La educación emocional, tan básica en la vida de toda persona, de todo niño, y tan desconocida para no pocos padres… Inculcar una adecuada educación emocional a los niños cuando los progenitores no la han recibido es un complicado reto que implica una ardua tarea. Para guiar a los padres en este camino, la consultora de crianza consciente y escritora Miriam Tirado acaba de publicar Sentir (Ed. Grijalbo), que es todo un viaje en el que aprender a reconocer y a acompañar las propias emociones y, con ellas, las de nuestros hijos. Lo presentará en los próximos días en Madrid, en la librería Cervantes y compañía, pero nos ha adelantado algunas de las claves de esta obra en una charla de lo más productiva sobre cómo ayudar a nuestros pequeños con sus emociones cuando no sabemos muy bien cómo hacerlo.
Hoy en día, la mayoría de los padres son conscientes de la importancia de la educación emocional, pero ¿cómo inculcarla si nunca se ha recibido esta educación de manera adecuada?
Como no es algo que nos salga de una forma natural, porque no lo hemos recibido, tenemos que aprenderlo primero nosotros. Después, ya va a ser posible transmitírselo a nuestros hijos de una manera adecuada porque, cuando no es así, cuando no lo tenemos integrado, los niños lo pillan. Por ejemplo, me estás intentando decir que no grite, pero tú me estás gritando. Hay que educar desde el ejemplo, pues a ellos no les hace el mismo efecto. Por lo tanto, pasa inevitablemente por educarnos nosotros a nivel emocional.
Y para eso, ¿es también necesario sanar las propias heridas emocionales?
Es imprescindible porque, por mucho que queramos hacer según qué en momentos de tensión o conflicto, muchas veces en relación con nuestros hijos nos salen patrones, formas de hablar, de hacer... que no nos gustan. Salen, en realidad, de una herida.
A veces, muchas cosas de las que hacemos con nuestros hijos no tienen nada que ver con el presente, con lo que está ocurriendo con ellos. Es decir, los niños, la gran mayoría, hacen lo que tienen que hacer por la edad que tienen, pero nosotros, en ocasiones, reaccionamos mal de una forma inconsciente. Esa situación nos activa porque nuestros padres también se activaban en situaciones similares, y por lo tanto, registramos lo que hacían ellos como lo que se tiene que hacer.
Imagínate, si tú en tu infancia te sentiste no escuchada, en el momento que tú sientes que tu hijo no te escucha o que no tiene en cuenta lo que le estás contando, sale la rabia, pero no una rabia de la persona adulta que eres hoy (y que puedes entender perfectamente que tu hijo tiene 4 años no te escuche), sino que sale una rabia de esa época, de cuando tú de pequeña sentías que no te hacían caso tus padres. Entonces, sale de una forma desmesurada, desproporcionada.
Tendremos inevitablemente que ir a revisar nuestras infancias. Yo creo que ningún trabajo de crecimiento personal puede evadir eso, el revisar de dónde venimos, qué recibimos y cómo eso nos está todavía afectando en el presente. Todo lo que no se resuelve del pasado, se sigue manifestando en el presente.
¿Y cómo se hace eso? ¿Cómo se pueden sanar las heridas de la infancia?
Recordando y dándose cuenta. Imagínate que tienes una muy mala relación con la rabia, pues puedes ir a buscar el origen. Es un proceso de tomar conciencia de cómo se gestionaba la rabia en casa, qué pasaba, que me decían, qué hacían conmigo cuando yo estallaba en una rabieta, qué he visto hacer a mis padres cuando ellos eran los que estaban enfadados… Simplemente el hecho de recordar y de hacer un poco de revisión ya nos ayuda a ver el porqué de nuestra relación con la rabia. Pero muchas veces es necesario ayuda profesional para que nos acompañe en este proceso, porque solos no siempre sabemos cómo gestionar todo lo que nos remueve.
¿Cómo ayudar a los niños cuando sus emociones se desbordan de manera habitual?
Primero, aceptando que son niños. En los últimos años veo que los padres, de alguna forma, esperan que sus hijos se comporten como un adulto. Esto es imposible; tú has visto lo que nos cuesta a los adultos tener autocontrol y actuar de una forma asertiva. No les podemos pedir que hagan esto a nuestros hijos porque les queda mucho recorrido, muchas vivencias para que puedan llegar a tener la suficiente conciencia para hacerlo. Tenemos que enseñarles, obviamente, y tenemos que ayudarles a ello, pero no podemos esperar que se comporten como mini adultos.
Por otro lado, cuando se desbordan, tenemos que comprender que el desborde emocional se debe a unas circunstancias, que a veces también hay gente que cree que esto es por capricho, que lo hace para molestar, y no. Cuando un niño se desborda emocionalmente está sufriendo y, por lo tanto, tenemos que ayudarle, no ignorarle, no reñirle, no castigarle. Se trata, primero, de reconocer que está mal y luego permitir que se exprese, poniendo el límite al comportamiento, porque esto es muy importante. Es decir, la emoción siempre es válida y legítima, pero esto no implica que pueda hacer lo que quiera y pueda tirarnos cosas por la cabeza o pueda pegarnos. Debemos poner límites al comportamiento, pero no a la emoción.
