Hace algunas semanas Japón no quería ni oír hablar de abdicación de su Emperador. Apenas tuvieron 24 horas de vida aquellos primeros planes del emperador Akihito de presentar la renuncia en algún momento (que podía dilatarse años) por sus problemas de salud (que a sus 82 son varios de relativa importancia: en 2003 fue intervenido de un cáncer de próstata y en 2012 fue sometido a una intervención quirúrgica de baipás coronario en el Hospital de la Universidad de Tokio) y abdicar así en vida en su Heredero, el príncipe Naruhito. Al día siguiente sin más tardar la Agencia de la Casa Imperial negó la veracidad de la información: “Sé que hay noticias publicadas sobre esto, pero no son ciertas. El emperador Akihito siempre se ha abstenido de comentar asuntos así al ser consciente de su posición constitucional”, declaró el vicechambelán, Shinichiro Yamamoto.
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Gran parte de la opinión pública japonesa daba por cierta la noticia publicada en su origen y no comprendía la insistencia de las autoridades de obviar o negar el asunto. La ley manda y la Ley de Sucesión en vigor en Japón, que no contempla el supuesto de la abdicación en vida, manda por omisión al emperador de turno permanecer hasta el final de sus días en el Trono de Crisantemo. Pero Akihito de Japón se ha hecho oír esta semana en un histórico mensaje televisado (el segundo de todo su reinado) dirigido a la nación: “Me preocupa que pueda convertirse en algo difícil para mí asumir mis responsabilidades como símbolo del Estado, tal y como he venido haciendo hasta ahora”, afirmó eludiendo mencionar de forma explícita la abdicación, que obliga una reforma de la ley que garantice la sucesión automática del Heredero.
Si Japón no hace oídos sordos a su Emperador (el Primer Ministro nipón, Shinzo Abe, ya ha dicho que su Gobierno estudiará "de manera cuidadosa" la forma adecuada para hacer frente al deseo del emperador Akihito de abdicar cuando la salud le impida cumplir con sus funciones) y aborda la modificación constitucional necesaria en material de sucesión, el príncipe Naruhito regirá los destinos del Imperio del Sol Naciente en unos pocos años. Será el Emperador mejor preparado de la historia del país con una licenciatura en Historia en la prestigiosa universidad de Oxford; dominio de varios idiomas (además del japonés, habla perfectamente inglés, chino y alemán, y se defiende con el español), y cierta experiencia en algunas labores de Jefe de Estado, ya que su padre le ha delegado algunas obligaciones.
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Conoce bien el rigor de la Casa Imperial. Ha sido un Heredero solitario por las Cortes Reales del mundo desde que en 2003 su esposa, la princesa Masako, cayó en una profunda depresión inducida por estrés, que algunos achacan a la rigidez del protocolo imperial y a las fuertes presiones que soportó para tener un hijo varón que perpetuara la línea sucesoria (Japón continúa vigente la Ley Sálica, que solo permite reinar a hombres). Nada hacía presagiar aquel calvario cuando el príncipe Naruhito se casó en 1993 con la esposa perfecta: de buena familia (hija de un antiguo Ministro de Asuntos Exteriores de Japón), con una brillante carrera diplomática y buen carácter. Pero la Princesa consorte, ideal a ojos vistas, no fue capaz de dar el ansiado niño al país, sino una niña, la princesa Aiko de Japón, hoy adolescente. No le faltó nunca a la princesa triste la sonrisa comprensiva de su príncipe. Un futuro Emperador que buscará la apertura de Japón y aspirará a la reforma de la ley para que su hija se siente un día en trono. Antes son otras medidas.