“¡Tengo que pellizcarme para creérmelo! Bobo, dime que es cierto; dime que hoy me caso con Felipe ”, dijo la Princesa a su niñera en el amanecer frío y gris del 20 de noviembre de 1947.
En ese amanecer frío y gris, a la vez que Inglaterra asume que ya no puede costearse un imperio, Lilibet sale a la ventana para descubrir si en verdad debía despertarse de su sueño más hermoso… Y, sí, todo es perfecto. El reloj marca las nueve cuando desenvuelve su traje nupcial , tras diez años de espera.
“Siempre hay un momento en la infancia en el que se abre la puerta y se deja entrar al futuro” escribió Graham Greene en El poder y la gloria. Para Isabel, aquella puerta se abrió al mismo tiempo que el buque, Victoria And Albert, en el que viajaba junto a sus padres, su hermana Margarita, y su institutriz, Marion Crawford, atracaba en el puerto inglés de Dartmouth. Mientras Jorge VI y su esposa cumplían con su agenda, las niñas pasarían eldía en la casa del Capitán Dalrymple con Felipe de Grecia. El mejor cadete de la Royal Naval Collage.
Isabel y Felipe jugando de rodillas con un tren
“ Lilibet y Margarita -contaría Marion en su libro de las Pequeñas Princesas- se entretenían con un tren cuando apareció Felipe. Durante un rato estuvieron jugando de rodillas. Después, cuando éste se cansó de dar cuerda a la locomotora exclamó: ‘¡Vamos a las pistas de tenis a pasar un buen rato saltando las redes!’ Tenía 18 años, era apuesto, presumido y brusco… Pero las chiquillas estaban muy impresionadas. Lilibet, de 13 años y con su elegante abrigo de verano cruzado, decía sin quitarle la vista de encima: ‘Qué bueno es, Crawfie. Qué alto salta’”.
“Al día siguiente, cuando llegó la hora de zarpar –narra la institutriz-, los cadetes despidieron memorablemente a los visitantes siguiendo al buque hasta que el Rey pidió al comandante que regresaran a Puerto. Todos cambiaron inmediatamente de rumbo. Todos, a excepción de Felipe que seguía remando mar adentro. Lilibet, que había embarcado en el buque con lágrimas en los ojos, le ‘echó’ un largo vistazo con sus prismáticos. Ajeno a los sentimientos de su heredera, el Rey exclamó: ‘Joven estúpido. Debe dar la vuelta, o si no tendremos que ponernos al pairo y obligarle a volver’. Finalmente, el valiente marino se convirtió en una diminuta mota en la distancia”.
Elisabeth le entregó su corazón
Ese fue el fin de semana en el que Elisabeth le entregó su corazón. En los primeros tiempos, con timidez cuando se refería a él en privado como ‘mi príncipe Vikingo’; con el paso de los años, absolutamente firme a la hora de defender sus sentimientos en un territorio hostil marcado por la Segunda Guerra Mundial y la no aceptación de su futuro novio entre las paredes del castillo de Windsor donde ella y su hermana vivían a salvo de los nazis.
Si para la historia quedó fijada la fecha del 22 de julio de 1939 como el día en el que se conocieron, irrefutable es el hecho de que ambos se verían por primera vez el 29 de noviembre de 1934. Como tataranietos que eran de la reina Victoria y el Príncipe Alberto, Elisabeth y Felipe se encontrarían en los esponsales de la princesa Marina de Grecia con el Duque de Kent en Westminster; y, nuevamente, en la coronación de Jorge VI, en 1937.
Felipe sentado en primera fila
Aunque no sería hasta las Navidades de 1943, cuando Isabel recibiría, por sorpresa, uno de los mejores regalos de su vida. Felipe había sido invitado a palacio para asistir a la función que preparaba: Aladino . En su papel de protagonista, la Princesa pidió al ‘genio’ que se cumpliera su mayor deseo y éste, obediente, consiguió que el marino, sentado en primera fila, empezara a verla con otros ojos .
