María II de Portugal, ‘la buena madre’

Por hola.com

Entre los miembros de la Casa de Braganza que ocuparon el trono de Portugal, tal vez sea la reina María II (1819-1853) el más popular y recordado de ellos. Soberana de la nación lusa en dos periodos, concretamente entre 1826 y 1828 y entre 1834 y 1853, su figura siempre estará asociada a dos aspectos primordiales, por un lado, su sentido del deber – teniendo que asumir el gobierno en momentos de gran complejidad – y, por otro, su faceta humana, tanto en el terreno personal y político – a ella se deben, por ejemplo, la implantación de la escolarización gratuita o el final de la esclavitud en Portugal -. Hoy repasamos pues la vida de la que fue conocida popularmente como “La buena madre”, la reina María II de Portugal.

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Nace la futura reina María – su nombre completo era María de Gloria Juana Carlota Leopoldina de la Cruz Francisca Javiera de Paula Isidora Micaela Gabriela Rafaela Gonzaga – el 2 de mayo de 1819 en el Palacio de San Cristóbal de Río de Janeiro. Sus padres, el rey Pedro IV de Portugal y Emperador de Brasil (1798-1834) y María Leopoldina de Austria (1797-1826), habían huido de Portugal rumbo a tierras brasileñas escapando de la ocupación francesa. Se da la circunstancia de que María, quien como primogénita de los Reyes recibió el título de Princesa de Beira, sería la única Soberana europea hasta la fecha no nacida en el antiguo continente.

Los primeros años de la vida de la Princesa discurren felizmente en los espectaculares terrenos que la Familia Real portuguesa poseía en Brasil. Sin embargo, en 1826 María Leopoldina fallece, después de haber sufrido severas fiebres y un aborto natural, lo que marcará profundamente el carácter de la joven María, quien, no obstante, se refugiará en el cariño y la protección de su padre, al que siempre adoraría. Mientras, en Portugal el rey Juan VI (1767-1826) moría sin haber dejado dicho de forma expresa quien debería ser su sucesor: don Pedro, quien, pese a ser el legítimo sucesor, no tenía apenas apoyos en Portugal, una vez que vivía en Brasil, donde ejercía como Emperador, y don Miguel (1802-1866), de ideología absolutista y que llevaba años conspirando para ocupar el trono de su padre. La solución de don Pedro fue renunciar a sus derechos al trono luso, cediéndoselos a su hija María, de apenas siete años de edad, quien debería contraer matrimonio con su tío, el infante Miguel. De este modo, las dos facciones de la Familia Real encontrarían un cierto equilibrio y se evitaría una más que posible guerra civil entre los partidarios de los dos candidatos al trono.

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Como es de suponer, la ya oficialmente reina María no aceptó de buen grado casar con su tío, diecisiete años mayor que ella y al que apenas conocía. Sin embargo, y dando muestras de su lealtad dinástica, terminó accediendo a este matrimonio estratégico. Doña María es enviada pues a Europa, pero antes de siquiera arribar en las costas atlánticas lusas, el infante Miguel se desdice de su promesa y se autoproclama Rey. Los consejeros de la Reina consideran que la vida de la pequeña podría correr peligro en Portugal, por lo que se dirigen a Inglaterra, donde la reina María comienza un periodo de exilio en tierras británicas.

Son años de formación en los que la reina María se descubre como una mujer inteligente y con un gran sentido del estado. Los exiliados portugueses en Inglaterra pronto la convierten en un símbolo de su lucha y en toda Europa se habla de ella con admiración y respeto. En 1834 y gracias a la ayuda de su padre – en lo que en la Historia de Portugal se conoce como las Guerras Liberales -, María logra que su tío abdique y de ese modo convertirse de nuevo en Reina de facto de la nación lusa. Don Miguel, conocido en aquel tiempo como “El usurpador”, es expulsado de Portugal con la amenaza de que en caso de regresar sería ejecutado. Su destino fue primero Inglaterra y, más tarde, España.

