Los viejos hábitos son difíciles de erradicar y los hábitos reales, al parecer, lo son aún más, tal como descubrió el Príncipe Carlos al captar la atención del mundo cuando se presentó a los Premios del Fideicomiso del Príncipe en Londres. Al descender de su coche, extendió amablemente su mano para saludar a Sir Kenneth Olisa, representante de la Corona en la zona metropolitana de Londres, en contra de las recomendaciones de salud pública sobre el coronavirus. En una reacción rápida, el príncipe rectificó y optó por un saludo namasté, hizo una ligera inclinación con las manos juntas. Pero mientras avanzaba hacia el London Palladium, caía de nuevo en la tentación, ofreciendo automáticamente su mano a otro asistente antes de caer en la cuenta de su error. En el impulso de estrechar la mano, que se ha mantenido durante décadas de servicio público, el Príncipe comentó con tristeza: "Es tan difícil recordar que no se debe hacer."
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Pero a medida que el coronavirus se propagaba, también lo hacían los gestos reales para aceptar esta situación con la mayor celeridad. El mismo día, el rey Felipe de España optó por una palmadita amistosa en los brazos de sus anfitriones el presidente de Francia, Emmanuel Macron y la primera Dama, Brigitte Macron, mientras que el presidente respondió con su propio namasté. El príncipe Harry ofreció un 'codazo' mientras saludaba a Craig David en el servicio del Día del Commonwealth en la Abadía de Westminster, mientras que la reina Máxima y el rey Guillermo-Alexander de los Países Bajos utilizaron el saludo de namasté durante su gira por Indonesia. Todos ellos seguían una antigua tradición de que la realeza debe tomar el liderazgo en tiempos de crisis. Ya sea en el campo de batalla o en la alfombra roja, en el East End de Londres o en el Frente Occidental de Europa, es una tradición que a lo largo de los siglos ha visto a los monarcas ponerse a la altura y, lo que es crucial, adaptarse a la ocasión y, al hacerlo, redefinir nuestra relación con la propia realeza.
Deber militar
Durante cientos de años, la crisis significó sólo una cosa: la guerra. Nuestros reyes eran, ante todo, señores de la guerra y conquistadores. Esperaban reunir a sus tropas, no al pueblo, para luego luchar y volver a casa con honor, gloria -y a veces botines-. Ese tipo de crisis ha terminado. Enrique V, el carismático joven rey de Inglaterra, dirigió sus fuerzas a la victoria en la batalla de Agincourt, en 1415, en el norte de Francia. Otros no fueron tan afortunados, ya que el Rey Ricardo III perdió su reino, su caballo y su vida, en 1485. De hecho, los campos de batalla de Europa estaban frecuentemente empapados de sangre real. El Rey Jorge II fue honrado con la admiración de sus súbditos -y una composición de Handel- cuando se convirtió en el último rey de Gran Bretaña en conducir a sus soldados a la batalla mientras estaba en el trono, derrotando a los franceses en la Batalla de Dettingen, en Baviera, en 1743.
La familia primero
Pero el mundo estaba cambiando rápidamente. El ejército se estaba profesionalizando cada vez más, pues la guerra estaba en manos de generales muy capacitados. La monarquía, marginada, necesitaría adaptarse para enfrentar las nuevas circunstancias y cualquier nueva crisis que se presentara. Cuando Jorge III subió al trono en 1760, el contraste con su lujurioso e impetuoso abuelo, el héroe de guerra Jorge II, fue muy bienvenido. Aunque se había casado por obligación y, como él decía "para ahorrarse muchos problemas", rápidamente llegó a amar a su esposa la reina Carlota y permaneció fiel a ella durante sus 50 años de matrimonio -la imagen misma de la estabilidad y la lealtad-. Ella, a su vez, le dio 15 amados hijos, y la genuina devoción y frugalidad de la familia les ganó el corazón de la gente común. Cuando las colonias americanas se rebelaron y la Revolución Francesa se extendió de forma alarmante, la gente se consoló al ver a un cariñoso hombre de familia en el trono, reinando no solo sobre sus más cercanos y queridos, sino también sobre la propia tradición y orden ingleses. De ahora en adelante, el deber real no sería solo con los valores militares, sino también con los familiares, y ambos serían puestos a trabajar en tiempos atribulados para animar a la patria.
