Cristina Vázquez es psicóloga y escritora. En su último libro, la antología de relatos ¡Oh, mamá! (Ed. El Drago), aborda a través de 13 escritos las relaciones entre madre e hija desde muy distintas perspectivas.
¿Cómo condiciona ese primer vínculo entre madre e hija? ¿Qué pasa cuando las hijas se reconocen en sus progenitoras? ¿De qué modo influye tener una maternidad tardía? De todo ello hemos hablado con la autora.
La relación madre-hija puede ser compleja, ¿por qué eso no sucede entre los padres y los hijos?
Nuestra madre es nuestra conexión con la vida, es el primer latido del corazón, el primer contacto, el primer olor, y la intensidad de este primer vínculo nos condiciona a hijos e hijas para el resto de nuestra vida. Y al ir creciendo, los procesos de identidad y/o rechazo se producen fundamentalmente entre madre e hija. Son relaciones, de alguna manera, especulares (en espejo).
Esto no significa que las relaciones de hijos e hijas con su padre no puedan estar también revestidas de una gran complejidad. El padre ejerce, al fin y al cabo, la primera influencia masculina en la vida de sus hijos y como tal tendrá una importancia clave en el resto de relaciones que estos establezcan a lo largo de su vida. Pero para una mujer el vínculo con su madre es especial, ya que existe una cierta repetición identitaria, un karma femenino que nos vamos pasando de madres a hijas, de generación en generación. Varias de las protagonistas de ¡Oh, mamá! experimentan este fenómeno.
¿Cuáles son las dificultades más habituales en esa relación entre la madre y sus hijas?
Durante la infancia, la hija tiene una visión idealizada de la madre, la madre lo es todo, es el espejo en el que se mira, el modelo con el que se identifica. Pero en la adolescencia y juventud es cuando comienzan las dificultades al aparecer la crítica hacia la madre, necesaria para formar la propia identidad. Además, esa juventud de la hija implica naturalmente un decaimiento de la madre, y pueden producirse también celos y frustración por parte de esta última. Cuando no se gestionan adecuadamente estas circunstancias pueden llegar a establecerse patrones tóxicos en la relación que desemboquen en rechazo y distanciamiento.
Por otro lado, algunas madres exhiben preferencias hacia una de sus hijas sobre el resto, y esto provoca en la hija no preferida sentimientos de inseguridad y desolación, al no entender qué ha hecho para no merecer ese amor de su madre.
La maternidad puede vivirse de distintas maneras, como se recoge en el libro. Pero ¿hay aspectos comunes que se pueden ver en todas las familias?
Algo que tienen en común todas las familias es su vivencia de ese momento especialmente conflictivo, maravilloso y terrible a la vez, que representa el nacimiento del primer hijo. Existe una confabulación general de que es un momento de gran felicidad, y este estereotipo pesa a las mujeres que llegan a considerarse malas madres por no sentirse tan felices como se espera de ellas.
Otro aspecto común sería ese momento en el que, aunque nos hayamos jurado a nosotras mismas que no vamos a ser como nuestras madres, inevitablemente nos descubrimos haciendo aquello que en su momento nos pareció tan censurable en ellas y comprendemos mejor lo que había detrás de aquellas acciones. Si la madre vive lo suficiente para que la hija alcance esta madurez, puede producirse algo que es muy importante para la felicidad de ambas: el perdón y la reparación.
¿Qué consejos daría para mejorar la relación madre-hija en las distintas etapas?
En primer lugar, es imprescindible tomar conciencia de quiénes somos nosotros: cuando reconocemos nuestras debilidades y fortalezas es mucho más fácil entender a la otra persona. Hecho esto, seremos capaces de extender a nuestra madre una mirada compasiva, hacer un ejercicio interno que nos permita empatizar con ella sin juzgarla. Aceptar que nuestra madre lo hizo lo mejor que pudo y no condenarla por las decisiones que tomó con nosotras es clave para mejorar nuestra relación. En esta aceptación juegan un papel importante el tiempo y la distancia que nos permiten comprender que, en la mayoría de los casos, no todo era tan malo como creíamos.
Por supuesto, esta mirada compasiva no está reñida con reconocer si la relación que tenemos con nuestra madre es tóxica, y tomar distancia si eso es lo que necesitamos para sanar. La mirada de la hija compasiva es la mayor prueba de madurez y amor, su toma de conciencia es necesaria para alcanzar la reparación, el perdón.
Con la maternidad tardía, muchas mujeres superponen el cuidado de sus hijos con el de sus padres mayores, ¿cómo condiciona esto la vivencia de ser madre?
Criar a los hijos implica un esfuerzo físico que en la juventud se asume mejor, pero en una maternidad tardía puede resultar más gravoso. Por otro lado, al tener la vida más ‘encarrilada’ puede existir una menor flexibilidad para incorporar en ella al hijo. Cuando a esto sumamos el cuidado a los padres mayores, pueden llegar a darse situaciones de agotamiento, cansancio y estrés. Pero la maternidad tardía también implica una decisión consciente tomada desde la madurez y el deseo de disfrutar de esta vivencia, aunque presente retos añadidos.
Está especializada en crianza, ¿cómo cree que ha cambiado esta en los últimos años?
Históricamente, maternidad y crianza han sido temas restringidos a la esfera femenina. La función de la mujer era la procreación y el cuidado de los hijos. Con el control de la natalidad esto cambió radicalmente, la mujer comenzó a obtener libertad personal y económica y a entrar en el mundo con mucha más presencia y hoy, por fin, la crianza comienza a considerarse una responsabilidad compartida entre madres y padres, aunque aún quede mucho camino por recorrer para que la compartan en igualdad.
Por otro lado, en los últimos años las familias se inclinan cada vez más por la búsqueda de grupos de apoyo que faciliten la tarea de la crianza, que con el estilo de vida actual resulta complicado afrontar en soledad.