edoardo Mapelli, quienes dieron la bienvenida a su primera hija en común el 18 de septiembre de 2021, en Londres. La Reina debió de alegrarse especialmente cuando su duodécima bisnieta, Sienna,recibió el segundo nombre de Isabel, en homenaje a ella.
La pequeña es la segunda nieta del príncipe Andrés, ya que, en febrero de ese mismo año, Eugenia, hermana de Beatriz, dio a luz a su primer hijo, August Phillip, fruto de su matrimonio con Jack Brooksbank.
Reina del mundo
En sus más de siete décadas como monarca, la Reina ha conocido a un sinfín de líderes mundiales y celebrities, los cuales han coincidido en que estar ante su presencia es una experiencia inolvidable tanto por su impactante personalidad como por su particular sentido del humor. Con un estilo imperturbable, que ahora se ha convertido en leyenda, la Reina siempre ha sabido destacar incluso rodeada de las estrellas más rutilantes del mundo del espectáculo. Y es que la soberana británica nunca se mostró impresionada por tener ante ella ni a los más altos mandatarios ni a la realeza de Hollywood, en todo caso, fue al revés.
La despedida al amor (2021)
Setenta y cuatro años de matrimonio. La Reina tuvo que decir adiós, hace tan solo un año, al que fue el gran amor de su vida. Un viernes 9 de abril de 2021, Felipe de Edimburgo, de noventa y nueve años, moría, en el castillo de Windsor, después de unos años de salud delicada, y se ponía así fin a una de las historias de amor más arrebatadoras del siglo XX. Un amor que soportó presiones e infidelidades, que fue un ejemplo de resiliencia, de compromiso y de deber, porque nada ni nadie lo quebró.
A pesar de las dificultades, su amor y el deber fueron mucho más fuertes, tanto que se quisieron durante más de siete décadas
La suya fue una relación genuina. Vivieron atados a los rígidos protocolos reales y soportaron rumores de romances clandestinos del príncipe y escándalos familiares. Siempre se acompañaron y solo les separó la muerte, aunque también es cierto que los celos personales y profesionales sobrevolaron sus testas coronadas. Solo el sentido de Estado y un profundo amor les hicieron desistir de sus intereses personales. Pero, no obstante, la renuncia se convirtió en la columna vertebral del matrimonio. Antológica es la frase del duque cuando supo que sus descendientes nunca llevarían su apellido: “No soy más que una maldita ameba”.
Acuerdos y desacuerdos
Isabel comprobó que de nada valía ser la Reina de un Imperio si era la esposa de uno de los hombres más frustrados del mundo. Y que si podía tener autoridad sobre su país, también podría tenerla sobre su vida. De ahí que, al nacer sus hijos Andrés y Eduardo, las cosas cambiaran. Les puso el apellido de su padre y en primer lugar. Además, le concedió a su marido el título de príncipe del Reino Unido.
Porque una cosa era cierta: si bien podía haber dudas en la fidelidad de Felipe a Isabel, del duque a la Reina no cabía ninguna, aunque, a veces, en actos protocolarios, este olvidara el debido respeto y la llamara Lilibet o ‘ma’am’.
Y ni que decir tiene, no siempre estuvieron de acuerdo. En especial, en temas referentes a sus hijos, su educación y, después, sus matrimonios. De hecho, en el propio funeral del duque, la Reina mostró cómo, pese a la tristeza por la pérdida de su amor, no tenía por qué “cargar” con sus “directrices”. Y es que Andrés, su favorito, acababa de ser imputado por el caso Epstein y, aunque le retiró el tratamiento de Alteza Real y todos sus méritos militares, tal y como defendía su difunto marido, ella no pudo evitar acudir con su hijo del brazo al sepelio.
