Aunque ayer le vimos en el funeral de su querido cuñado, el rey Constanino de Grecia, la realidad el Rey Juan Carlos continúa siendo la misma. Alejado de sus seres queridos y lugares y sin amargura ni rencor en sus palabras, sigue encajando los golpes con filosofía, como cuenta su biógrafa Laurence Debray en el ensayo Mi Rey caído. Ahora le preocupa, sobre todo, no estorbar. “Por eso se fue. Era una manera de desaparecer en las arenas del desierto”.
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Don Juan Carlos solía decir que “nunca pienso en la muerte. No se puede vivir teniendo miedo de la muerte”, pero, en los últimos años, están más presentes las referencias al destino final. Ante el temor a lo irremediable, todo pesa.
La pérdida de personas queridas, las veinte operaciones quirúrgicas, la incertidumbre a miles de kilómetros, la ausencia de abrazos de su familia… Como confesó a su amigo José Luis de Villalonga hace muchos años —aunque, en su caso, las palabras autoexiliado definiría mejor su situación—, “morir en el exilio debe de ser lo peor que le puede suceder a un hombre… A veces me estremezco pensando en lo que mi padre debió de sufrir”.
Hablaba entonces del conde de Barcelona: “Mi exilio no tenía nada en común con el de mi padre. Yo había nacido exiliado. Nunca había conocido mi país. No podía añorar lo que añoran siempre los, exiliados, esas cosas que no se escriben con mayúsculas. Pequeñas cosas tan importantes como la vida misma: colores, olores, voces familiares, cosas que se comen y se beben en el propio país y en ninguna otra parte. Mi padre había nacido en España. Había pasado aquí su infancia y una parte de su juventud. Sabía muy bien lo que había perdido. Su añoranza era real. Yo no tenía añoranza. Solamente esperanza”.
Sin embargo, ahora él ha debido de sentir lo mismo. Una añoranza que “era real”. Juan Carlos I se ha hecho a la soledad. “Para ser sincero, siempre me he sentido bastante solo”. Como su padre, “que llegó a límites de soledad insospechados. Aprendí mucho de su sufrimiento. Gracias a él, de algún modo me inmunicé contra el miedo a derrumbarme ante la idea de lo que un día u otro se me vendría encima. Y comprendí muy pronto que el silencio es un valor seguro…”.