María Aleksándrovna de Rusia, Duquesa de Edimburgo y de Sajonia-Coburgo-Gotha
Probablemente sea la vida de la gran duquesa María Aleksándrovna de Rusia (1853-1920) una de la más azarosas de la historia de las casas reales internacionales. Nacida en la opulencia que caracterizó a la Casa Real Rusa, la Gran Duquesa sería la primera y única Romanov que emparentaría con la Familia Real Británica, a través de su matrimonio con uno de los hijos de la reina Victoria (1819-1901), el príncipe Alfredo (1844-1900), Duque de Edimburgo. En 1893 se convertiría además en Duquesa de Sajonia-Coburgo-Gotha. Los últimos años de su vida estarían marcados por las estrecheces y el olvido, hasta su muerte en Suiza en 1920. Mujer culta y de carácter voluble, su periplo vital conocería no pocas tragedias, en especial la trágica muerte de su único hijo varón, el príncipe Alfredo (1874-1899), que de hecho nunca podría superar. Hoy estas líneas están dedicadas pues a la biografía de la gran duquesa María Aleksándrovna de Rusia.
María Aleksándrovna nace el 17 de octubre de 1853 como Gran Duquesa de Rusia en la residencia de la Familia Imperial en Tsarkoye Selo, a unos veinticinco kilómetros de San Petersburgo, siendo el sexto retoño del zar Alejandro II (1818-1881) y de María Aleksándrovna, de origen alemán, (1824-1880). María pasa los primeros años de vida rodeada de todo tipo de lujos, entre ellos una isla en el Palacio de Alejandro, reservada solo para el disfrute de los retoños del Zar, repleta de juguetes y atracciones y a la que los adultos tenían prohibido el acceso.
Pese a ser la niña de los ojos del Zar, la pequeña María Aleksándrovna fue educada de forma muy estricta, llegando a dominar, siendo apenas una adolescente, tres idiomas – el inglés, el francés y el alemán -, además del ruso. Ya desde su infancia, no pocos testimonios describen a la Gran Duquesa como extremadamente presumida e incluso como arrogante.
El hecho de ser la única hija viva del Zar – su hermana, la gran duquesa Alejandra Aleksándrovna (1842-1849) había muerto cuatro antes del nacimiento de María – y su innegable atractivo físico la convertirían, llegada la juventud, en una codiciada candidata a casar con alguno de los príncipes herederos solteros del continente. Sin embargo, el amor haría acto de presencia en la vida de la Gran Duquesa durante el verano de 1868, cuando la joven pasa las vacaciones con familiares de su madre en Alemania. Allí conocería al Duque de Edimburgo, el príncipe Alfredo, quien estaba visitando a su hermana Alicia (1843-1878), casada con un primo de la madre de la Gran Duquesa. Todos los testigos de aquel verano apuntan a que entre los dos jóvenes se produjo un flechazo instantáneo y que durante el tiempo que duraron ese asueto germinó una historia de amor en toda regla. La diferencia de edad – él era diez años mayor que ella – no fue obstáculo alguno para el idilio.
La noticia del romance no sería recibida positivamente por los padres de los novios. El zar Alejandro II veía con malos ojos que su hija casara con un inglés, opinión que compartía con su esposa, una anglófoba convencida. Por su parte, la madre del novio, la reina Victoria, también puso diversas pegas, como el hecho de que su hijo casara con una dinastía como la de los Romanov, de confesión cristiano ortodoxa.
Con objeto de intentar evitar el compromiso de los dos jóvenes, el aparato de propaganda del estado ruso divulgó el rumor – hoy en día considerado como totalmente falso - de que la Gran Duquesa estaba enamorada de un aristócrata ruso. Por su parte, la Reina inglesa se afanó en encontrarnalguna candidata para su hijo, pero todos los nombres fueron rechazados por el Príncipe, perdidamente enamorado de María. Finalmente, en abril de 1873, los dos novios son autorizados a encontrarse en tierras italianas, concretamente en Sorrento, para formalizar la relación.
