Shoken de Japón, la primera Emperatriz moderna
Cuando se trata de recordar a grandes figuras de las casas reales asiáticas no es difícil encontrarse con diversos obstáculos, sobre todo referidos a la gran distancia tanto geográfica como cultural que separa a las sociedades occidentales y orientales. Por ello, el de la emperatriz Shōken (1849-1914) es un interesante caso, una vez que personifica la relativa apertura de Japón al mundo, siendo, de hecho, la primera esposa de un Jefe de Estado nipón que tuvo un papel institucional propio. En definitiva, Shōken de Japón puede considerarse como la primera Soberana japonesa reconocible y liberada de la tradicional reclusión que se asociaba con el rol de consorte desde tiempos inmemoriales en el país asiático. La vida de esta mujer de indudable inteligencia estuvo marcada por el matrimonio con el emperador Meiji (1852-1912) y, sobre todo, por su incapacidad para tener hijos, algo que la sumiría en una sempiterna tristeza. Hoy, pues, dedicamos estas líneas a la biografía de la emperatriz Shōken de Japón.
Nace la futura Emperatriz Shōken – cuyo nombre de nacimiento era Fukhi-himée - el 9 de marzo de 1849 en Kyoto, siendo la benjamina de las tres hijas de Tadaka Ichijo, un aristócrata de la corte nipona que había desempeñado diversos cargos políticos de envergadura. Su madre, por su parte, era descendiente del príncipe Fushimi Kuniie (1802-1872), cuya noble ascendencia se remonta a la noche de los tiempos. Provenía Shonke pues de una familia de abolengo, algo que se reflejaría en su impecable educación, a la que las mujeres de otros estratos difícilmente podían aspirar. Así, la pequeña Shonke aprendió a leer precozmente, llegando a escribir poesía a los cinco años de edad, para asombro de sus orgullosos padres. Era este un primer indicio del talento intelectual de la futura Emperatriz, que, llegada la juventud, le permitiría comunicarse en chino de forma impoluta o departir de los más diversos temas, sobre todo de teatro, que era, de hecho, su gran pasión. Sus padres, además, quisieron que sus hijas tuvieran un conocimiento extremo de las normas de protocolo, algo tan importante en Japón, por lo que Shōken y sus hermanas se convertirían con el tiempo en auténticas maestras de la ceremonia del té o del arte del ikebana (los arreglos florales).
Mientras Shōken vivía sus años de formación, en Tokyo los consejeros del Emperador se afanaban en la búsqueda de una mujer digna de contraer matrimonio con el Jefe de Estado. En 1867, el joven e inexperto Meiji había ascendido al trono, después de que su padre, Komei (1831-1867) muriera de forma sorpresiva con tan solo treinta y seis años de edad – no pocos historiadores actuales mantienen que la causa de la muerte fue un envenenamiento -. Su hijo, apenas un adolescente, se convirtió de la noche a la mañana en el hombre más poderoso de Japón, si bien durante los primeros años su influencia sobre el rumbo político y militar de su país fue escaso. En cualquiera de los casos, una vez coronado, era perentorio que el joven Emperador casara y se solucionara la cuestión dinástica, una de las grandes preocupaciones de todas las casas reales.
Tal y como ocurría en Europa, la decisión final sobre la candidata idónea para convertirse en Emperatriz no dependía tanto de cuestiones sentimentales, como de factores estratégicos. Indiscutiblemente la joven Shōken era una opción más que sólida, una vez que tenía unos orígenes reputados – la familia de la novia no solo tenía pedigrí, sino también medios económicos solventes – y había sido educada con todo el esmero posible. El propio Emperador habría aceptado la propuesta de sus asesores, ilusionado al ver los retratos de la joven, elegante y delicada. Solo había una pequeña traba: Shōken era 3 años mayor que el Emperador, lo que en la cultura japonesa no estaba bien visto. La solución vendría por la vía rápida. Simplemente se hizo un cambio en los documentos oficiales de la joven, falsificando su edad y convirtiéndola de forma instantánea en un par de años más joven que el Emperador. La boda, finalmente, se celebraría el 11 de enero de 1869.