Si está desbordado emocionalmente, nosotros no podemos desbordarnos también emocionalmente; tenemos que ser la energía contraria para llevarlo a un lugar de calma emocional. Y esto requiere tiempo, permitirle expresarse, validar lo que está sintiendo y ver, poco a poco, cómo podemos ayudarle. Preguntarle: “¿Qué sientes? ¿Qué necesitas? ¿Cómo te puedo ayudar? ¿Puedo darte un abrazo?”.
¿Y en caso de que sí ocurra? ¿Y si el padre o la madre también se desborda de manera habitual?; ¿cómo puedes guiar y enseñar a tu hijo cuando tú mismo no eres capaz de controlar esto?
A los padres que les pasa eso, les digo que hay que ponerse manos a la obra con el propio autocontrol porque si no lo que estamos enseñando al niño es que, en momentos de tensión, de estrés o de conflicto, es así como se tiene que reaccionar. Debemos ser muy conscientes de en qué situaciones nos desbordamos. Yo recomiendo a los padres que hagan un registro de estos desbordes emocionales para que vean si hay unas horas más susceptibles de ello. Hay gente que se desborda mucho, por ejemplo, por la mañana antes de ir al cole, porque como tienen un reloj que aprieta y tienen que ir al trabajo y llegar a la hora, etcétera se van estresando. En este caso, tendremos que hacer algunos cambios para poder ir con más tiempo, a lo mejor levantarnos más temprano, hablar con el trabajo para que nos den un poco de flexibilidad por la mañana…
Si hacemos el registro y vemos que siempre es por la noche, que hay gente que se desborda mucho cuando ya están muy cansados, pues a lo mejor tenemos que adelantar horas de cena, horas de acostar para estar todos más tranquilos. Es decir, si yo veo que hay una correlación de las horas en las que me desbordo, puedo tomar acción, pero sea por la mañana, sea por la noche, sea cuando sea, tengo que comprometerme de alguna forma.
Muchos adultos hoy en día siguen empeñados en no sentir, o más bien no reconocer las emociones desagradables que puedan tener y en evitárselas a sus hijos. ¿Por qué ocurre esto? ¿Qué habría que hacer?
Bueno, esto no es raro. Venimos de siglos en los que se ha ignorado por completo la parte emocional de la persona y se ha puesto en valor el pensar y el hacer. Y aniquilar lo que sentimos acaba teniendo un efecto en el afuera, en cómo nos comportamos. ¿Cómo atajar eso? Entendiendo que las emociones son como las olas del mar, que vienen y van. Nada perdura para siempre. Cuando tú estás sintiendo tristeza dices vale, pues estoy triste; me permito estar triste ahora un buen rato y lloro o me pongo música triste para poderlo sacar todo hacia afuera o me voy a caminar para, poco a poco, irme sintiendo mejor.
Cuando me permito sentir, me doy cuenta que no había nada que temer y que, al cabo de un rato, esta tristeza se transforma en otra cosa, pero como hemos tenido miedo de sentir, estamos intentando impedirlo y esto es imposible. Es absurdo porque las emociones no desaparecen, están ahí y, cuando no las transitamos, se quedan en nosotros y, entonces, esa tristeza cada vez va siendo más grande.
Muchos adultos van aguantando, siempre dicen que todo está bien, siempre aparentan no sentir ningún tipo de emoción desagradable y un buen día petan y entonces viene la ansiedad o muchos dolores de diversa índole. Lo ideal para las nuevas generaciones es que nuestros hijos vean que somos personas que aceptamos todas las emociones, que no las etiquetamos, que no las ponemos en sacos de buenas y malas, de positivas y negativas, y que les permitimos sentirse como se sienten y que nosotros también nos lo permitimos y que lo transitamos de una forma natural. Que no pasa nada.
También dices en el libro que el dolor sana; ¿cómo lo hace y, sobre todo, cómo extrapolar esto a los niños? ¿Cómo podemos hacer que les sane a ellos?
No incomodando con su dolor y no estando nosotros sufriendo horrores con su dolor. Yo soy madre y la cosa que menos me gusta del mundo es ver sufrir a mis hijas, tanto dolor físico como en lo emocional, y si pudiera eliminar esto de la ecuación de la vida, pues es lo primero que eliminaría, pero esto no se puede. Como no se puede, paso a aceptar que ellas tendrán momentos de dolor y que lo que puedo hacer yo es estar ahí para ellas y ayudarlas a ir poco a poco comprendiendo que este dolor las hace crecer; como cuando muere una mascota, muere un abuelo o alguien a quieres cuando son niños. Pues sí, claro que duele muchísimo, pero este dolor también nos ayuda a crecer, a conectar con ellos de otra forma, a valorar la vida de otra forma, etcétera.
Si tenemos miedo de que nuestros hijos sientan, si intentamos evitar todo tipo de dolor y sufrimiento, si cuando ellos están sufriendo nos ponemos histéricos, nerviosos, sufrimos más que ellos, ellos van integrando que esto no es aceptado en casa, por lo tanto tengo que esconderlo porque ellos van a sufrir igual. El sufrimiento y el dolor no se lo ahorra nadie, pero ya no lo van a expresar porque lo último que quieren ellos es preocupar a sus padres o hacérselo pasar mal a sus padres. Y esto no es algo que los padres deberíamos de querer.