Pese a su prematura muerte, rodeada de misterio, y al hecho de que no tuviera descendencia con su esposo, la figura de María Antonia de Nápoles (1784-1806), primera de las cuatro mujeres del rey Fernando VII de España (1784-1833), resulta más importante de lo que a primera vista podría parecer. Mujer poseedora de una notable educación y con una gran afición por la cultura -fue una gran aficionada a la literatura- María Antonia de Nápoles supo defender los intereses de su marido, algo que nunca le fue suficientemente reconocido por el futuro Rey, y al mismo tiempo hacer frente a un entorno hostil en la Corte española, personificado en su suegra, María Luisa de Parma (1751-1819), que siempre la detestó. Esta semana pues repasamos la biografía de la princesa María Antonia.
Nace María Antonia Teresa Amelia Juana Batista Francisca Gaetana María Ana Lucía de Nápoles el 14 de diciembre de 1784 en el espectacular Palacio Real de Caserta, siendo hija del rey napolitano e infante de España Fernando IV (1751-1825), vástago del rey Carlos III (1716-1788) y de la esposa de éste, María Carolina de Austria, a su vez descendiente de la emperatriz María Teresa (1717-1780). El nombre de pila de la joven era de hecho un homenaje a su tía y madrina, la malograda María Antonieta de Austria (1755-1793), quien en aquellos momentos ostentaba el título de Reina consorte de Francia, sin sospechar que menos de una década después sería ejecutada en la guillotina por los revolucionarios franceses.
La infancia de María Antonia transcurrió de forma feliz, rodeada de su gran familia – ocupaba el duodécimo puesto entre un total de dieciocho hermanos – y centrada en una educación exquisita y en el desarrollo del intelecto – María Antonia era una lectora voraz y antes de llegar a la edad adulta ya dominaba a la perfección no pocos idiomas -. Asimismo, se convertiría en una joven enormemente atractiva, destacando especialmente sus ojos, de un intenso azul, y su tez clara y delicada.
El final de la tranquilidad para María Antonia y los suyos llegaría con el estallido de la Revolución Francesa – la ejecución de la reina María Antonieta fue un varapalo gigantesco para su madre, la emperatriz María Carolina y, por extensión, para María Antonia – y sobre todo a partir de 1798 cuando los ejércitos franceses invadieron Nápoles, convirtiendo este Reino en la llamada República Partenopea. La Familia Real huiría a Palermo, desde donde podrían en marcha una contraofensiva que daría sus frutos un año más tarde, cuando los republicanos serían derrotados y la corona repuesta.
Mientras esto sucedía, desde España se creyó que, con la Familia Real napolitana en un momento de debilidad, era un momento ideal para terminar con la influencia de Austria en el trono italiano y, de ese modo, hacer prevalecer los intereses hispanos en el enclave transalpino. Así Carlos IV y especialmente la siempre astuta María Luisa de Parma propusieron un doble matrimonio entre las dos Casas Reales. Por un lado, el de María Isabel de Borbón (1789-1848) con Francisco, hijo mayor de los Soberanos napolitanos, y que recientemente había enviudado de su primera esposa, María Clementina de Austria (1777-1801), y el del Príncipe de Asturias Fernando con María Antonia de Nápoles. El acuerdo, auspiciado por Francia, que buscaba menoscabar el influjo austriaco en tierras italianas, fue recibido con frialdad por María Carolina de Austria que no parecía favorable a que su hija se convirtiera en Reina de España y, accesoriamente, fortaleciendo a Francia en el teatro europeo.
La doble boda de las Casas Reales de España y Nápoles se celebraría en octubre de 1802. Es conocido que, al conocerse ambas parejas, la desilusión fue generalizada. Por un lado, Francisco encontró a Isabel poco atractiva, de exigua estatura y con sobrepeso. Por otro, María Antonia apenas pudo contener las lágrimas al ver al marido que le había sido adjudicado, hasta el punto de que algunas fuentes señalan que la joven italiana llegó a sufrir un vahído de la impresión. Tampoco ayudó a la Princesa el cambio de residencia. Madrid le resultaba a María Antonia un lugar demasiado frío en invierno y demasiado caluroso en verano. Igualmente, la gastronomía española le desagradaba una vez que era, en su opinión, demasiado contundente e indigesta.
María Antonia era incapaz de compartir momentos íntimos con su marido, que siempre le resultaría físicamente abyecto, pero la relación entre los Príncipes de Asturias comenzaría a mejorar después de compartir alcoba. Quizás llevada por ambiciones políticas, María Antonia comenzó a tener una relación más intensa con el príncipe Fernando, convirtiéndose poco a poco en su sostén más fiel dentro de la Corte madrileña. En cualquiera de los casos el matrimonio formado por los Príncipes de Asturias no lograría procrear, lo que de hecho sería el talón de Aquiles de la napolitana, quien, no obstante, sufriría dos abortos, respectivamente en 1803 y 1804.
El cambio de actitud de la joven Princesa en relación a su marido no tardó en despertar la suspicacia de no pocos cortesanos, y especialmente de la madre del Príncipe, María Luisa de Parma, quien comenzó a sospechar de aviesas intenciones en el comportamiento de su nuera. A partir de ese momento, la Reina empezó a hacer la vida imposible a la Princesa de Asturias, prohibiéndola prácticamente todo, incluso moverse con libertad en Palacio o elegir su vestuario. El punto de mayor fricción se produciría cuando a los oídos de la de Parma llegarían los rumores de una supuesta conspiración de los Príncipes de Asturias para derrocar a su marido y a ella misma. El plan, hoy en día considerado como improbable, consistiría en que María Antonia envenenaría a la Reina y al Primer Ministro, Manuel Godoy (1767-1851), por encargo de su madre, María Carolina de Austria, enemiga acérrima de Francia y de sus aliados en las Península Ibérica.
María Antonia pues se convertiría, sin apenas pruebas fehacientes en su contra, en una suerte de prisionera en Palacio, aislada de sus escasas amistades y siempre controlada. El único apoyo sería el de su marido, el príncipe Fernando, que siempre tomaría partido por su esposa y en contra de su posesiva madre.
Nunca sabremos cuál habría sido el rumbo de la Historia de España, de haber vivido María Antonia más años. Y es que el 21 de mayo de 1806, con apenas veintiún años de edad, la Princesa de Asturias moría de una tuberculosis fulminante en el Palacio de Aranjuez. Mucho se ha hablado de un posible envenenamiento, promovido, claro, por María Luisa de Parma y sus adláteres, pero hasta la actualidad no hay ninguna prueba que demuestre este extremo. Para María Carolina de Austria no había sin embargo ningún lugar para la duda, y siempre mantendría, en público y en privado, que su hija se había convertido en un elemento incómodo en la Corte española que debía ser eliminado a toda costa.
Diez años después del deceso de María Antonia, cuyos restos mortales descansan en el Panteón de Infantes del Monasterio de El Escorial, casaría en segundas nupcias con su sobrina María Isabel de Braganza (1797-1818), quien moriría dos años después sin haberle dado tampoco descendencia - moriría durante un parto -. En 1819 Fernando VII volvería a llevar a una mujer al altar, en este caso María Josefa Amalia de Sajonia (1803-1829) con la que no tendría tampoco hijos. Solo su octava esposa le reportaría su ansiada heredera, en la figura de la futura Isabel II de España (1830-1904).