A diferencia de las anteriores esposas de los emperadores, Shōken recibiría al casar el título de nyogo, es decir Emperatriz Consorte. Imbuidos por las costumbres occidentales, tanto los consejeros del Emperador como éste mismo quisieron mostrar con este gesto una cierta apertura y una cierta reivindicación del papel de las mujeres dentro de la Familia Imperial, siempre relegadas e incluso desconocidas para sus súbditos. La emperatriz Shōken, quien sin duda había sido educada en un ambiente ilustrado y progresista, pronto comenzó a aprovecharse de esta circunstancia, desarrollando una agenda propia de trabajo, algo totalmente insólito en Japón hasta ese momento. Así, la Emperatriz sería la encargada de recibir en tierras niponas a la Primera Dama estadounidense - Julia Dent (1826-1902), mujer del presidente Ulysses Grant (1822-1885) – en visita oficial, o recibiendo oficialmente en solitario a los príncipes Alberto Víctor (1864-1892) y al futuro Jorge V (1865-1936) de Inglaterra en el Palacio Imperial.
El matrimonio de los Emperadores fue, según todas las crónicas, muy feliz, si bien se vio ensombrecido por el hecho de que Shōken no podía tener hijos, por causas fisiológicas. Aunque su marido siempre le apoyó, la Emperatriz sufrió graves depresiones a causa de su infertilidad. Por su parte, el Emperador se vio obligado a procrear fuera del matrimonio, llegando a tener quince hijos con diversas amantes, entre ellos el futuro emperador Taisho (1879-1926), abuelo del actual Akihito (1933), cuya madre, Yanagihara Naruko (1859-1943) fue de hecho la última concubina que dio a luz a un príncipe heredero en Japón, si bien Taisho fue criado por la emperatriz Shōken, tal y como dictaba la tradición.
Quizás como refugio a su tristeza por su incapacidad de ser madre, la Emperatriz se volcó con los más débiles de la sociedad japonesa. Una de sus mayores preocupaciones era que todas las mujeres japonesas tuvieran acceso a la educación, llegando a escribir un libro sobre este tema, que hoy en día está considerado como un hito en el camino de la emancipación de las mujeres niponas. Otra de las grandes luchas de la emperatriz Shōken fue la sanidad universal y gratuita. Como madrina del Hospital Jikei-kai, la Emperatriz consiguió que todos los habitantes de Tokyo, independientemente de sus medios económicos pudieran recibir atención sanitaria. Con su patrimonio personal financió igualmente la construcción de infinidad de orfanatos a lo largo y ancho de Japón. Pacifista convencida, uno de los grandes logros de Shōken sería el establecimiento de la Cruz Roja en Japón. No es de extrañar que la Emperatriz fuera admirada y querida por los japoneses, que veían en ella, una mujer de exiguo tamaño, pero llena de vitalidad y humildad, el rostro de la solidaridad y el compromiso con el pueblo.
En 1912 el Emperador, muy enfermo desde hacía tiempo – padecía diabetes y una larga retahíla de dolencias -, muere. Su hijo hereda la corona nipona y su viuda, con gran entereza y dignidad, se convierte en Emperatriz viuda. Los últimos años de su vida los pasa entregada a las causas sociales en su residencia de Numazu. Allí fallecerá el 11 de abril de 1914, vistiendo de luto a toda una nación que lloró su deceso durante semanas. Sus restos mortales descansan junto a los de su marido en el santuario de Fushimi Momoyama Ryo, en Kyoto. Aún hoy en día, cada 11 de abril la Cruz Roja de Japón celebra actos en memoria de la gran Shōken de Japón, la generosa y comprometida primera emperatriz moderna de aquel país.