Margarita tiene 16 años y cuando tenía tres, el diagnóstico de autismo comenzó a sonar con fuerza, tras un intenso periplo médico. Hubo una regresión; es decir, perdió habilidades que ya había adquirido, y, además, apareció la epilepsia.
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Su madre, Laura Mercedes Navarro García ha plasmado en dos libros la experiencia con su hija, lo que supone el autismo severo que, en su caso, impide la comunicación oral. En Trovadora de silencios y Canción a dos voces (ambas en editorial Círculo Rojo), la madre se abre en canal para compartir desde lo más profundo lo que esta condición ha supuesto en su familia. Hay textos desgarrados, otros que exploran detalles cotidianos, otros que profundizan en el sentimiento, pero en todos la autora se da por completo para abrir las ventanas de lo que supone una gran discapacidad. Hemos charlado con ella.
Cuentas cómo cuando recibís el diagnóstico de vuestra hija, supone un auténtico shock en todos los sentidos (“soy un fantasma, se me caen los kilos del cuerpo y ando sin andar”; “los compañeros de trabajo son como desconocidos”; “una vida nueva, en un lugar nuevo, con unas personas nuevas...”). ¿Qué fue lo peor de aquel momento?
El que esa palabra ajena a nosotros, esa situación tan extraordinaria, se encontrara en la persona de mi hija, tan pequeñita y bonita. El que se instalara de lleno en nuestra familia. El que retara a nuestra felicidad. El vernos en una guerra sin armamento defensivo y luchando en muchos frentes. Abrir caminos en bosques de mucha espesura. Una carrera militar a contratiempo.
Considero que no es lo mismo conocer de antemano que el hijo que esperas viene con problemas, que encontrártelos de golpe en un desarrollo de apariencia regular. La mente no está preparada para tal acontecimiento. Se trata, en mi modesta opinión, de una crisis existencial importante. De esos grandes sufrimientos que pueden transitar la vida humana.
En esos primeros momentos, confiesas que en la relación con tu hija había terapias y más terapias. Pasado el tiempo, muchos padres descubren que no fueron útiles. ¿Cuál es tu visión ahora tras unos años?
Mi hija avanzó muchísimo con las terapias. Había una gran esperanza sobre ella por parte de los profesionales. Estábamos contentos, dentro de la lógica preocupación. No dolía el trabajo. Llegó a ser autónoma, a seguir órdenes y a tener un lenguaje funcional. El problema fue la regresión que padeció, en la que perdió muchas habilidades adquiridas. A veces, el autismo actúa a traición y por la espalda.
A día de hoy, haría lo mismo. ¿Quién no lo intentaría todo por sus hijos? En la actualidad sostenemos el trabajo y sigue sin dolernos. Pero a sabiendas de que las expectativas son otras. Eso nos ha relajado bastante. Y, por supuesto, hay mucho desgaste. El tiempo pasa una factura de cifras astronómicas que hay que asumir.
¿Crees que se llega a aceptar un autismo severo como el de tu hija o es otro sentimiento el que define esa ‘firma de la paz’ con una condición que no permite disfrutar de ella como desearías?
Depende de la estructura psicológica de cada persona. Yo, más que aceptarlo, lo he integrado a mi vida. Como cosa que no te deja otra opción. Vive conmigo como un intruso. Es una discapacidad dura porque interrumpe el discurso de la vida. Nos impide entregarnos con plenitud. Corta de tajo nuestro diálogo, esa danza que nos permite la comunicación. En mi opinión es una forma de tortura, un estar preso sin vivir en una celda. Es no ser libre.
Tu hija Margarita tiene autismo severo que le impide comunicarse. Y esa barrera supone un dolor constante. Dices en tu segundo libro: “No poder comunicarte con lo que más amas es algo parecido a morir”. ¿Cómo se va gestionando con el tiempo esta gran dificultad?
Te vas acostumbrando con la rutina de los años. Cuando estoy con ella, le hablo como si el autismo no estuviera, aunque evidentemente no me responda. Atenta a su lenguaje corporal y al termómetro de su alegría. Como la chiquilla es muy cariñosa y sonriente, observo el brillo de sus ojos. Si están apagados, sé que tengo que estar atenta. También es muy saltarina, muy activa. Observo su nivel de actividad. Si no varía, sé que está bien. Hay que afinar mucho la intuición, dejar a tu voz interior hablar como si fuese la de ella. Seguir esa brújula ciegamente.
Cuando llega una gran discapacidad a casa, muchos amigos e incluso familiares salen del entorno, tú cuentas que os sucedió y que eso agudizó el aislamiento que conlleva vivir con un hijo con grandes necesidades de apoyo...
Dicen que no hay empatía. Yo creo que no interesa, porque la empatía requiere un compromiso. También entiendo que estas situaciones son anómalas y no son cosa de poco tiempo. Sí, en realidad, existe soledad. Se extraña, a veces, un gesto.
Otras veces, somos nosotros mismos, que estamos tan cansados que renunciamos a socializar. Socializar es un gasto de energía extra. Y la vida fuera sigue su curso, con o sin nosotros. Estas personas tan dependientes a quien de verdad importan es a sus padres. No hay que engañarse.
