Psicóloga infantil, Sara Tarrés acaba de publicar Mi hijo me cae mal (Ed. Plataforma), donde reflexiona sobre esta difícil realidad, a la vez que aporta soluciones prácticas para solventar el problema.
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Divulgadora en www.mamapsicologainfantil.com, la autora hace un completo recorrido desde las expectativas irreales en torno a la maternidad y los hijos hasta las emociones que van surgiendo durante la crianza y cómo darles soporte. Hemos charlado con ella.
“Existen muchas circunstancias y variables que pueden hacer que nuestro hijo o hija nos cause malestar y nos acabe cayendo mal, pero eso no significa que seamos malos padres“, recalcas en el libro. Y, sin embargo, es raro que alguien lo reconozca públicamente...
Efectivamente, no lo decimos porque es un tabú, algo que no se debe decir. Reconocerlo públicamente es complicado porque a las madres se nos juzga muy fácilmente y más si lo que sentimos por nuestros hijos e hijas se aleja de esas ideas de madres abnegadas, sacrificadas, pacientes, dulces y amorosas que jamás se enfadan. Es como si no se nos permitiera sentir otra cosa que placer y bienestar al lado de nuestras criaturas. Ideas que están calando profundamente en muchas mujeres y que nos hacen sentir ‘malas madres’ si en algún momento de la relación con nuestros retoños sentimos algún tipo de malestar en forma de disgusto, desagrado, rabia o frustración.
Es cierto que cuesta mucho admitirlo públicamente, generalmente por ese miedo o vergüenza a qué dirán o qué pensarán de mí. Porque en muchos casos en lugar de encontrar a alguien que nos escuche, nos calme y nos oriente, encontramos incomprensión y desaprobación, lugares donde se nos sentencia y etiqueta como ‘malos padres’. Sin embargo, cuando ofrecemos un espacio seguro y de ‘no juicio’ son muchos los padres que acaban verbalizando esta afirmación ‘mi hijo me cae mal y a veces no lo soporto’.
En el libro hablas del tabú del amor incondicional, de la maternidad idealizada que puede hacer daño a la relación con los hijos, ¿cómo debe ser esa otra mirada hacia la maternidad?
Creo importante desprenderse de cualquiera de esas etiquetas que rodean a ‘la maternidad’, y que hoy en día nos bombardean desde diferentes medios.
Es importante, exigirnos menos, aceptando nuestras limitaciones y lo que sentimos en cada momento –permitirnos estar tristes, cansadas, frustradas– y ¿por qué no? poder expresar que uno de nuestros hijos nos genera malestar y que puede que nos caiga mal. Dejar de compararnos con otras madres, tratando de emular lo que muestran en sus redes sociales o manuales de crianza. Esto nos permitirá vivir una maternidad más relajada, con menos culpa y frustraciones.
También escribes sobre los hijos pluscuamperfectos... ¿es tan difícil no tener ideas y deseos previos sobre la criatura que va a venir al mundo?
De forma totalmente involuntaria nos creamos una imagen de cómo será nuestra criatura; la imaginamos porque es un modo también de vincularnos con ella. Es prácticamente imposible no tener expectativas y deseos previos, efectivamente.
Son las altas expectativas o las idealizaciones poco realistas las que acaban por hacernos daño, a todos, pero especialmente a los pequeños, puesto que nunca van a ser capaces de alcanzar esa figura que habíamos creado en nuestras mentes y sintiendo que siempre nos están decepcionando.
La crítica y la mala relación hacia los hijos puede deberse también a lo que denominas “el reflejo que no queremos mirar”, ¿en qué consiste?
Nuestros hijos nos ponen reiteradamente frente al espejo. Tanto para lo bueno como para lo malo. Porque en su proceso de aprendizaje nuestros hijos copian y reflejan todo cuanto hacemos. En el caso que nos ocupa, hago referencia a aquellos comportamientos que no nos gustan de nosotros mismos: formas de hablar, gestos, miradas, modos de solucionar los conflictos o de abordar los problemas del día a día, si usamos mucho la crítica, las amenazas, si somos muy exigentes… Nuestro modo de hacer con ellos puede acabar siendo su modo de hacer para con nosotros.
