Dentro de la corriente, a la que cada vez se unen más expertos y familias, que promueve alejar a los niños de las pantallas todo lo posible, los psicólogos Isa Duque y Fran Jódar están convencidos de que “eso no tiene ningún tipo de sentido”. Nuestros hijos no viven en una sociedad exenta de pantallas, por lo que no podemos criarlos en “una burbuja analógica”, dicen. Hemos hablado con ellos con motivo de la publicación de su libro Acompañando a las nuevas generaciones en la era de las pantallas (Ed. Nube de tinta) y nos explican las consecuencias de sobreproteger a los hijos del mundo digital.
¿Qué es Tecnotopia, a la que dedicáis el primer capítulo de vuestro libro?
Tecnotopia es como hemos denominado a la era actual. La era de los milagros tecnológicos. La era de las “utopías” logradas gracias a la tecnología y, sin embargo, también la era en la que mayores índices de malestar e insatisfacción reportamos como seres humanos.
Por eso Tecnotopia es tanto utopía como distopía. Progreso y retroceso. Futuro y pasado a la vez. Es una era repleta de paradojas en las que vislumbramos un camino de esperanza, a pesar de las narrativas tecnofóbicas y amigdalinas que han querido vendernos desde otros sectores más reaccionarios hacia la tecnología.
¿Deberíamos apartar a los niños, al menos a los más pequeños, de toda pantalla?
Quizás si recreáramos burbujas analógicas en complejos laboratorios sociales donde sólo vivieran como vivimos en los 80s o en los 90s, en ese caso —y solo entonces—, lograríamos que se prepararan para vivir en una comunidad anacrónica que será totalmente opuesta a la sociedad que encontrarán cuando saliesen de ellas.
No tiene ningún tipo de sentido.
Parafraseando al entrañable humanista Jaume Funes, "en ningún lugar está escrito que el paraíso de la infancia tenga que ser analógico". La perspectiva proteccionista en la educación está repleta de sesgos y, como dice Funes, deja solitaria a la infancia, ocasionando vacíos. Vacíos que son llenados con pantallas y no a causa de ellas. En el libro contamos que las familias milenials hemos pretendido profesionalizar la crianza para superar viejos traumas del pasado. Y eso nos lleva a confundir educar con sobreproteger. Nuestro libro empieza con un verbo, "Acompañando…", porque educar no es proteger, sino acompañar a que se hagan preguntas, encuentren respuestas sin intermediarios. Respuestas que les lleve a conocer lo que nos hace humanos. Y también lo que nos hace humanos en clave digital, para acabar con Funes.
¿Creéis que es adecuado poner un límite mínimo de edad para dar un móvil a nuestro hijo?
Sí y no. Sí, si dar un móvil va a suponer entregarle un dispositivo digital sin ningún tipo de acompañamiento, supervisión y contención. Y no, si entendemos que puedo dejarle a mi hijo de 4 años mi flamante smartphone para escanear un código QR que le mostrará un vídeo complementario a las páginas del libro de dinosaurios que acabamos de tomar prestado en la biblioteca.
Debemos encontrar la manera genuina y auténtica de que nuestros hijos e hijas incorporen la tecnología digital en su universo. Un universo, que no olvidemos, debe estar regido por la fantasía, la curiosidad y las posibilidades de explorar y experimentar. Ya sea mediante materiales analógicos, como digitales.
Algunos expertos consideran necesario firmar un ‘contrato’ con los hijos antes de darles su primer móvil para que todos tengan claro las consecuencias de determinadas acciones. ¿Debe ser así en todos los casos?
En nuestro libro tocamos este tema y hablamos de que es una buena idea. Ahora bien, cuidado con el “siempre”. Cuidado con protocolizar. Porque si intentamos instagramear la educación, es decir, aplicar tips y hacks como recetas educativas para cocinar una buena educación, nos estamos encaminando cuestabajo y sin frenos hacia el dogma, hacia el autoritarismo y, finalmente, hacia el descalabro educativo. En el libro decimos que no hay un único mapa. No hay un camino perfecto. No hay una ruta ideal. Por más libros, blogs, posts y reels que encuentres en tu búsqueda hacia la educación perfecta, la verdad es que no hay ninguna ruta lo suficientemente segura que te garantice hacerlo "bien". Hay que rendirse ante la imperfección. Porque explicamos en uno de los capítulos: deberemos aprender a vivir con ciertas torsiones y curvaturas. Porque a veces, una torsión, una curvatura, una rotación no es una catástrofe, sino el cauce genuino que la vida ha surcado para ti.