La futura Reina creía, al igual que su abuela, la reina Mary, que la arrogancia y el orgullo de Felipe estaban muy por encima de la paga de marino que podían llevar en su bolsillo. También, que él era realmente el dueño y señor de toda la ‘chispa’ que faltaba en el reino.
Elisabeth fascinada con su príncipe contaba, de entrada, con tres aliados para su noviazgo: La duquesa de Kent; Lord Mountbatten –coronado como virrey de la India, en 1947-, tío del futuro duque; y muy especialmente, con su abuela. Aquella soberana viuda y triste que se moría de risa con las historias de Felipe.
“Para Isabel, Felipe”, la foto de un lord del mar
Como preludio a la paz que habría de llegar el 2 de septiembre de 1945, el duque le envía esa misma primavera una fotografía en la que aparece, al igual que un lord del mar, con barba dorada e impecable uniforme. Como dedicatoria: “Para Isabel, Felipe”.
A la espera de que se anuncie el fin de la Guerra, mientras su héroe lucha contra el enemigo desde el “HMS Valiant” de la Royal Navy; la Princesa Heredera lo hace desde tierra firme como mecánica de los coches de las tropas.
Finalizado el conflicto, Felipe se presenta en palacio. Isabel ya tiene 19 años y pasean cogidos de la mano por Windsor Park. El oficial de la Marina, que ha sobrevivido a la ofensiva como un héroe de la Nación, comparte con ella la experiencia de los difíciles días de la contienda. Para no ser menos, la Princesa le cuenta que recorrió disfrazada la ciudad en un autobús; y que celebró la rendición de Alemania escapándose de Buckingham para poder bailar la conga y gritar a las puertas de palacio junto a miles de ciudadanos ‘Queremos al Rey’… Hasta que sus padres se asomaron al balcón.
Llegó a Balmoral con su maleta raída
El romance pasa inadvertido durante los primeros meses. La muerte de millones de personas y las cartillas de racionamiento no dejan espacio para los cuentos de hadas. De hecho, no fue hasta un año después de la Guerra, en el verano de 1946, cuando Inglaterra descubre a Felipe llegando a Balmoral con su maleta raída. Dentro, un traje de etiqueta que le había prestado su tío, lord Mountbatten ; unos pantalones de franela –que usaría para cazar sin perder su compostura entre los reales ‘bombachos’- y un único par de zapatos muy gastados. Un equipaje perfecto para el inquilino de la habitación que los Reyes le destinaron, quizá como ‘castigo’, en la planta baja de palacio: ruidosa, sin agua caliente, y envuelta en un papel raído, legado de la reina Victoria.
“Le dije que sí junto a un lago que me encantaba”
Acostumbrado a no tener casa, el bizarro y apuesto marinero pasa por alto los detalles y pide a Lilibet que se case con él . Sin pensárselo, “le dije que sí junto a un lago que me encantaba, con las nubes blancas flotando y un zarapito cantando fuera de la vista“.
El Rey accede a la boda con dos condiciones: que la Princesa se sometiera a un periodo de reflexión acompañándolos en su gira por el sur de África, y que no hubiese anuncio oficial hasta después de su 21º cumpleaños. A bordo del tren real en el que recorrería durante doce semanas 16.000 kilómetros, los Reyes y sus hijas leen en la prensa las primeras noticias sobre el noviazgo.
En 1947, Buckingham confirma el compromiso. A pesar de las diferencias, el Rey Jorge VI ofrece a su madre, la Reina Mary, su veredicto: “Me cae bien Felipe. Es inteligente, tiene un buen sentido del humor y piensa de manera correcta”. Ahora sólo faltaba convencerle de que renunciara a toda una vida y se trasladara a palacio mientras se ultimaban detalles como los de su pensión anual - 14.400 euros al año-; pasaporte británico –ya había adoptado el apellido de su madre, Mounbatten-, títulos, y responsabilidades como consorte de una futura Reina.
La novia del imperio
Por gracia del Rey Felipe se convierte en príncipe de Edimburgo, conde de Marioneta y barón de Greenwich… Y, como tal, vistiendo el uniforme naval de gran gala espera en el interior de la abadía de Westminster a su futura esposa. A esa novia del imperio que avanza hacia él del brazo de su padre con sus damas –en primer lugar, la princesa Margarita, a la que Isabel impuso el nombre de Bud (capullo) “porque es tan pequeñita que parece un capullo”- y sus pajes: Michael de Kent y Guillermo de Gloucester.
