Carlota de México (1840-1927), emperatriz del país azteca en el fugaz periodo comprendido entre octubre de 1863 y el 15 de mayo de 1867, es uno de los personajes más controvertidos de la historia mejicana. Esposa de Maximiliano I de México (1832-1867) hasta la trágica muerte de éste delante de un pelotón de fusilamiento, frustrada por su anhelada y nunca alcanzada maternidad y víctima de graves trastornos mentales, la atrayente y dramática vida de Carlota de México ha sido objeto de no pocas películas y novelas. En estas líneas repasamos su biografía.
Nace la princesa María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina el 7 de junio de 1840 en el Castillo de Laeken de Bruselas, siendo la tercera hija –la precedieron Leopoldo, Duque de Brabante y Felipe, Conde de Flandes- del rey Leopoldo I de Bélgica (1790-1865) y de la segunda esposa de éste, Luisa María de Orleans (1812-1850), hija de Luis Felipe I de Francia (1773-1850) y María Amelia de Borbón-Dos Sicilias (1782-1866). La princesa Carlota pasó una infancia de ensueño, especialmente por el hecho de ser la niña de los ojos de su padre. Quizás por ello y a diferencia de otras princesas de la época, Carlota disfrutó de una educación similar a la de sus hermanos varones, recibiendo clases de política, filosofía, literatura, etc.
Desafortunadamente esta idílica estampa se truncó el 11 de octubre de 1850, cuando la madre de la Princesa fallece a causa de un gravísimo accidente de tren. La pequeña Carlota cae en un estado de tristeza mayúscula. La Princesa madura a marchas forzadas. Es en esta época cuando la Princesa desarrolla su estricto sentido del deber y la responsabilidad, un rasgo de su carácter que le acompañara durante toda su vida.
Con apenas dieciséis años la hija pequeña del rey belga se convierte el objeto de deseo de no pocos príncipes europeos. No solo el hecho de ser hija de un monarca acaudalado, sino también su gran belleza llamó la atención de cabezas coronadas como Pedro V de Portugal (1837-1861) o Jorge de Sajonia (1832-1904). Sin embargo, sería el archiduque de Austria, Fernando Maximiliano, el hermano pequeño del emperador Francisco José (1830-1916) el que robara el corazón de la Princesa durante una gira por Europa que le llevó al palacio bruselense. La joven, perdidamente enamorada, le comunicó a su padre que estaba convencida de haber encontrado a su príncipe azul. El Rey belga, afanoso de la felicidad de su hija, aceptó la relación. La boda se celebraría en Bruselas el 27 de julio de 1857. El ya matrimonio se traslada a Milán donde se convierten, gracias a la orden del emperador austriaco, en virreyes de Lombardía-Venecia.
El periplo de Emiliano y Carlota en tierras italianas no es un camino de rosas. Graves tensiones políticas terminan con la defenestración de los Virreyes en 1858. Tras la participación del Archiduque en la Batalla de Solferino, por la que Austria tuvo que ceder Lombardía, la pareja se instala en Trieste. Aquí –concretamente en el espectacular Castillo de Miramar- pasarán una época tranquila y de escasa actividad pública, pero en donde la preocupación por la falta de descendencia –se rumoreaba que el Archiduque era estéril- comenzó a aflorar. Finalmente, en octubre de 1861, los Archiduques reciben la noticia de que se había pensado en ellos para ocupar un trono: el de México. Emiliano y Carlota aceptaron el reto de gobernar un país entusiasmados. “Fundar una dinastía y ocuparse del bienestar del pueblo son grandes tareas” afirmó por aquel entonces en una carta la Archiduquesa. El 28 de mayo de 1864 los Emperadores de México –la jura del cargo se había producido en Miramar el 10 de abril con la representación de varias autoridades aztecas- arribaban en el puerto de Veracruz.
Los Emperadores llegaron a la capital mejicana el 12 de junio, siendo recibidos con auténtico júbilo por el pueblo capitalino. Los nuevos Jefes de Estado eligieron el Castillo de Chapultepec como residencia oficial. Tanto Maximiliano, que comenzó a levantarse a las cuatro de la mañana para despachar los muchos asuntos que eran propios de su nueva posición, como Carlota, que se entregó a las obras de beneficencia y a dominar el español hasta no poseer el menor atisbo de acento francés, se mostraron casi eufóricos con la tarea de regir México. Carlota escribió a su familia que en definitiva tanto ella misma como su marido eran felices en tierras aztecas.
Sin embargo la aceptación de los Emperadores por parte de sus súbditos no fue en ningún caso unánime o permanente. La constante represión del ejército así como el excesivo carácter liberal de Maximiliano, que le puso en contra tanto a conservadores como al clero, condujeron a una situación insostenible, alimentada, además, por una desastrosa gestión de las arcas públicas que degeneró en la bancarrota.