La caridad en el frente doméstico
A medida que avanzaba el siglo XIX, el deber real se desplazó del frente de batalla al frente doméstico. Ahora, con el papel constitucional de la monarquía muy reducido y con una mujer en el trono en el Reino Unido, la forma en que el soberano actuaría en una crisis estaba a punto de cambiar de nuevo. Y la inspiración para este nuevo papel ni siquiera era real, sino que se deslizaba suavemente sobre la imaginación del público, lámpara en mano, en la espigada forma de Florence Nightingale. La epítome de la feminidad de la era victoriana, solícita y santa, fuerte y desinteresada y resplandeciente con la luz de la compasión, se convertiría desde entonces en el modelo para las princesas.
Con la famosa enfermera en los lejanos campos de batalla de la Guerra de Crimea, en casa le tocó a la reina Victoria asumir el singular papel femenino de ángel de la misericordia en los hospitales de Gran Bretaña. Cuando las desastrosas noticias de la guerra se apoderaron del país durante el invierno de 1854-55, la reina se comprometió a organizar una serie de recepciones muy publicitadas en el Palacio de Buckingham para honrar a los inválidos de los regimientos de casa. Luego, en marzo de 1855, fue aclamada cuando visitó a los heridos en un hospital militar en Kent. El cuadro de su visita, ampliamente reproducido, mostraba no solo su respuesta personal y patriótica a la crisis, sino también un acto muy público de sincera gratitud a los soldados ordinarios, no a los duques y generales con título que solían recibir los honores, sino a los hombres de las ciudades y pueblos de todo el país. En palabras del Manchester Guardian: "El sentimiento que motivó la visita fue la simpatía femenina y el respeto a los héroes heridos de Crimea".
Cada vez más, la envejecida reina recibía la ayuda de su trabajadora nuera, la princesa Alexandra, cuyas visitas a hospitales y bazares de caridad fueron regularmente la portada de populares periódicos y revistas ilustradas, y para el cambio de siglo el papel de ángel de socorro se había establecido firmemente como el principal deber de la realeza femenina, dando a las mujeres una tarea especial para elevar la moral en tiempos de guerra o crisis.
Arrimar el hombro
Ese papel que, no hace falta decir, sería puesto a prueba hasta el límite durante los años más oscuros del siglo XX. Pero el confortar a los enfermos y heridos en un seguro hospital de los condados ya no sería suficiente. Porque en una época de guerra mundial y bombardeo aéreo de civiles, el enemigo ya no estaba en un lejano campo de batalla. Ahora se esperaba que todos pusieran su granito de arena, y los monarcas reinantes también tenían que colaborar en la causa y unirse, no sólo a sus soldados, sino a todos sus súbditos.
La catástrofe de la Primera Guerra Mundial fue un desastre absoluto para los jefes coronados de Europa. En todo el continente, las familias reales fueron arrasadas mientras el viejo mundo quedaba enterrado para siempre bajo los escombros de los Imperios. Sin embargo, para la realeza británica fue un momento decisivo, una rara oportunidad única en el siglo para modernizarse y ganarse el amor y el afecto de la gente. Fue una prueba severa, pero la pasaron con éxito. Una reacción clave a la crisis no fue el rugido de las armas sino el florecimiento de la pluma. El apellido de la monarquía al principio de la Gran Guerra era el teutón Sajonia-Coburgo y Gotha, un legado del matrimonio de Victoria con el Príncipe Alberto, nacido en Baviera. Incómodamente consciente de su origen alemán, en 1917 el rey Jorge V cambió, de un plumazo, el apellido de la familia a Windsor y renunció a sus títulos alemanes.
