Era una madre de los pies a la cabeza, y los nacimientos del príncipe Guillermo, el 21 de junio de 1982, y del príncipe Harry, el 15 de septiembre de 1984, le proporcionaron satisfacción y determinaron su principal propósito en la vida. “Vivo para mis hijos”, dijo una vez. “Estaría perdida sin ellos”.
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Muy consciente de que la suya no era una familia común y corriente, se esforzó por brindarles a sus hijos una infancia lo más normal posible, antes de que estos entraran de lleno en el férreo mundo del deber y el protocolo.
En lugar de dejar a Guillermo con sus niñeras en casa, como era habitual, cuando en 1983 viajaron a Australia y Nueva Zelanda , para una gira de seis semanas, Carlos y Diana se llevaron a su bebé de nueve meses con ellos.
Mientras que a las generaciones anteriores de niños de la realeza se los educaba en palacio, Diana inscribió a Guillermo y Harry en escuelas locales y los alentó a compartir juegos con sus compañeros de clase.
El tiempo libre que compartía con sus hijos estaba lleno de diversión. Se la podía ver exultante con ellos en un día de parque de atracciones.
“Ella era divertida de principio a fin”, dice Harry. “Uno de sus lemas favoritos para mí era: “Puedes ser tan travieso como quieras, pero que no te pillen”. Ella nos veía jugar al fútbol y, ya sabes, también esconder dulces en nuestros calcetines”.
El exguardaespaldas de Diana, Ken Wharfe, recuerda: “Guillermo y Harry tuvieron una infancia extraordinaria y eran completamente ajenos a la infelicidad de sus padres, pero Diana también quería reducir sus privilegios excesivos. Cuando llegaban regalos en camiones al Palacio de Kensington, se devolvían todos. Diana no quería malcriar a sus hijos”.
Sabía que el mejor regalo que podía entregar a sus hijos era amor y, por supuesto, se aseguró de que Harry se sintiera tan valorado como Guillermo, a pesar de ser el ‘suplente’ del heredero.
“Ella era la mejor madre del mundo. Nos asfixiaba con su amor”, dijo Harry. “Simplemente te envolvía y te apretaba lo más fuerte posible y no había escapatoria; estarías allí todo el tiempo que ella quisiera abrazarte. Incluso ahora puedo sentir los abrazos que solía darnos”.
“Extraño ese sentimiento”, agregó. “Echo de menos tener a nuestra madre para recibir esos abrazos y esa compasión suya que todos necesitamos. A puerta cerrada, era una madre muy cariñosa y una persona increíblemente divertida. Creo que vivió gran parte de su vida en privado, a través de nosotros, y creo que esa faceta de diversión infantil solo salía a relucir cuando pasaba tiempo con nosotros”.
La fotógrafa Gemma Levine recuerda a Diana junto a sus hijos
Corría 1994 y yo estaba terminando un libro de fotos, Gente de los 90, para recaudar dinero a favor del Fondo de Cáncer Infantil Malcolm Sargent, del cual Diana era patrocinadora. Ella escribió el prólogo y yo tomé su foto para la portada. Entró en mi estudio hermosa, cálida y amigable, y me dijo: “Hola, Gemma, es un placer conocerte”. Trajo mucha ropa para la sesión. Para mi total sorpresa, se cambiaba frente a mí y se probaba diferentes looks. A los 33 años, estaba en su mejor momento. Su belleza natural brillaba y el único maquillaje que se aplicó fue un poco de lápiz de labios. Quería simplicidad en esa imagen, para enfocarnos en su rostro, así que le pedí a Diana que posara sin collar ni pendientes.
Entablamos una buena relación, hablamos y nos reímos durante esas dos horas como si fuéramos mejores amigas.
Ella y yo teníamos algo en común: las dos éramos madres orgullosas de dos niños, aunque los míos eran mucho mayores. Adoraba a Guillermo y a Harry y me contó que les encantaba el fútbol, jugar al aire libre y ver a sus amigos. Me relató cómo iba a recogerlos a la escuela, porque ansiaba verlos. Cuando le mostré los bolígrafos que había hecho con sus nombres grabados, se emocionó.
Fotografié a Diana en varias ocasiones. Una vez me invitaron a almorzar al Palacio de Kensington. Me arreglé muy formal, pero cuando Diana abrió la puerta vestía un suéter de cachemira rosa con vaqueros, mocasines y sin maquillaje.
“Ven, Gemma, estamos almorzando en el comedor”, me dijo, llevándome hasta aquella enorme mesa donde comimos lubina con un delicioso vino blanco.
Una noche regresé tarde a casa y escuché que sonaba mi teléfono: “¿Quién es?”, pregunté. “Es Diana”, fue la respuesta. No esperaba escuchar la voz de la princesa, así que pregunté: “¿Diana quién?”. Hubo carcajadas. Sí, era tarde, pero creo que su vida era así. Tenía días muy ocupados, pero probablemente se sentía sola por la noche y quería escuchar una voz amiga.
La nuestra fue una breve pero maravillosa amistad . Estaba conduciendo cuando me enteré de que había muerto. Abrumada por la emoción, detuve mi coche en un estacionamiento y lloré.