Una vez coronada Doña María, se habría el debate de la sucesión. Habida cuenta de que el conflicto bélico acababa de terminar, en la Corte se consideraba de vital importancia que la Reina casara con premura y que lo antes posible diera al Reino un heredero que pusiera fin a posibles disputas dinásticas. El elegido sería Augusto de Beauharnais (1810-1835), Duque de Leuchtenberg y Príncipe de Eichstätt. Pese a haber nacido en Italia, era don Augusto de origen tanto germánico – su abuelo no había sido otro que Maximiliano I de Baviera (1756-182), como francés. Su pedigrí era indiscutible – de hecho, había sido uno de los candidatos a ocupar el trono de Bélgica -, así como imponente su porte – era uno de los aristócratas más atractivos de la época. De nuevo, la Reina aceptó en todo caso una imposición política, una vez que ella hubiera preferido contraer matrimonio con el Duque de Nemours (1814-1896), hijo del futuro Rey de los franceses, Luis Felipe I (1773-1850) y del que se rumoreaba estaba perdidamente enamorada. El matrimonio se celebró el 26 de enero de 1835. Sin embargo, don Augusto moría de manera fulminante apenas dos meses después del enlace a causa de una angina de pecho. La conmoción en el país fue total. La Reina se convertía así en viuda.

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La búsqueda de un nuevo marido comenzó de forma inmediata. De nuevo se optó por un Príncipe de sangre teutona, en este caso Fernando de Sajonia-Coburgo-Gotha (1816-1885), un hombre de vastísima cultura – hablaba siete idiomas, era pintor notable y un profundo conocedor del patrimonio artístico y arquitectónico de Portugal - y con una imponente fortuna familiar. La Reina, en este caso, se mostró entusiasmada con la elección, como así lo demuestra la correspondencia de la Soberana durante aquellos días. La pareja se uniría en matrimonio el 1 de enero de 1836. Todas las crónicas de la época hablan de una pareja muy enamorada y perfectamente compenetrada. Don Fernando sería un apoyo excepcional en las tareas de gobierno de su esposa, mientras que ella encontraría en su marido un refugio frente a la agitada vida política lusa de la primera mitad del siglo XIX.

El primer hijo de la pareja, Heredero y futuro Rey, don Pedro (1837-1861), nacería el 16 de septiembre de 1837. A éste le seguirían diez retoños más, entre los que se encontraban don Luis (1838-1889) – quien sería Rey de Portugal como Luis I, después de suceder a su hermano, quien murió sin descendencia - o doña Antonia (1845-1913), madre del rey de Rumania Fernando I (1865-1927). Pese a tener que atender las obligaciones como Reina en momentos muy difíciles – en 1846, por ejemplo, se produjo un intento de golpe de estado -, la Soberana fue una madre ejemplar, siempre reservando tiempo para la educación y el disfrute de sus hijos – era normal verla pasear con su familia por los parques de Lisboa - a los que siempre consideraría prioritarios.

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Fue el periodo de la reina María una etapa de progreso en Portugal. A doña María se debe la abolición de la pena de muerte por razones políticas en Portugal en 1852 o la puesta en marcha de necesarias obras de ingeniería civil. Especialmente notables fueron sus esfuerzos por mejorar las condiciones socio-sanitarias de Portugal, al hacer universal y gratuito el acceso a los servicios médicos o combatiendo el alcance del cólera en todo el país. Asimismo, el sistema educativo sufrió gracias a la reina María un gran avance en aquellos años, reduciéndose el analfabetismo de forma notable. La Reina fue, gracias a ello, una mujer querida por sus súbditos, hasta el punto de ser conocida entre los portugueses como “La buena madre”.

A causa de sus muchos partos, la Reina ganó mucho peso, por lo que su salud, pese a su juventud, comenzó a deteriorarse. Los médicos, de hecho, la aconsejarían no tener más embarazos. Sin embargo, en 1853 quedaría en cinta de nuevo. Después de un embarazo complicado, la reina María moriría, con apenas 34 años de edad, al dar a luz a su undécimo hijo, el infante Eugenio, quien solo sobreviviría un par de horas a su madre. Los restos mortales de la Soberana serían enterrados en el Panteón Real de la Casa de Braganza, en la Iglesia de San Vicente de Fora de Lisboa. Todo Portugal lloró su muerte durante días.