El último Jubileo
Nunca en la historia se había celebrado un Jubileo de Platino en Gran Bretaña, pero Su Majestad también logró este récord y no pudo ser más emocionante. Una celebración sin precedentes, con cuatro días de fiesta, doscientos mil actos, los ciudadanos rindiéndole tributo en las calles, las campanas repicando y el himno God Save The Queen inundando Reino Unido al tiempo que Su Majestad, convertida en holograma, saludaba desde la carroza de cuento que la había llevado a Westminster para ser ungida y coronada.
Su Majestad recibió todos los homenajes posibles, robó el foco al planeta y su jubileo fue un espectáculo de pompa, ceremonial y gloria, aunque con una gran diferencia: solo tuvo presencia pública durante veintisiete minutos. Aun así, a lo largo de aquellos días, se sumergió en recuerdos, nos mostró cómo trabajaba ante sus cajas rojas, compartió tarta con los vecinos de Sandringham y despejó el futuro de la Monarquía expresando su deseo de que la duquesa de Cornualles fuera Reina consorte.
Y, también, dio el último adiós desde Buckingham a los mil millones de telespectadores de todo el planeta que se unieron a la marea humana que la vitoreó en las calles de Londres. Vestida de verde esperanza y apoyada en el bastón del duque de Edimburgo, dio a la nación una visión de lo que vendría cuando ya no estuviera. A su lado, sus tres herederos, Carlos, Guillermo y George, y dos futuras Reinas, Camilla y Kate, además de la princesa Charlotte y el príncipe Louis.
La imagen era el símbolo. El presente y el futuro de la Corona saludaban desde palacio a la multitud —”¡Oh, Dios mío, miren esto!”, decía Isabel II a su familia—. Los años la habían alcanzado, se sintió como el final de una era y, dos meses después, se cumplió el presagio.
Fuerte hasta el final
Tras su Jubileo de Platino, en el que descubrimos al príncipe Carlos con los ojos llenos de lágrimas, la fragilidad de Isabel II avanzó con el verano. Parecía eterna, pero no era sobrehumana. El 21 de julio pisó su amado castillo de Windsor por última vez, tras hacer entrega, en los días previos, de la Cruz de San Jorge a varios miembros del Servicio Nacional de Salud y de inaugurar, en Maidenhead, un nuevo centro de paliativos. La acompañaba la princesa Ana, llevaba un vestido de flores y se mostró muy alegre… Y, después, dejando atrás sus recuerdos y sus amados caballos, con los que se había fotografiado en su noventa y seis cumpleaños, ‘desapareció’ en Balmoral. Allí le había pedido matrimonio su marido, allí habían pasado parte de su luna de miel y allí vivieron veranos inolvidables haciendo barbacoas y pescando en familia.
En los primeros días de septiembre se saltó los Juegos de las Tierras Altas, por primera vez en setenta años, y el día 6, después de cuarenta y siete días sin verla, reapareció como un suspiro para encargarle a Liz Truss que formara Gobierno, tras la renuncia de Boris Johnson. Fue su última imagen. La monarca con un primer ministro —por primera vez en Balmoral y no en Buckingham—, señalando definitivamente los tiempos de cambio. Aun así, genio y figura. Con su inseparable bolsito y su bastón, seguía sumando récords hasta sus últimas horas. De Winston Churchill a Liz Truss, el decimoquinto primer ministro de su reinado.
Apoyada en el bastón de su marido, con su inseparable bolsito y mostrando un hematoma en la mano derecha, reapareció en Balmoral para el acto final de su vida, después de cuarenta y siete días sin verla
La Reina sonrió cálidamente mientras se inclinaba para saludarla frente al fuego de la chimenea. Tenía un llamativo hematoma en su mano derecha, llevaba una falda de tartán y una chaqueta de lana y se la veía muy frágil. Un día después, se suspendía la reunión virtual prevista con su Consejo Privado, aunque todavía llegó a Canadá su último mensaje, en el que enviaba sus condolencias a aquellos que habían perdido a sus seres queridos en los ataques de Saskatchewan (diez personas fueron apuñaladas). Y el jueves saltaban las alarmas… Era el final de una era.