En julio de 1873, el príncipe Alfredo se reúne con el Zar para pedir la mano de su hija. El Jefe de Estado ruso acepta, aunque no sin reticencias. La reina Victoria, igualmente escéptica, felicitaría a su hijo fríamente solo a través de un telegrama. La boda se celebraría en todo caso el 23 de enero de 1874 en el Palacio de Invierno de San Petersburgo con todo la pompa y el lujo propio de la corte rusa.
Ya convertidos en marido y mujer, los Duques de Edimburgo se trasladan a vivir a Inglaterra – la Gran Duquesa había recibido una imponente dote de su padre, que según algunas fuentes llegaba a las 32.000 libras esterlinas anuales, una auténtica fortuna para la época, además de valiosísimas joyas -, concretamente a Clarence House, en Londres. Desafortunadamente, la duquesa María nunca se adaptaría a la vida en la capital británica, especialmente a su clima, que llegaría a aborrecer. Las actividades de la Corte la aburrían sobremanera y la visita a las propiedades de la Familia Real le resultaban insoportables – es conocido que en un viaje al Castillo de Balmoral, en Escocia, acabó teniendo una tensa discusión con la Reina -. Con el paso de los años, la Duquesa comenzaría a pasar más tiempo en Rusia, aprovechando cualquier excusa para abandonar Inglaterra.
Pese a su aversión a la vida en las islas británicas, la relación con su marido era buena, como demuestra el hecho de que en poco tiempo formaron una gran familia. El 15 de octubre de 1874 nacería el primogénito, el príncipe Alfredo y al año siguiente la princesa María (1875-1938), quien llegaría a ser Reina de Rumania. Más tarde vendrían la princesa Victoria (1876-1936), la princesa Alejandra (1878-1942) y la princesa Beatriz (1884-1966), quien contraería matrimonio con el infante Alfonso de España (1886-1975).
En 1893, María se convertiría en Duquesa de Sajonia-Coburgo-Gotha, después de que su marido heredara este título de su tío Ernesto II (1818-1893), quien había muerto sin descendencia. La Duquesa comenzaría a pasar largas temporadas en Alemania, llegando a construirse un gran palacio en Coburgo. De hecho, tras pasar tres años en Malta, donde el Príncipe había sido destinado como comandante en jefe de la Marina británica, la familia se instalaría definitivamente en tierras germanas.
Uno de los grandes dramas de la vida de la Duquesa fue la muerte de su único hijo varón, el príncipe Alfredo, en 1899. El joven, mujeriego y pendenciero, había contraído sífilis en 1892, dolencia que le causaba dolores agudísimos y que le llevaría a quitarse la vida. El varapalo para la Duquesa fue gigantesco, como se comprobó durante el funeral, donde apenas podía mantenerse en pie. Su marido, igualmente destrozado, comenzó a sufrir un deterioro grave de la salud y moriría en 1900, a causa de un cáncer de garganta fulminante.
Rota de dolor, la Duquesa viuda pasó varios años sin residencia fija, entre Alemania, Inglaterra, Rusia y Francia. Finalmente se instalaría en un hotel de Zúrich. El estallido de la Primera Guerra Mundial fue un periodo de gran dificultad para ella, quien, pese a ser de origen ruso tomó partido por el bando alemán, sin olvidar sus lazos con el Reino Unido. La Revolución Rusa, por otro lado, significaría para la Duquesa la muerte, a manos de los bolcheviques, de decenas de familiares y la pérdida de la práctica totalidad de su patrimonio.
Sin apenas ingresos – tuvo que vender toda su colección de joyas para poder sobrevivir – y horrorizada por los acontecimientos internacionales – “Me repugna la situación actual del mundo y de la humanidad. Han destrozado a mi amada Rusia y mi no menos querida Alemania”, llegaría a confesar -, su salud comenzó a flaquear, apareciendo en público extremadamente delgada y temblorosa. Pocos días después de su 67º aniversario, la duquesa María Aleksándrovna moría de un infarto en Zúrich, el 20 de octubre de 1920. Sus restos mortales descansan al lado de los de su marido y de los de su hijo en el mausoleo familiar del cementerio Friedhof am Glockenberg de Coburgo.