Arrodillados en el quinto escalón ante el altar, la Princesa contesta al requerimiento de Fisher, arzobispo de Canterbury, con un tímido “I Wild” (lo deseo) jurando obediencia a su marido. Un “voto” que como primer súbdito del reino también cumplió el novio.
El vestido de la primavera de Botticelli
Para su boda, Elizabeth lleva un vestido de seda en color marfil para el que el diseñador Norman Hartnell se inspiró en la Primavera de Botticelli con 10.000 aljófares y cristales. La cola de cuatro metros de largo en tul fue tejida por las hijas de los mineros de Escocia hilo por hilo. La seda del velo fue enviada por el Gobierno egipcio. Los zapatos (de puntera abierta), en satén duchesse como el traje, llevaban hebillas de plata y se adornaban con semillas de perlas. Finalmente, el modisto, que fue sometido a todo tipo de espionajes desde que recibió el encargo, había conseguido salvar el secreto del diseño con la ayuda de la Guardia real que se había instalado en todos los pasillos que conducían a los talleres de Costura donde se trabajaba.
Coronando su atuendo, la futura reina lleva la diadema ‘Fringe’ de la Reina Mary. Una tiara compuesta por 60 barras verticales de diamantes formando un perfecto sol, que fue creada en 1830.
Isabel tenía 21 años y el príncipe 26 y habían conquistado al mundo.
Saludan al mundo desde la carroza de cristal de la reina Victoria
Desde Londres hasta el último rincón de las islas, millones de ciudadanos –la ceremonia hizo historia al ser la primera en ser retransmitida en directo- se vuelcan con la boda de Lilibet que regresa ya a Buckingham junto a su esposo y contesta a sus saludos –pañuelo en alto- con una inmensa sonrisa tras las ventanas de la carroza de cristal que perteneció a la reina Victoria . Les siguen en la real comitiva, sus padres, la Soberana de Dinamarca, los reyes de Rumanía, los príncipes de Holanda, la Reina Victoria Eugenia…
Tras salir al balcón de palacio y disfrutar del almuerzo nupcial con sus invitados, los recién casados parten hacia Broadlands, la residencia del conde Mountbatten, donde disfrutarían de su luna de miel . El duque conduce su MG por la campiña de Gloucestershire a gran velocidad. Isabel vive apasionadamente el momento llevando a “Susan”, su mascota preferida, en el regazo.
Dejando atrás una ciudad asolada por la II Guerra Mundial, la Princesa más poderosa de la tierra comienza a escribir junto a un príncipe pobre y sin corona uno de los capítulos más extensos y singulares que puedan encontrarse en la historia de Monarquías.
La roca de la Familia Real
Él fue la roca sobre la que se construyó la Familia Real… Y, también el gran apoyo de Isabel II a lo largo de 73 años. Los que han pasado desde el día en el que se convirtieron en marido y mujer. Lo dijo la propia Reina cuando celebraban las bodas de plata : “Si me preguntan qué pienso de la vida familiar después de 25 años de matrimonio, puedo responder con sencillez y convicción, estoy a favor”. Y, de nuevo, medio siglo después, cuando en sus bodas de oro se refirió a su marido diciendo que ”él es simplemente mi fuerza y mi apoyo”… Y, todavía faltaba celebrar las bodas de diamante -60 años -; las de Platino -65-; y las de titanio, -70- y tres años más. El último, encerrados por la pandemia en el castillo de Windsor y todavía cogidos de la mano cenando juntos mientras veían la televisión.
No quería cumplir cien años
Un matrimonio irrepetible. Su Majestad soportando el peso de la corona y el príncipe Felipe, el único hombre en el mundo que tuvo el privilegio de tratarla como a otro ser humano, haciéndola reír y asegurándose de que su reinado fuera un éxito.
La Reina, de 96 años, fue el timón de los Windsor hasta el final.