Hay muchos factores que influyen en la sobreexigencia de las madres de hoy día. Compaginar la vida profesional con la familiar es un ejercicio muy complejo, y a eso se unen las emociones que lleva aparejada una maternidad que parece que ha de ser perfecta.
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La escritora y experta en crianza consciente Ana Acosta acaba de publicar Alquimia materna (Ed. Vergara), un libro donde se propone firmemente transformar la culpa que lleva aparejada la maternidad para que esta se convierta en algo gozoso. Hemos charlado con ella.
Relatas en el libro que la primera noche que te separaste de tu hijo, a los cuatro años, no fue la noche maravillosa que habías soñado. Es una experiencia común a muchas mujeres. ¿Por qué a los padres no les pasa?
Parte de mi vivencia en la maternidad fue creer en un principio que ciertas cosas, como no disfrutar de estar lejos de mis hijos, solo me pasaba a mí. Con el paso del tiempo comencé a compartir mis experiencias maternas en las redes sociales mediante textos y así me di cuenta de que lo que me pasaba nos pasaba a muchas.
¿Y por qué a los padres no les pasa? Es un tema muy complejo y de eso hablo en mi libro Alquimia materna. A grandes rasgos podría decirse que los padres varones han sido socializados de diferente manera que las madres. En la construcción moderna del rol del “buen padre”, los atributos que se valoran y se destacan son la autoridad y el ser un “buen proveedor” en el plano económico. Debido a este último aspecto, está muy normalizado que un padre trabaje fuera del hogar para ganar dinero y que al hacerlo quede exento tácitamente de las labores domésticas y del cuidado. Si bien, en la era posmoderna estos roles están siendo permeabilizados por los aportes y la lucha en igualdad desde el movimiento feminista, todavia quedan resacas muy notorias y arraigadas en el inconsciente colectivo.
En la crianza se pierden los papeles a veces, y entonces aparece siempre la culpa. ¿Cómo aprender a ser compasivas con nosotras mismas?
Para mí, lo primero que tenemos que hacer es entender y racionalizar de dónde viene esa culpa particular que estamos sintiendo, cómo se ha gestado, por qué se ha instalado en nosotras. Si no sabemos de dónde viene, no podremos trabajarla. Resulta que la gran mayoría de la culpa materna deriva de las elevadas expectativas y adornos con los que se ha ido hilando la construcción social de la “buena madre” durante los últimos tres siglos de historia en Occidente.
Poder comprender por qué y para que se definió a la maternidad con determinados atributos (siempre han sido razones políticas, religiosas, económicas y de dominio de la población) nos ayuda a poder liberarnos de lo que en el libro menciono como “culpa como opresión”.
¿Qué tiene de cultural y qué de biológico esa culpabilidad que parece consustancial a las madres?
Definitivamente tiene más de cultural y de social que de biológico. La culpa es una emoción absolutamente necesaria para todos los seres humanos, es como un termostato que nos ayuda a redirigir nuestras acciones y reparar daños, es decir, es funcional, tiene un propósito, como todas las emociones.
La culpa como emoción funcional es aquella que surge, por ejemplo, cuando perdemos la calma y le gritamos a nuestros hijos. Lo que sucede en particular con la culpa materna es que mucha de esta no tiene nada que ver con la funcionalidad de una emoción, sino que está relacionada con la incapacidad de poder sostener una maternidad perfecta y color de rosa. Muchas madres sienten una terrible culpa por tener que dejar en una escuelita infantil a sus bebés o se sienten culpables por salir con sus amigas a tomar algo y dejar a los peques al cuidado de otros adultos. La culpa por estas dos situaciones descritas es ajena a casi la totalidad de padres varones, según mi trabajo de investigación, lógicamente hay algo no “natural” en esa diferencia.
¿Cómo se vive la culpa desde el otro lado? Es decir, ¿cómo la sienten los hijos cuando notan la culpa en sus madres?
El problema con la culpa no es sentirla, sino que se apodere de nuestra experiencia materna, es decir, que nos sintamos culpables muy seguido o por muchas cosas. Cuando esto pasa, el mensaje que les llega a nuestros hijos por un lado reafirma los roles de género debido a que al aceptar esta culpa asumimos que así debemos sentirnos porque así se deben sentir las madres, pero, además, los peques pueden llegar a sentir que no se pueden cometer errores, que las madres debemos ser perfectas y de esta manera ellos también deberían ser perfectos, algo imposible e irreal.
