Se adivinaba complicada la victoria en octavos de final ante Rusia, anfitriona del Mundial, y por eso Felipe VI no dejaría sola a España cuando más lo necesitaba. Llegó a Moscú equipado de plena confianza en los suyos (en los nuestros) y latió al pulso de La Roja desde el minuto 0 al 120, desde la potencial victoria a la derrota final en la tanda de penaltis, durante su presencia en el palco del Estadio Luzhniki, junto a Luis Rubiales, Presidente de la Real Federación Española de Fútbol, y Gianni Infantino, Presidente de la FIFA, entre otras autoridades.
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El Rey celebró el primer gol de la Selección como cada español aficionado; animó a los de Hierro con cada jugada de peligro; dio aliento a cada pase de los 1.114 con los que nuestros once dejaban patente su dominio en la posesión del balón, y sufrió, en solitario (la reina Letizia no le acompañaba en el palco en esta ocasión), como cada hincha de La Roja ante la agonía de un partido en el que no se había dado con la cura y no se había dejado resuelto el tanto del triunfo. No pudo ser: España quedó eliminada del Mundial, tras una prórroga estéril, en la ruleta rusa de los penaltis al caer por 4-3.
Su Majestad, que hasta el momento de pitar el final del encuentro había sido el mejor aficionado, se convirtió a partir de entonces en el mejor bálsamo para el equipo y para su entrenador cuando bajó al vestuario. Dio un abrazo confortante a Fernando Hierro, que se desarmaba tras el golpe, eso sí dando la cara por su batallón, y dio una palabra de consuelo a cada uno de los deportistas -Sergio Ramos, Andrés Iniesta, Sergio Busquets…-, los caídos de Rusia, que esta vez no levantaban cabeza. Gachos y cabizbajos, recibían la siempre bienvenida visita real con las caras más tristes. El Rey volvía a estar para España cuando más lo necesitaba.