La reina Isabel II vive el duelo sola, separada de su familia. ¿Cómo seguir sin su príncipe después de 73 años de matrimonio? O, ¿cómo querer celebrar 95 años -21 de abril- cuatro días después de enterrar a su marido? Ya nada será igual. La muerte del duque de Edimburgo ha señalado el fin de una era y el inicio del ocaso de su reinado, aunque, de momento, nada detendrá a Su Majestad. Llorará a solas detrás de los muros milenarios, pero seguirá siendo el timón de los Windsor y no quebrantará su juramento a Dios como soberana ungida.
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En unos meses, pondrá el broche final al que ya es el reinado más largo de la historia de Reino Unido, convirtiéndose en la primera Soberana inglesa en celebrar su jubileo de platino. Setenta años. Es la monarca más anciana del mundo, pero la veremos renacer bajo la corona del Estado Imperial y su manto, el 11 de mayo, cuando presida la solemne inauguración del Parlamento en Londres. Su mejor prueba de amor y del sentido del deber.
Las pinceladas de sus nuevos días
Isabel II reside en los apartamentos privados de Windsor, el castillo en el que vivirá ya permanentemente enlazando recuerdos. La fortaleza es el corazón de la monarquía y su hogar, pero también el lugar en el que están enterrados sus padres, su única y querida hermana, la princesa Margarita, y ahora su marido. Son miles de momentos los que atesora esta residencia, incluidos esos últimos días junto a su marido, cuando se cogían de la mano para ver la televisión; o salían al jardín a dar un paseo. Para su día a día y, aún al frente de la corona y la agenda, éste es el lugar elegido para lo que resta de camino.
La reina ocupa una gran parte de sus días contestando personalmente los mensajes de pésame enviados por jefes de estado y líderes de todo el mundo. Para ello usa tarjetas fúnebres en las que, ahora, aparece su escudo en color negro. Notas de agradecimiento a las que, señalando su 95º cumpleaños (21 de abril), sumó también otro comunicado para dar las gracias por todas las muestras de cariño recibidas y los buenos deseos, “que aprecio mucho”. “Aunque como familia estamos en un período de gran tristeza, ha sido un consuelo para todos nosotros ver y escuchar los homenajes rendidos a mi marido, desde el Reino Unido, la Commonwealth y en todo el mundo. Estamos profundamente conmovidos y seguimos recordando que Felipe tuvo un impacto extraordinario en innumerables personas a lo largo de su vida”.
A la espera de esa cumbre de familia
La Monarca recibe llamadas de sus seres queridos todos los días, cuenta con el apoyo cercano del príncipe Andrés y los condes de Wessex, que viven cerca del castillo y la van a ver con frecuencia, aunque desde el día del funeral no ha podido reunirse con los duques de Cambridge, que han recuperado su agenda visitando un escuadrón de cadetes de la RAF, del que el príncipe Felipe fue comandante honorario… Ni tampoco con su heredero. El príncipe Carlos, devastado por la muerte de su padre, tomó la decisión de aislarse solo -su mujer, la duquesa de Cornualles se habría quedado en Londres- en su granja orgánica de Llwynywermod, cerca de Cardiff, Gales. Una casa muy sencilla y de retiro, donde empezará a preparar también esa cumbre de familia en la que se tomarán decisiones sobre el futuro de la monarquía.
La burbuja del consuelo
Muchos de sus amigos y gran parte de su personal ha fallecido. El último, su gran confidente, Sir Michael Oswald. El mismo día que enterró a su marido supo que el que fuera su asesor de carreras, había muerto a los 86 años, tras una larga enfermedad.
Pero la reina cuenta con su clan de compañeras damas -la sirven por lealtad, no cobran- y de empleados fieles con los que compartir media vida de recuerdos, a puerta cerrada. Alrededor de veintidós personas. Entre ellos, Lady Susan Hussey, conocida cariñosamente como la “directora número uno”. Ella fue la dama de honor que la acompañó hasta la capilla y también, una de las pocas personas que han sido testigo de sus lágrimas. También el paje de las escaleras traseras, Paul Whybrew, que protagonizó junto a la Soberana el cameo de James Bond en los Juegos Olímpicos de 2012. Sin olvidar a su querida Ángela Kelly, su modista, pero también una de las personas más cercanas; a su secretario privado, Sir Edward Young, o al nuevo Chamberlain, Lord Parker, ex director general del MI5.
Fergus y Muick, sus nuevos compañeros
La monarca también parece encontrar consuelo en sus mascotas, que le habría regalado, en marzo, el príncipe Andrés, para que no estuviera tan sola durante el ingreso hospitalario del duque.
En tiempos difíciles, los perros “salvan” a la Reina. Según diferentes informaciones de medios ingleses, Isabel II no ha dejado de pasear con ellos ni un solo día, desde la muerte de su marido. Y, como prueba la imagen que publicamos esta semana en nuestra edición en papel. La soberana al volante y con sus mascotas detrás, un día después del funeral del duque de Edimburgo.
Desde que aprendió a llevar un coche en Windsor en 1945, nunca ha dejado de conducir sus todoterrenos -Range Rover, Land Rover, (algunos llevan la figura de un corgi en el capó) - campo a través, aunque en esta ocasión eligió su Jaguar para tener ese momento de reflexión en los jardines de Frogmore House, en Windsor’s Home Park. Muy cerca de la que fue residencia de los duques de Sussex. Ese “escondite secreto” que nos mostró por última vez antes de la muerte del príncipe Felipe cuando descubrió la primavera junto a su hijo, el príncipe Carlos. Ella misma lo describió en 2017 como un “lugar especial” que tiene en el corazón desde que era una niña. “No soy experta en jardinería, pero las plantas, los árboles y las flores han sido una fuente de placer a lo largo de mi vida”, diría.
La imagen más entrañable y lo que esconde el nombre de su perro Muick
Nos la imaginamos con su inseparable pañuelo de flores y sus botas de goma paseando con su dorgi, Fergus -así se llamaba su tío materno, un héroe de guerra; y su corgi, Muick, que lleva el nombre de su lago favorito, en Balmoral. El castillo, donde el príncipe Felipe le pidió matrimonio en secreto, en el verano de 1946. “Le dije que sí junto a un lago que me encantaba, con las nubes blancas flotando y un zarapito cantando fuera de la vista”, rememoraba entonces la princesa Isabel.
No solo eso, el nombre cobró todavía mucho más significado cuando descubrimos estos días la imagen más entrañable de la reina y su marido fotografiados por la condesa de Wessex en la cima de Coyles of Muick, Escocia. Entre mantas de cuadros, en actitud intima, relajada, como en pocas ocasiones se los pudo ver.
Sin pasar por alto que Loch Muick también alberga el pabellón Glas-allt-Shiel, construido por la reina Victoria después de la muerte del príncipe Alberto para ser una ‘casa de viudas’. En este sentido, falta por ver sí, como su tatarabuela, que vistió de luto cuarenta años, incorpora el negro para sus actos públicos. Su Majestad nos lo dirá cuando retome los compromisos con esa fuerza inquebrantable.