Con la lealtad del Rey simbólicamente asegurada, se aventuró en un penoso programa de apariciones reales, visitando a las tropas más de 450 veces -incluyendo el Frente Occidental- y haciendo más de 300 visitas a hospitales para ver a los soldados heridos. Su esposa, la Reina María, también hizo su parte visitando a los soldados heridos: "Somos la familia real y nos encantan los hospitales", dicen que solía comentar. La hija, la princesa María, de 17 años, se ganó el corazón de una nación cuando regaló latas llenas de tabaco y dulces a los soldados y enfermeras del frente.
Los jóvenes príncipes, mientras tanto, se pusieron el uniforme. El futuro Eduardo VIII se unió a la Fuerza Expedicionaria Británica en Francia, mientras que su hermano menor, el Príncipe Alberto, padre de la Reina Isabel, vio la acción como subteniente a bordo del Collingwood en la Batalla de Jutlandia en 1916. Cuando su barco fue atacado por los alemanes, se estremeció tanto como cualquier otro hombre: "Me sobresalté y di un salto por el agujero en la parte superior de la torreta, ¡como un conejo al que estuvieran cazando!"
Aquí, entonces, la realeza compartía el sacrificio y los temores de estos días oscuros con el resto de la nación. La futura Reina Madre, que había perdido a su hermano mayor Fergus en la guerra de 1915, era solo una adolescente, por ejemplo, cuando se arremangó para ayudar a atender a los soldados heridos después de que su madre, la Condesa de Strathmore, convirtiera la casa familiar en un hospital. Fue una experiencia aleccionadora a la que recurriría más tarde en su vida cuando, ya como Reina Isabel, su estoicismo y compasión se convirtieran en un símbolo duradero de la Segunda Guerra Mundial.
Compartir el dolor y el sacrificio
Alrededor de las 11 de la mañana del 13 de septiembre de 1940, durante la segunda de las tres incursiones diurnas en Londres de ese día, un bombardero alemán voló bajo a través de la capital, en el Mall, y desató cinco bombas de alto explosivo en el Palacio de Buckingham. El Rey Jorge VI y la Reina Isabel estaban en la residencia. La Reina recordó más tarde haber oído el "inconfundible zumbido de un avión alemán" y luego el "grito de una bomba".
"Todo sucedió tan rápido que solo tuvimos tiempo de mirarnos tontamente cuando el estruendo del avión pasó a toda velocidad y explotó con un tremendo choque en el patio interior", escribió en una conmovedora carta a su suegra, la reina María.
El Palacio y sus terrenos sufrieron ataques en 16 ocasiones, nueve de las cuales incluyeron impactos directos en el Palacio - pero con cada bomba nazi, la familia real recuperó la aclamación pública que había dejado escapar en el momento de la crisis de la abdicación menos de cuatro años antes. A los ojos de sus bombardeados súbditos, el rey y la reina, que se habían negado resueltamente a huir de la ciudad, sufrían a su lado. Como la reina dejó claro en su famosa declaración: "Me alegro de que hayamos sido bombardeados. Me hace sentir que puedo mirar a los habitantes del East End la cara".
Mientras el país resistía los ataques aéreos, mientras tragaba la amarga austeridad y el racionamiento, el Rey y la Reina caminaban entre multitudes agradecidas y entre las ciudades destrozadas llevando consuelo a todos. Visitaron las tropas y las instalaciones de armas, el rey invariablemente en uniforme, y dieron un impulso a los trabajadores y a la producción en las fábricas en tiempo de guerra. De hecho, tal fue el efecto de la reina en la moral colectiva que comenzó a circular el rumor de que Hitler la había apodado "la mujer más peligrosa de Europa", ciertamente tenía un toque de verdad.
Lo peligrosa que era, lo demostraría enseñándose a disparar una pistola, usando ratas como blanco, en los linderos del Palacio de Buckingham. Estaba dispuesta a defender a su familia, dijo, en caso de que un paracaidista alemán aterrizara en su terreno.
