Viuda del príncipe más rico de Francia, se convirtió en un personaje odiados por las turbas revolucionarias. Su proximidad a la reina de Francia dio lugar a todo tipo de comentarios y mofas. Caritativa y culta, tuvo la oportunidad de permanecer en Reino Unido mientras París ardía en las violencias del Terror, pero no quiso abandonar a la Familia Real ni a su amiga María Antonieta. Recluida en la prisión de la Force, fue sometida a todo tipo de vejaciones hasta su brutal asesinato en las trágicas jornadas de septiembre de 1792.
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Aunque saboyana de nacimiento, su nombre estará siempre unido a Francia y los Borbones. Nacida en Turín en 1749 como María Teresa de Saboya-Carignano, alteza del Piamonte, su refinada categoría y belleza la hizo merecedora del interés de muchos príncipes europeos. Uno de los nietos, legitimado, de Luis XIV de Francia pensó en ella como buena candidata para la mano de su díscolo vástago, Luis Alejandro, príncipe de Lamballe, que, aunque libertino e irresponsable, se sabía heredero de una de las más fabulosas fortunas de Francia. La boda se celebró por poderes en 1767 y poco después ella llegó a París. Pero la unión nunca funcionó y él murió poco tiempo después a causa, parece, de una enfermedad venérea.
María Teresa, viuda, piadosa y muy rica, quedó al cuidado de su suegro, empeñado en disuadirla de ingresar en una orden religiosa. Puso todos sus esfuerzos en que la joven se introdujese en los círculos cortesanos de Versalles y así, en 1870, al poco de llegar María Antonieta a Francia como delfina, se convirtió en su "camarera" y "superintendente de palacio". Ambos nombramientos detonaban una especial predilección por la que se había convertido en la favorita de la austriaca, ascendida a reina desde 1774.
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Hicieron una amistad íntima, inseparables, algo que incluso despertó algún que otro obsceno comentario entre la realeza, aunque lo cierto es que su cercanía no fue nunca más allá. Pero madame Lamballe, aunque codiciosa, era una mujer cultivada y caritativa que congeniaba poco con los gustos frívolos de la soberana y las extravagancias del Petit Trianon. Así que Lamballe fue desplazada por la duquesa de Polignac, más dada a la desmesura y el libertinaje. Pero cuando comenzaron los tumultos revolucionarios, María Teresa decidió, al igual que la hermana menor de Luis XVI, quedarse con los Borbones.
Madame Lamballe no estaba en Versalles cuando la convocatoria de Estados Generales dio origen al estallido revolucionario. Se encontraba con su suegro en Aumale. Era el año 1789 y forzados por las turbas, la Familia Real tuvo que desplazarse al palacio de las Tullerías, en París. Fue entonces cuando decidió unirse a ellos. María Teresa no quiso acogerse a los ofrecimientos de exilio que recibió por parte de muchos contrarrevolucionarios y fue un fiel apoyo para la reina y sus hijos en los primeros meses de aquella "monarquía constitucional" que los obligó a lucir la escarapela tricolor.
Sin embargo, a ella no se le informó cuando se produjo el intento de la frustrada "fuga de Varennes": parece que solo una carta de la reina entregada al amanecer le animaba a marcharse de Francia ante el peligro revolucionario. Era el año 1791 y María Teresa consiguió escaparse a Inglaterra. Los reyes, sin embargo, fueron descubiertos y forzados a regresar a París. Y es en este punto cuando la lealtad de madame Lamballe alcanzó sus cotas más altas de heroísmo.
Todo apunta a que recibió correspondencia de la reina –o quizá, en clave de engaño, de algún Orleans partidario de la Revolución- animándola a volver a Francia. Ella no lo dudó y acudió a la llamada. Madame Lamballe regresó a las Tullerías para, en agosto de 1792, sufrir con ellos la humillación de tener que refugiarse en la Asamblea Nacional y ser, poco después, conducidos al Temple pare ser juzgados por antirrevolucionarios y traidores. Permaneció con Luis XVI, María Antonieta, sus hijos y madame Isabel, unos diez días, hasta que nueva orden del Tribunal Revolucionario decidía aislar a los miembros de la familia depuesta.
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Ella no era una Capeto, por lo que se la trasladó, junto a la marquesa de Tourzel –aya de los hijos de los reyes- a la fortaleza de La Force en penosas condiciones: en una celda inmunda estuvo apiñada con otras muchas presas mientras escuchaba gritos de venganza. En las cruentas jornadas del 2 y 3 de septiembre, la muchedumbre asaltó la prisión y fue conducida hasta la calle entre abucheos y golpes. Su muerte fue dramática.
Apaleada, vejada, apuñalada y mutilada, pincharon su cabeza a una pica que fue exhibida por todo París hasta la ventana misma en la que retenían a la reina destronada. Dicen, incluso, que antes de iniciar el periplo habían llevado la cabeza a un peluquero con el fin de hacerla reconocible.
La suya fue la muerte más violenta de cuantas acontecieron en aquella masacre. Cuatro meses después, Luis XVI era conducido a la guillotina. En noviembre de 1793, María Antonieta, moría también en el cadalso.