Un modo de cambiar la mala relación con nuestros hijos es empezando con nosotros mismos tratando de modificar algunos de esos comportamientos que tanto nos irrita ver en ellos.
Aunque se suele negar, en el libro hablas de que un porcentaje altísimo de padres y madres tiene un hijo favorito, ¿qué hacer ante esta realidad?
Sí, los estudios que se han realizado concluyen que entre un 65% de las madres y un 70% de los padres muestran preferencia por alguno de sus hijos.
Estas predilecciones suelen ser temporales y cambiantes, y no se suelen manifestar abiertamente, con el objetivo de conservar la estabilidad y el bienestar de la familia, en general, y de los hijos, en particular. Porque, a pesar de que sentir mayor afinidad por una de nuestras criaturas en un momento determinado no es en sí mismo nada negativo, sí debemos tratar de que no se nos vaya de las manos y de que esta inclinación por cualquiera de ellos no acabe desfavoreciendo al resto de hermanos.
Sentir una mayor afinidad por uno u otro hijo no tiene por qué traducirse en favoritismo; dependerá en gran medida de lo que hagamos con este sentimiento, cómo nos comportamos, qué hacemos y qué les decimos a cada uno de ellos. Cuando la preferencia es constante y permanente, es precisamente la que acaba siendo más perjudicial.
“Aceptar que sufrimos sensaciones y emociones displacenteras respecto a nuestro hijo o hija no nos hace ser peores madres o padres, pero estas nos están intentando decir alguna cosa que debemos escuchar”, comentas en el libro. ¿De qué nos suelen hablar las emociones en estos casos?
Cada emoción nos pone en alerta de que hay algo importante a lo que debemos prestar atención, que hay ‘algo’ que atender dentro o fuera de nosotros. Nos hablan también de necesidades que debemos cubrir: de protección (miedo), de respeto y justicia (rabia), de búsqueda de consuelo (tristeza)…
Es importante pararse a escuchar qué hay detrás de cada una de nuestras emociones para poder satisfacer de algún modo esas necesidades no cubiertas.
¿Cómo tender puentes con ese hijo con el cual la relación está enquistada?
Una forma de hacerlo es cambiando el foco de nuestra lupa. Me refiero a esa lupa de gran aumento con la que le hemos estado mirando hasta el momento. Esa que no ha hecho otra cosa que ver errores y fallos. Se trata de focalizarnos más en todo aquello que hace correctamente y menos en eso que nos disgusta. Significa darse cuenta de que no todo en nuestro hijo es tan negativo.
Significa también tratar de entender por qué nuestros hijos actúan del modo que lo hacen y hasta qué punto esos comportamientos que nos disgustan o perturban son una respuesta a nuestra manera de proceder con ellos.
En definitiva, ser más empáticos. Porque sin empatía todo es más difícil, la convivencia se erosiona lentamente. Crea incomodidad. Nos sentimos incomprendidos e invisibles. Sin la empatía del otro nos sentimos juzgados y sentenciados a cumplir con la condena de los reproches, las regañinas, los sermones o los castigos, por poner algunos ejemplos comunes.
¿Cuándo recomiendas ayuda profesional para abordar esta situación?
Antes de llegar al límite, sin esperar a que el problema se solucione por sí mismo ni a que sea muy grave. Porque lo mejor que podemos hacer por nosotras mismas y por nuestros hijos es pedir apoyo externo, experto y especializado, siempre que veamos que la preocupación por lo que nos está ocurriendo – a nivel personal o familiar– nos está afectando de tal manera que nos resta bienestar, abruma, estresa, entristece, anula y/o impide una buena conexión con nuestros hijos.
Es importante buscar ayuda siempre que:
1. Tras buscar una y otra vez soluciones no conseguimos que acaben de funcionar y nos invade una profunda sensación de no poder más.
2. Cuando las discusiones, desavenencias, faltas de respeto o la aparición de patologías en algún miembro de la pareja nos impidan ser una familia funcional (entendida como aquella que promueve el desarrollo adecuado y beneficioso de todos los miembros que la componen).
3. Cuando las emociones que sentimos nos llevan a actuar de un modo que puede poner en riesgo tanto nuestra propia salud física y mental como la de nuestros hijos.
4. Cuando convivimos con niños sin límites, con comportamientos agresivos, y conductas despóticas o tiranas.