La culpa aparece también en tus libros, como aparece en el interior de muchas madres en similares circunstancias. ¿Cómo logras acallarla, aunque desde tu lado racional sepas que no eres merecedora de esa culpabilidad?
Me parece que la culpa es el animal de compañía de muchas madres en similares circunstancias, y yo no iba a ser menos. Pensamos que esa criatura que hemos hecho nosotras, la fabricamos mal. Es un sentimiento inherente a la maternidad. Con el tiempo disminuye. Te alías con el enigma. Y la vas ladeando porque te cae mal. Y un día, de tanto ignorarla, deja de molestarte.
Tienes dos hijos más, uno mayor y uno menor que Margarita, y en tu primer libro confiesas que, de noche, cuando estaban dormidos, les dabas un beso y les pedías perdón. También hablas de los viajes que no podéis hacer la familia al completo por las dificultades sociales de Margarita. ¿Qué crees que supone para un niño tener un hermano con una gran discapacidad?
Los hermanos crecen con la discapacidad como compañera. Me parece que lo normalizan mejor que los padres. Con esto no quiero decir que les sea fácil. Es un gran reto para ellos también, un aprendizaje forzado y esforzado. Son los “hermanos de”. Viven en su casa temas diferentes a los de las casas de sus amigos.
La adolescencia es un paso crítico porque quieren ser como una mayoría. Ahí se dan cuenta de que son como una minoría. En su adultez comprenderán que ser los “hermanos de” les ha valido de aprendizaje transversal. Los hará humanistas. Ser los “hermanos de” les habrá moldeado su forma de ser persona.
Margarita se escapa de casa, donde habéis puesto cerrojos en todas las puertas, y donde habéis retirado la decoración para que no haya peligro. Todo ese vivir en alerta 24 horas al día tiene un coste que tú relatas perfectamente en tus libros, en forma de ansiedad y cansancio crónicos, además de otras afecciones. ¿Quién ayuda a los padres que día a día se enfrentan a esta realidad?
Cuando el ser humano es pequeño nos produce mucha ternura, como si se tratara de un animalillo indefenso. Todos quieren acariciarlo, darle apoyo. Con el pasar del tiempo, el gatito se convierte en una pantera. Y el apoyo huye de la casa como el humo por la chimenea.
Los abuelos se hicieron mayores, si es que todavía están entre nosotros. La gratuidad, la colaboración altruista, se consumió con ellos. Así que la respuesta a la pregunta sería que el único que ayuda a los padres es el dinero.
Hablas también de la burocracia y de la escasa conciliación. Se necesitan terapias, que no están subvencionadas y que son costosas. Y los padres entran en una rueda en que han de trabajar para pagarlas, pero han de cuidar de sus hijos también, haciendo dobles o triples jornadas que en muchas ocasiones acaban con su salud...
Desde la Administración ni se ve, ni se quiere ver, lo que supone una gran dependencia en una familia. ¿Para qué vamos a decir otra cosa? Ni están, ni se les espera.
Tendrían que valorar que la dependencia no es un gasto inútil. También mueve en positivo a la economía. Crea consumo, trabajo y servicios. Y si estuviera bien atendida haría de nosotros una sociedad avanzada, que es la que mima a los más necesitados porque se equilibra con su existencia. Es educación y es cultura en todo su significado.
La atención de calidad a la dependencia, en realidad, es un ahorro. Cuando las partidas de dinero son escasas, al final, la dependencia sale más cara a los gobiernos. Más personas enferman por desatención. Padres quemados física, psíquica y emocionalmente. Y familias destruidas que necesitarán ayudas con otro nombre.
Reconoces la “innata felicidad” de tu hija, pero el dolor sigue ahí. Aunque como padres deseamos que nuestros niños la alcancen, es difícil cuando esa felicidad no va acompañada de otras cosas, ¿verdad?
Sí, mi hija es muy feliz. Eso no es poco. Lo que pasa es que desearía que esa felicidad hubiese sido electiva. Como no ha sido así, al principio de todo esto me revelaba. En cambio, ahora, me he vuelto más conformista en ese aspecto.
Es una ley importante que tenemos que asimilar, llámese destino o azar. Hemos de incorporar a nuestra vida lo que nos ha tocado y no permite cambio. Así que yo la miro y le digo: “Yo también quiero mi pedazo de felicidad, no te la quedes toda, pillina”.
En algún momento hablas de cómo se ‘romantiza’ la discapacidad. La sociedad suele mirar hacia los niños con dificultades que llegan a conseguir logros, pero le cuesta más dirigir la mirada hacia los que lo tienen mucho más difícil. ¿Qué podemos hacer para cambiar ese foco?
Difícil, cuando desde los grandes poderes sólo se nos muestra lo exitoso. A nosotros nos corresponde mostrar la parte menos amable de la vida, dar a conocer otras maneras de existir. Con el cuidado de no caer en el exhibicionismo y de no politizar a nuestros hijos. Y nos corresponde sacarlos de las casas y denunciar cualquier erosión a sus fundamentales derechos. Sin desvirtuar su esencia, sin disfrazarlos de lo que no son. Son tan propietarios de este planeta como los otros. Y los otros como ellos.