Si por un lado el Emperador tenía que hacer frente a endiablados problemas políticos, la emperatriz Carlota no cejó en el empeño de aportar bienestar y progreso a su pueblo. Así la Emperatriz fue la responsable de la fundación de innumerables escuelas y de la aprobación de una ley que universalizaba la educación en México. Asimismo se preocupó por las infraestructuras mejicanas, construyendo la línea ferroviaria entre la capital y Veracruz. Poco a poco la Emperatriz se enamoraba de su país de acogida y de sus gentes. En noviembre de 1865 la Soberana viaja a Yucatán y cae rendida ante la belleza de sus parajes y la hospitalidad de sus gentes. Los yucatecos la aclaman. Carlota se siente mejicana.
Pero la felicidad de Carlota termina pronto. Su padre, el rey Leopoldo, fallece en Bruselas. La Emperatriz queda desolada. Para más inri, la situación en México se complica cuando el ejército francés decide abandonar tierras aztecas y dejar a su suerte a los Emperadores, cada vez más presionados por los opositores a la monarquía. Maximiliano se plantea abdicar pero Carlota le convence para mantenerse en el trono. “Abdicar es sólo aceptable en ancianos o en imbéciles, no es la manera de obrar de un príncipe de treinta y cuatro años”, le espeta al Emperador. Lejos de dejar toda la responsabilidad de la situación en su marido, Carlota viaja a Europa para buscar apoyos entre los gobiernos del Viejo Continente. Sin embargo, la presión comienza a hacer mella en la Emperatriz, que a ojos de varios testigos parece trastornada y en extremo nerviosa.
La Emperatriz llega a París en agosto de 1866 donde es recibida por Napoleón III. La reunión de una hostilidad extrema termina con la negativa del francés a apoyar a los Emperadores y con Carlota histérica, convencida de que Eugenia de Montijo (1826-1920), esposa de Napoleón III, ha pretendido envenenarla con un zumo de naranja. Desasosegada se dirige a Roma para tener una audiencia con el papa Pio IX con la esperanza de que éste apoye la continuidad del imperio mejicano. El Santo Padre le niega el auxilio y Carlota pierde la razón. Pocos días después reaparece en la Santa Sede a voz en grito afirmando ser perseguida por asesinos a sueldo de Napoleón III. La leyenda afirma que la Emperatriz duerme en la biblioteca del Vaticano, completamente enajenada y negándose a comer, temerosa de ser víctima de alguna ponzoña. “Sus pupilas dilatadas brillaban con un fuego extraordinario, y cuando sus miradas no se detenían fijamente en un punto determinado, erraban inciertas y ansiosas como si buscaran personas ausentes o lugares lejanos”, afirmó un testigo en aquellos críticos momentos.
Finalmente la emperatriz es conducida al Castillo de Miramar por su hermano el Conde de Flandes quien había sido alarmado sobre el estado de la Emperatriz por el Papa. Su estado mental, sin embargo, no hizo más que empeorar. Durante este tiempo, en el que la Emperatriz vive recluida, se habla incluso de un supuesto embarazo, fruto de una relación extramatrimonial de Carlota con Alfred van der Smissen (1823-1895), comandante del ejército belga en tierras aztecas. Aún en la actualidad hay dudas sobre la veracidad de esta presunta gestación, que habría resultado en el nacimiento de un niño que llevaría el nombre de Maxime Weygand (1867-1965) y que tendría una heroica carrera militar.
El golpe de gracia para la Emperatriz fue la llegada de la noticia de la ejecución del emperador Maximiliano a manos de las tropas republicanas en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867. Pese a que se intentó ocultar la muerte del Emperador durante un tiempo, pareciera como si Carlota fuera consciente de su viudez. La Emperatriz –víctima según se especula hoy en día de una psicosis- fue llevada de regreso a Bélgica, primero a Laeken y después al Castillo de Tervuren. Finalmente, llegó el momento de recibir el féretro de su marido, un episodio, según cuentan las crónicas, de un dramatismo extremo. La locura de Carlota es ya total: manía persecutoria, megalomanía, agresividad, son solo algunos de los síntomas de la otrora Emperatriz de México. Carlota es trasladada al Castillo de Bouchot donde comienza a hablar sola en diferentes idiomas y pide que se le facilite un maniquí al que llama Maximiliano. Tras largos años de descenso a los infiernos de la enajenación, la emperatriz Carlota fallece en Bruselas el 17 de enero de 1929 a causa de una gripe mal curada. Fue enterrada en la cripta de Nuestra Señora de Laeken.