El poder de los medios
Entre tanto, la siguiente generación de la realeza estaba demostrando su sentido del deber también. De hecho, la devoción eterna de la futura Reina Isabel por su país y sus súbditos se forjó sin duda en el crisol de fuego de la guerra, cuando interrumpió su despreocupada infancia y se lanzó al esfuerzo bélico. Las jóvenes princesas Elizabeth y Margaret habían sido enviadas inicialmente al Castillo de Windsor donde, insistió el Rey, serían sometidas a privaciones similares a las del resto de Gran Bretaña, con sólo tres pulgadas de agua para el baño y raciones de guerra. Pero vivir en la confusión, la perturbación y el terror de la guerra puso a la joven princesa en una posición única para tocar los corazones de los demás. En octubre de 1940, Elizabeth, de 14 años, junto con su hermana pequeña, hizo su primera contribución patriótica cuando transmitió un mensaje a los niños evacuados en el programa de radio "La hora de los niños", instándoles a tener valor. "Sabemos por experiencia lo que significa estar lejos de los que más queremos... vamos Margaret... Buenas noches y buena suerte a todos".
Pero Elizabeth estaba dispuesta a ayudar en el esfuerzo de la guerra de forma más práctica. A los 16 años ostentaba el rango de coronel de la Guardia de Granaderos y, a los 18, se arremangó y se unió al Servicio Territorial Auxiliar (ATS), entrenándose como conductora y mecánica. Si bien su contribución práctica a la victoria fue mínima, el valor propagandístico de sus esfuerzos fue enorme, especialmente cuando las fotos de la princesa con uniforme de guerra, trabajando con un motor, aparecieron en las portadas de las revistas de todo el mundo. Y las imágenes de ella conduciendo un camión, mostradas en los noticieros en el cine mostraban que ella, como las mujeres de un mundo devastado por la guerra, era capaz y estaba ansiosa por asumir los papeles tradicionalmente masculinos para asegurar la victoria.
Afrontando los retos de los cambios en el mundo
La familia real también sufrió pérdidas durante el conflicto -el hermano del rey, el príncipe George, Duque de Kent, murió en un accidente aéreo militar en 1942-, pero salieron de la ruina de la guerra, más fuertes y más amados que nunca. El tranquilo rey que había llegado al trono solo de mala gana y con un tartamudeo nervioso era ahora, en palabras de Churchill: "más amado por todas las clases y condiciones que cualquiera de los príncipes del pasado".
La pequeña y aparentemente discreta familia había hecho de alguna manera algo verdaderamente notable. Lograron destacar durante la hora más oscura de Gran Bretaña, y resistieron la quizá mayor tormenta de todos los tiempos, arremangándose y ensuciándose las manos, consolando a todos con su caridad y decencia, y aceptando el deber hacia la familia y las fuerzas armadas. También aprendieron sobre la magia de los medios de comunicación, con el rey, la reina y las princesas acercándose a la radio y el noticiero de cine -la TV vendría después- para inspirar, conmover y confortar al público en tiempos de necesidad.
En las décadas siguientes, el Reino Unido se enfrentó a tiempos de incertidumbre y cambios trascendentales, incluyendo el fin del Imperio y el lugar cambiante del país en el mundo. Se produjo la crisis sanitaria del VIH/SIDA -que tan elocuentemente abordaron Diana, la Princesa de Gales y más tarde su hijo el príncipe Harry a través de su generosa labor de beneficencia, su toque común y su conocimiento de los medios de comunicación- y la emergencia climática actual, a la que se enfrentaron incansablemente el Príncipe de Gales y el Príncipe Guillermo.
Tras haber atravesado por todo esto, cada año, sin falta, a las 3 de la tarde del día de Navidad, se encienden los televisores en todo el país para atender el discurso de Navidad de la reina, durante el cual, rodeada de fotografías familiares enmarcadas, Su Majestad reflexiona sobre el año pasado. En tonos suaves y reconfortantes repasa las crisis que su familia y la nación han superado juntas, desde la guerra en Iraq o Afganistán, el terror en el extranjero o en casa, las pérdidas personales o los desastres naturales. Pero cualquiera que sea la crisis, el mensaje es casi siempre el mismo: que no estamos solos en esto, que la realeza está con nosotros como lo ha hecho antes. Y que el deber y la decencia, la fe, la amistad y la familia nos ayudarán a salir adelante.