En vuestro libro habláis de orfandad digital y de orfandad psíquica; ¿qué son cada una de ellas y qué deben tener en cuenta al respecto los padres a la hora de educar a sus hijos en su relación con la tecnología?
Para decirlo de una manera fácil, la orfandad digital y la orfandad psíquica es todo aquello que hacemos para proteger a nuestras criaturas de que las pantallas les devoren el cerebro. Cuanto más intentamos protegerles, más estamos acercándonos a dejarles "huérfanos". Huérfanos de referentes afectivos, empáticos y cercanos para ayudarles a encontrar respuestas a las millones de dudas e inquietudes que aparecen en su descubrimiento de la realidad. Una realidad, que aunque lo queramos obviar, es no solo digital, sino que en muchos casos, esencialmente digital. Está bien que no te guste que tus criaturas vean a Diana Bebé o a Los Compas porque fomentan valores superfluos, pero privarles de ello es como si tus padres no te hubieran prohibido ver Dragon Ball porque fomenta la violencia…
Escribís también sobre la necesidad de cultivar el pensamiento crítico y de la capacidad de discernir entre lo real y lo ficticio; ¿cómo podemos fomentar eso en los niños y en los adolescentes en lo que a la tecnología se refiere?
En el libro contamos que flipamos con el hecho de que hayan retirado la asignatura de ética y filosofía como asignatura obligatoria en la educación secundaria. Parece ser que los que mandan no quieren que la chavalería dude y se haga preguntas. Eso no (les) renta…
Desde que empiezan a mostrar curiosidad por el mundo nuestra tentación es darles respuestas. “No… no te lleves eso a la boca, eso es caca… Mira, esto no se hace así, se hace asá.”
El pensamiento crítico consiste en ofrecerles las preguntas correctas, aunque aún no puedan entenderlas, pero tratar desde que son criaturas inmaculadas que adquieran el hábito de dudar. “¿Has visto que eso estaba en el suelo donde hacen pipí los perritos ?¿Cómo vas a limpiar tu pequeña obra de arte de la pared del comedor cuando acabes?”.
¿Debemos sacar ya todas las pantallas del aula?
Si queremos retroceder al siglo XIX, desde luego que sí. Y quizá también recuperar aquel paraíso perdido de dedos untados de tiza y capones en la pizarra cuando te equivocabas en subrayar correctamente el sujeto y el predicado. Nótese la ironía. Pero es que ahora están de moda las narrativas catastrofistas que embriagan nuestro desconcierto existencial con la melancolía de épocas pasadas, como si en ellas encontráramos el elixir para todos nuestros males. Por eso es tan viral el contenido reaccionario que flirtea con regímenes totalitarios.
Si queremos educar en el siglo XXI, deberemos ayudarles a incorporar las pantallas de forma progresiva, con usos proporcionales y adecuados al fin al que sirven y ofreciéndoles la posibilidad de naufragar a tiempo en un mar seguro, para que aprendan a surcar el océano digital con la mejor de las destrezas. Si eso pretendes hacerlo cuando cumplan 16 años te van a decir, trae pa`ca el timón y no me rayes, ¡boomer!
¿Están los menores de edad más expuestos a todo tipo de peligros?
Lo están como lo han estado siempre. La diferencia es que algunos peligros del pasado han desaparecido. Otros se mantienen. Y nuevos han venido con los cambios sociales que se han producido.
Decir que ahora existe más peligro que antes es demostrar una gran ignorancia de la historia. En ningún momento histórico la infancia y la adolescencia ha contado con mayor acompañamiento, supervisión y asesoramiento. Pero si hablamos de educación sexoafectiva, están tan abandonados como lo han estado siempre. Isa puede dar buena cuenta de ello.
¿Cómo protegerlos de esos posibles peligros?
Lo dejamos claro en el libro: dejándolos que se expongan a ellos. El problema es que no confiamos en que puedan superarlos. No creemos que son solventes. Nos creemos mejores que ellos. Esto es el adultismo en esencia.
Y esto hace que le ofrezcamos una mirada basada en el déficit, como decimos. Las familias milenials creemos que lo hacemos mejor que nuestros padres porque practicamos colecho, gozamos de mayor tiempo de conciliación y solo les compramos juguetes Montesori. Pero lo que ignoramos al creernos superiores es que las generaciones pasadas nos hicieron más resilientes, dentro de su inconsciencia, al dejarnos también solos ante el peligro.