Me tenía obsesionado de niño. Sus hijos también estudiaban, como mis hermanos y yo, en el Colegio del Pilar. Era una señora alta, ancha y pechugona. Podría parecerse a la Castafiore de Hergé, magnífico personaje de la saga de Tintin. Además de tres hijos, tenía cuatro perros . Los perros eran sus preferidos. Siempre que no muerdan, gruñan y muestren los colmillos con deseos de mutilación, me gustan los perros grandes, y con diferencia, los perros de caza. Los perros de aquella señora de mi niñez eran como cuatro palomitas blancas, muy chillones, bastante nenas. Y siempre iban limpitos y arreglados, mientras sus hijos se presentaban en el colegio muy distanciados de la higiene personal.
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La señora era de aquellas mujeres de antaño que sufrían “soponcios”. No se disgustaban, ni se enfadaban ni se entristecían. Experimentaban soponcios y patatuses. Y una tarde el soponcio se sumó al patatús y falleció repentinamente mientras merendaba en “Embassy” con un grupo de amigas. Un fallecimiento repentino como consecuencia de un episodio vascular o un derrame cerebral es óbito digno y respetable. Morir de un soponcio es una ordinariez, y fallecer de un patatús una cursilería sólo superada por doblar la servilleta por un pipirlete.
El funeral se ofició por el padre Joaquin Guasp, Superior de los Carmelitas de la calle de Ayala. Asistí por curiosidad, sin ánimo alguno de rezar por su alma. Ahí estaban sus tres hijos, bastante contentos. Y con ellos su padre y esposo de la difunta, un señor insignificante con aspecto de funcionario enchufado de aquellos tiempos. El chófer, muy severo y elegante, quiso llevar a los cuatro perritos al primer banco, reservado a la familia, pero el padre Joaquín se lo impidió con gesto que no admitió matices. Más tarde, por uno de los hijos, supe del destino de los perritos.
Ni el padre ni los hijos los soportaban. Los heredó el chófer. El chófer era de Melilla y en la travesía de Málaga a Melilla, los perritos, que además de antipáticos eran muy desobedientes, desaparecieron. La familia se ahorró 20.000 pesetas mensuales, que eran las que gastaba en la peluquería canina la difunta pelmaza. Y del chófer, nunca más se supo.
En el mundo hispano existirán centenares de varones que se llamen Alberto Fernández . Pero sólo uno de los Alberto Fernández que habitan en este conflictivo planeta, es el Presidente de la República Argentina. Y también es el único que tiene un perro llamado Dylan, un “collie” del tipo “Lassie” que según mi vieja amiga la periodista de ABC Almudena Martínez-Fornés, sopla las velas de la tarta el día de su cumpleaños, hace que lee el periódico con gafas y saluda dando la patita.
Mañas todas éstas poco originales, si bien espero no molestar con mi opinión al alto mandatario y habitante eventual de la Casa Rosada. Lo curioso del caso, es que Dylan es influencer y tiene 258.000 seguidores en Instagram. Para mí, que Alberto Fernández supera con creces a la señora alta y ancha de mi infancia perdida. Claro está, que ni Dylan ni el Presidente son culpables de que existan en el mundo, reconocidos y comprobados, 258.000 imbéciles más de los que teníamos calculados, 458.941.677 imbéciles admitidos como tales con fecha 31 de diciembre de 2021, según la Universidad de Frosttenberg.
Los nuevos 258.000 followers que siguen a un perro en Instagram requieren un nuevo calificativo que no me atrevo a escribir por si me leen menores de edad. Que alguno lo hace.