Aunque nacida en Cuba, llegó a convertirse en la figura femenina más emblemática de la España de los espadones. Conocida por sus buenas dotes en sociedad y su afición a inmiscuirse en los asuntos políticos, la duquesa de la Torre marcó una era en el mundo cultural y escénico de la última mitad del siglo XX. Casada con el conspicuo general Francisco Serrano y Domínguez, fueron una pareja ambiciosa, ávidos de fortuna, gloria y gusto exquisito. Su palacete de la calle Villanueva se convirtió en lugar de encuentro del "todo Madrid" en los días en los que moderados y progresistas pugnaban por el liderazgo del liberalismo y después de que una Revolución expulsase del trono a Isabel II.
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Se llamaba Antonia Domínguez Borrell y, aunque nacida en Cuba en 1831, pertenecía a una aristocrática familia española, de la que heredó el título de condesa de San Antonio. Era guapa, instruida, altiva y amante de las artes así que no necesitó mucho más para enamorar a su primo, el apuesto general Francisco Serrano, distinguido militar de la Primera Guerra Carlista y figura eminente del régimen de los espadones. No en vano, Serrano había conseguido encandilar en 1846 a la joven Isabel II que, locamente enamorada, se dirigía a él como "mi general bonito" haciéndole nombrar duque de la Torre.
Serrano y Antonia se casaron en 1850 y fue ella quien acompañó al general en sus nuevos destinos: embajador en Francia y como capitán general de Cuba, donde se dice, codiciosos, amasaron una enorme fortuna. De vuelta a la península, Antonia no quiso quedarse al margen de las opiniones políticas de su marido y tomaba parte en las decisiones que se fraguaban en aquellos banquetes revolucionarios en los que se gestó la Gloriosa. Pronto, el apodo de "la mariscala" y "la regenta" empezó a ser conocido en todo Madrid. Tal era su popularidad que el mismísimo Winterhalter, pintor de cabecera de la propia Eugenia de Montijo y de la reina Victoria de Inglaterra, no dudó en retratarla.
Con Isabel II en el exilio y Serrano convertido en Regente con tratamiento de Alteza, la duquesa de la Torre alcanzó las cotas más altas de renombre. Quiso ejercer como una especie de soberana y hasta instigó contra Prim, alentando, parece, aquel atentado que terminó con la vida del marqués de los Castillejos en la calle del Turco. Se negó a aceptar el tratamiento de "camarera mayor" de la reina Victoria del Pozzo, esposa de Amadeo I, por considerar que aquello le relegaba posición.
Pero Antonia era también una mujer cosmopolita y cultivada, amante de las artes y el mundo del teatro que convirtió su palacete y el teatro aledaño, conocido como "Teatro Ventura" -en homenaje al nombre de la menor de sus hijas- en lugar de encuentro de las élites más refinadas. Cuando su marido se erigió en una especia de dictador tras el fracaso de la Primera República, Antonia estaba en su cénit. Sus soirées se hicieron legendarias.
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Sin embargo, aquellas componendas que le valieron a Serrano el sobrenombre de "judas de Arjonilla", no sirvieron para mantenerlo en la cúspide de la política. Con el inicio de la Restauración, Cánovas se convertía en el nuevo hombre fuerte del reinado. Distanciados del brillo de la política, quedaron al margen de la vida social, relegados por la aristocracia leal a los Borbones.
Serrano falleció en noviembre de 1885 -el mismo día que Alfonso XII- y su viuda, aunque mantuvo abierto su palacete de la calle Villanueva, empezó a pasar largas temporadas en su casa de París, en plenos Campos Elíseos, y en Biarritz, lugar de encuentro del veraneo más cosmopolita. Aquí falleció en 1917, a los ochenta y cinco años, la duquesa-viuda de la Torre, el auténtico estandarte de aquella aristocracia liberal que había marcado los cánones de una Europa abierta a los cambios.