Por último, la culpa es una emoción negativa y los niños tienen un sensor muy especial para percibir cuándo el ánimo en el hogar está bajito. Cuando la sentimos en exceso puede disparar depresión, ansiedad o afectar al bienestar psicológico general.
¿Hay alguna culpa materna que nos aporte algo bueno?
Sí, la culpa materna como emoción adaptativa es positiva y necesaria. Es importante transitarla y gestionarla, lo que implica saber pedir perdón cuando nos equivocamos y reparar el daño causado.
Cuando quienes somos madres en este momento fuimos hijas pequeñas, no era común que un padre o una madre pidiera perdón a sus hijos cuando se equivocaba, ya que esto se percibía como “debilidad” y se creía que al hacerlo los padres iban a perder autoridad frente a sus hijos. Hoy sabemos que no es así y que, de hecho, el pedir perdón a nuestros hijos cuando nos equivocamos favorece el desarrollo del vínculo de conexión con los mismos y su autoestima, al interiorizar que todos podemos equivocarnos y que no por ello dejamos de merecer ser amados o cuidados.
Entre las 10 situaciones que generan culpa entre las madres, y que citas en el libro, está la de querer pasar un tiempo en soledad. ¿Cómo entender que es totalmente necesario?
De forma gráfica, se puede explicar así: imaginemos que las madres somos jarrones y que día a día vamos llenando el jarrón con la limpieza del hogar, los cuidados, la carga mental, la actividades extraescolares, las citas con el pediatra o con el dentista, etc, etc, etc. Si ese jarrón no se vacía de vez en cuando, va a desbordarse, ya no le va a entrar más agua y allí cabe preguntarse: ¿qué podemos ofrecer las madres a nuestros hijos desde el desborde?
Para no llegar a este punto límite, las madres necesitamos nutrirnos y cuidarnos con espacios en los que podamos relajarnos sin tener que cuidar o preocuparnos por otra vida, necesitamos desenchufarnos del modo mamá por un rato. Por esto, los momentos en soledad y en compañía de otras madres son absolutamente necesarios para la salud mental.
«Siento que todo lo hago a medias. Crío a medias, trabajo a medias, soy esposa a medias. Es como si no pudiera hacer nada al cien por cien, y eso me frustra y me genera culpa». En el libro recoges este testimonio. ¿Qué se puede decir a tantas mujeres que se sienten así?
Lo curioso de este testimonio es que vino de una psicóloga, lo cual nos hace ver que todas las madres transitamos la culpa sin importar cuán “preparadas” estemos. Con esta mamá en particular hicimos un trabajo terapéutico personalizado y pudo soltar su culpa; su vida cambió completamente para bien.
Muchas mamás se sienten como esta mami y a todas ellas les propongo como primer acercamiento plantarse y preguntarse: ¿Y por qué debo llegar a todo? ¿Es posible o viable hacerlo? ¿Esta exigencia también la siente mi pareja? ¿Qué cambios concretos podría hacer en mi vida o en qué áreas podría bajar el nivel de exigencia para no sentirme así? ¿Qué experiencias de mi infancia o de mi pasado me han empujado a creer que debo cubrir al 100% todos estos roles? Tan solo al responder estas preguntas podremos empezar a soltar esta culpa.
Nos hemos quedado sin tribu y criamos casi en solitario. ¿Es ese acompañamiento una buena solución ante la culpa?
El acompañamiento de otras madres no solo es una buena solución para la culpa materna, es a la vez antídoto y vacuna. Lo que intento decir es que la tribu nos ayuda a sanar y a ser más fuertes para afrontar el próximo encontronazo con la culpa.
El sentirse validada, comprendida, escuchada con empatía es necesario en toda maternidad, sobre todo porque muchas veces la pareja masculina no logra empatizar con nuestro sentir, ya que sus vivencias, exigencias y prioridades son diferentes. Nuestras madres o abuelas, que han alternado con la construcción social de la maternidad color de rosa y de las madres mártires, tampoco llegan a entender realmente por qué nos sentimos así con determinadas temáticas. “En mis tiempos era más difícil y no me quejaba”, te dicen, “yo crié cuatro hijos sola y nunca me queje”... Esas frases nos anulan, nos hacen sentir como que estamos locas o que no somos agradecidas.
Acabas el libro hablando de cómo transformar esa maternidad culposa. ¿Podrías citar uno de los puntos clave para ello?
El punto más importante es trabajar en la autocompasión, aceptarnos como madres suficientemente buenas en lugar de aspirar a una maternidad perfecta. Pero esto requiere un compromiso y un trabajo de nuestra parte, prácticas que he desarrollado en el libro.