A veces, los padres notan que su hijo se comporta de manera diferente a otros niños o tienen la sensación de que va alcanzando los hitos del desarrollo algo más tarde o bien, cuando ya están escolarizados, comprueban que su aprendizaje no es todo lo fluido que debería. ¿Qué hacer en ese caso? ¿Por dónde empezar? El primer paso es ir al pediatra, pero en ocasiones, si el niño es menor de 6 años y las dudas que plantean los padres no son muy evidentes, es posible que el facultativo opte por esperar. Sin embargo, detectar cualquier posible problema antes de los 6 años es esencial, pues “el cerebro tiene, durante los primeros seis años de vida, un nivel altísimo de plasticidad que lo predispone a que las experiencias que recibe se configuren en esas redes neuronales que tienen que ver con aprendizaje, con desempeño, con capacidad”, nos explica Claudia Porras, psicóloga y directora del Centro de Aprendizaje y Psicología APRes de Madrid. “Cuando dejamos pasar las señales de alarma a los 4, los 5 o los 6 años, en el fondo estamos perdiendo un factor biológico que juega a nuestro favor, que es que su cerebro está muy dispuesto a asimilar las intervenciones. Por eso la detección precoz es es elemental”.
¿Cuáles son los primeros pasos a seguir ante las primeras señales de alarma?
Las dificultades en el aprendizaje, el retraso madurativo o ciertos aspectos del neurodesarrollo que impidan al niño relacionarse o comunicarse van acompañados, en no pocas ocasiones, de problemas de conducta, a causa precisamente de la frustración y del malestar emocional que esa situación provoca en el pequeño y que este aún no es capaz de entender y, mucho menos, de expresar. Entonces… ¿cómo saber a qué profesional llevarlo para una primera valoración? ¿Al psicólogo, por los problemas de conducta? ¿Al pedagogo o psicopedagogo, por las dificultades en el aprendizaje? ¿Al terapeuta ocupacional por la sospecha de un posible retraso madurativo? No es extraño que los padres quieran dar un paso al frente, pero no tengan claro dónde ni cómo.
Si el menor ya está matriculado en un centro educativo, lo primero debería ser hablar con el tutor del niño, tal y como recomienda Claudia Porras. Cuando de lo que las familias sospechan es de dificultades de aprendizaje, habrá que verificar directamente con el profesor si se trata de un tema puntual, de una dinámica de la clase o bien ante una diferencia respecto a sus compañeros en la manera de responder a las demandas académicas. “Los tutores suelen verlo de una manera notoria”, asegura la psicóloga.
“Cuando el centro escolar constata esto, habría que proponer una derivación o una evaluación específica de tipo más psicopedagógico o neuropsicológico”, añade. En esta evaluación se valoraría “aspectos cognitivos, intelectuales y también habilidades académicas o aprendizajes concretos, como la lectura, la escritura o el cálculo para poder hacer un buen diagnóstico diferencial”.
En el caso de niños más pequeños sería necesario comentárselo al pediatra. Para ganar tiempo -y, por supuesto, siempre que no se derive al menor a un profesional especializado-, sería aconsejable “acudir a un centro especializado en dificultades de aprendizaje o alteraciones del neurodesarrollo, que muy probablemente tendrá versatilidad a nivel de especialistas para poder definir cuáles de los profesionales tendrían que actuar tanto en la evaluación como en la intervención”.
La valoración al niño por parte de un profesional
“La labor de la detección y de la evaluación es muy importante”, señala la directora del Centro APRes. No se trata de poner una etiqueta que condicione a la persona, nos dice, sino de “conocer cómo se encuentra el menor a nivel de capacidad y de destrezas para darle los apoyos específicos”. De ahí la recomendación de acudir con el niño a un equipo multidisciplinar, porque podrán “hacer un plan o un esbozo de cuáles son las particularidades que hay que mirar en cada caso”. La evaluación, añade, deberá ser siempre personalizada; no deberían utilizarse las mismas pruebas en todas las evaluaciones.
“Cuando nos llega un caso al centro, hay una primera cita donde tomamos con detalle toda la información y las características de la persona y, sobre esa información, se esboza el plan de qué es lo que necesitamos revisar y ahí ya entra el equipo: en neuropsicología o en psicología, van a evaluar la capacidad intelectual, la atención, la memoria, el funcionamiento ejecutivo, aspectos emocionales y de la conducta; en pedagogía o psicopedagogía, van a revisar todas las habilidades de del aprendizaje y de la lectoescritura y el cálculo; si tuviéramos una situación de dificultades en el lenguaje, logopedia revisa la capacidad de comprensión, de expresión del lenguaje; si fuera una dificultad motora o de tipo sensorial, terapia ocupacional entraría en la evaluación”, detalla Porras.
No será, sin embargo, una evaluación extensa en la que todo el equipo tenga que intervenir, sino que lo harán los profesionales indicados en función de lo que se observe en esa primera cita; serán estos profesionales los que evaluarán aquello que es necesario conocer en profundidad.
Tras la evaluación, vendría el plan terapéutico, diseñado específicamente para cada niño. “Ahí nos vamos a encontrar tanto áreas personales, emocionales, de conducta, y entonces asignamos especialistas de psicología para que empiecen a atender esa parte. También podemos encontrarnos con dificultades académicas, bien de estrategias relacionadas con el aprendizaje o estrategias compensatorias que tengan que crear ante la dificultad de una dislexia o de una disgrafía, por ejemplo; ahí tenemos nuestro tipo de pedagogía terapéutica”. También podrá intervenir un logopeda o un terapeuta ocupacional si los problemas están relacionados con el habla o con la motricidad; en cualquier caso, la intervención siempre será personalizada: “un niño que tenga autismo o que tenga dislexia o TDH no tiene por qué seguir el mismo número de sesiones o la misma atención con un mismo especialista que otro niño con su mismo trastorno, sino que se ajusta al perfil propio que se ha detectado”.