La disciplina positiva, así como el método Montessori, ya advierten de los riesgos que conlleva el elogio a un niño. Su argumento es que el mensaje que se le envía es que su valor es extrínseco, es decir, que depende del reconocimiento de otros, no de sí mismos, lo que tiene una serie de consecuencias en lo que a su autoestima se refiere, pero también en su capacidad de esfuerzo.
Para ti que te gusta
Lee 8 contenidos al mes solo con registrarte
Navega de forma ilimitada con nuestra oferta
1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
TIENES ACCESO A 8 CONTENIDOS DE
Recuerda navegar siempre con tu sesión iniciada.
Aunque en la disciplina positiva y en la filosofía Montessori el elogio entraña mucho más (lo consideran una forma de manipulación en ciertos casos), nos vamos a centrar en eso, en el esfuerzo y, sobre todo, en el miedo al fracaso. ¿Qué tiene que ver el miedo al fracaso con el elogio a un niño? En realidad están íntimamente relacionados, puesto que tiene que ver con no cumplir las expectativas que papá y mamá, los profesores y otros adultos de referencia puedan tener sobre el pequeño y que pueden desencadenar, como ya vimos, en el síndrome de la niña buena.
Elogiar, en concreto, la inteligencia tiene efectos muy palpables, como demuestra Carol Dweek, catedrática de Psicología social en la Universidad Stanford, que llevó a cabo un curioso experimento con un grupo de niños de 4 años. En un primer momento, les entregó una serie de puzles muy fáciles para su edad. Una vez que lo hubieron montado por completo, les ofrecieron la posibilidad de volverlo a hacer o bien de probar con otro más difícil. Pues bien, los niños considerados más inteligentes decidieron volver a hacer el fácil, mientras que los otros optaron por intentar superar el reto de hacer el más difícil.
A estos niños (los que son considerados como inteligentes) los describe como de mentalidad fija porque creen que sus rasgos son inamovibles o, más bien, les interesa creerlo. El miedo a perder su estatus de ‘inteligente’, les provocó rechazo a la actividad de mayor dificultad ante la posibilidad de fracasar con ella. Dejan, por tanto, de esforzarse y, en consecuencia, de desarrollar todo su potencial.
La catedrática subraya, en su libro ‘Minset. La actitud del éxito’ (Editorial Sirio), que el esfuerzo se asocia erróneamente a individuos sin capacidad o talento y que una de las creencias de la mentalidad fija es que “los verdaderos genios no necesitan esforzarse”. Con cierta ironía, señala que la fábula de la liebre y la tortuga ha hecho mucho daño al verdadero valor del esfuerzo: “ayudó a generarle cierta mala fama”, asegura. “Reforzó la imagen de que el esfuerzo es para los lentos y laboriosos y sugirió que, en raras ocasiones, cuando la gente de talento baja la guardia, el lento y laborioso puede colarse y ganar la carrera”.
La cuestión es que Dweek haría el mismo experimento tiempo después con niños de 11 años y el resultado fue el mismo. Por tanto, decir a menudo a nuestro hijo que es muy inteligente lo convierte en un individuo de mentalidad fija; el elogio es tan potente que es preferible “creer que las cualidades personales son inamovibles”, lo que origina en ellos “la necesidad de validarse a uno mismo constantemente”.
En función de esto, la autora establece dos categorías de personalidad: los niños (o adultos) de personalidad fija y, en contraposición a ellos, los de mentalidad de crecimiento. Esta última se fundamenta “en la creencia de que tus cualidades básicas son algo que puedes cultivar por medio del esfuerzo” y que “todo el mundo puede cambiar y crecer por medio de la dedicación y la experiencia”.
La clave, para ella, que diferencia a quienes tienen una u otra mentalidad es la importancia que otorgan al fracaso y el papel que confieren a los contratiempos. De este modo, mientras los de mentalidad fija ven en cada contratiempo un riesgo para que su habilidad excepcional pierda valor, lo que les haría sentir fracasados, los de mentalidad de crecimiento comprenden que pueden “convertir los contratiempos de la vida en éxitos futuros”.
Volviendo al experimento de los puzles, los niños con mentalidad de crecimiento no entendían por qué les ofrecían volver a hacer el rompecabezas fácil en lugar de probar con otro más difícil e incluso interpretaron que se trataba de “una alternativa muy rara”. Ellos, al contrario que aquellos niños en los que el elogio de su inteligencia ha hecho tanta mella en su autoestima, “creen que uno puede hacerse más inteligente”, lo que les abre una gran vía para desarrollar su potencial.
Si no podemos decir a nuestro hijo que es inteligente, ¿qué hacer entonces?
Lo que propone la disciplina positiva es que nos centremos en valorar el proceso que ha llevado a nuestro hijo a obtener un determinado resultado, no al resultado en sí. Es decir, si ha sacado muy buenas notas, por ejemplo, habría que darle la enhorabuena por su esfuerzo o (si no ha habido tal esfuerzo, que también puede ser) por cómo se ha organizado para lograr este éxito o por todo lo que ha aprendido.
Esto no significa que no podamos decir nunca en su presencia que es inteligente o que no podamos hacérselo saber, pero es importante prestar atención a cómo se lo decimos para que entiendan que la inteligencia es una cualidad más de su persona. Y, por supuesto, debemos inculcarles que, por muy inteligentes que sean, siempre deben seguir esforzándose en la medida de sus posibilidades y que comprendan que una mayor inteligencia no implica que les venga nada dado. Así, les estaremos dando la oportunidad de desarrollarse plenamente.