Érase un apellido que se hizo país. Érase el principado de Liechtenstein, que adoptó el nombre de la familia más rica de la región e hizo del alemán su idioma oficial. Érase un país alpino con menos de treinta y cinco mil residentes que vivían en ciento sesenta kilómetros cuadrados. Érase, al fin y al cabo, uno de los pueblos más ricos del mundo, en el que la familia reinante ostenta una fortuna incalculable, anterior a la adquisión de este Principado. Los Liechtenstein tienen fincas en Austria y una colección de arte de prestigio mundial. Además, dirigen una empresa financiera, LGT Group, con beneficios recientes de más de cuarenta y tres millones de dólares y veintisiete mil millones de dólares en activos.
Un país casi de cuento
Entre Suiza y Austria, este pequeño territorio vivió atribuladas aventuras, hasta constituirse, después de la Primera Guerra Mundial, en país independiente. Antes, pasó por distintos estatutos: en 1806 se adhirió a la Confederación del Rhin y fue declarado un Estado soerano y autónomo. En 1842, Alois II se convirtió en el primer príncipe de la historia familiar en poner los pies sobre este principado.
Una vez nombrado, y marcado en los mapas como país, con Vaduz por capital, Lietchtenstein creció económicamente gracias, en parte, a la estabilidad conseguida por su soberano, Francisco José II, padre de Hans-Adams, y el estilo personal marcado por su esposa, la condesa Georgina de Wiczek. Su matrimonio constituye una de las grandes historias de amor de las monarquías europeas. Cuando ella murió, él no pudo resistir más de veinticinco días con vida.
Su legado pasó a su hijo primogénito, Hans Adams, que ha trabajado con mayor o menor acierto, según simpatizantes y detractores, por seguir la ruta marcada por sus antecesores.