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Cabinas

‘En Londres conservan las cabinas para no herir a la tradición, esa religión que en España machacamos todos los días’


14 de enero de 2022 - 8:03 CET

Desaparecen las cabinas telefónicas de España. No se pierde gran cosa. Son horrorosas. En Londres mantienen operativas 5.000, para casos urgentes. No pueden desaparecer. Son obras de arte. Hace años, siendo Álvarez del Manzano Alcalde de Madrid, se estudió la posibilidad de imponer en la Capital del Reino los taxis ingleses. La industria del Automóvil se opuso. Se renunció a la idea, y creo que perdimos todos. Los usuarios y los propios taxistas. El Reino Unido tiene muchos defectos, pero está a la cabeza de los aciertos estéticos y tradicionales. Respetan el ayer. Y para colmo, tienen a la Duquesa de Cambridge, que aporta más clase, naturalidad, simpatía , sensatez y belleza que todos los Windsor juntos, excluyendo a la Reina Isabel II, mujer excepcional. Pero vuelvo a las cabinas.

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Alfonso Ussía Cabinas© GettyImages

Mis padres -nuestros padres, éramos diez hermanos-, nos convidaban cada dos años a Londres. Los seis pequeños, varones. Ignacio, Jaime, el que escribe, Javier, Gonzalo y Álvaro. Diciembre frío y lluvioso. En las “Burlington Arcade”, que atraviesan desde la calle Picaddilly a Savile Row, templo supremo de la sastrería inglesa, los seis hermanos comprábamos corbatas, jerseys y demás cosas. Al abandonar por la calle Picaddilly las célebres arcadas, buscamos una cabina para llamar al hotel Hyde Park, donde nos alojábamos. Estaba ocupada. Dos personas la estaban utilizando. Al fin terminaron de charlar y la abandonaron. Eran el Doctor Christian Barnard, el cirujano sudafricano que había llevado a cabo el primer trasplante de corazón en Ciudad del Cabo, y su mujer, una criatura humana prodigiosa, Bárbara Zöelnner, también sudafricana. Los seis nos quedamos sin habla.

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Había llovido y el suelo estaba mojado. Los Barnard se dirigieron hacia las “Burlington Arcade”, y los hermanos Ussía improvisamos con nuestros abrigos una alfombra para que la mujer de Barnard cubriera los metros que separaban la cabina de la puerta de las Burlington. Un “Pisa Morena, Pisa con Garbo”. Ella nos miró sonriendo, como pidiendo permiso para pisar nuestros abrigos -¿De dónde sois?-, nos preguntó. –De España. Somos seis hermanos españoles-. Y Bárbara Zöelnner pisó nuestro abrigos con entusiasmo. – Se volvió, nos lanzó un beso y desapareció por el interior de las Burlington. El Doctor no se dignó mirarnos, hecho que nos importó un bledo. El Doctor Barnard fue grande por la mujer que tuvo, no por los trasplantes, cuyos pacientes se le morían como rosquillas. Pero a partir de ahí, cuando veo una cabina de teléfonos en Londres, siempre pienso que puede salir de ella Bárbara Zöelnner, si bien a mi edad no le extendería mi abrigo en el suelo para que lo pisara, ni ella me llamaría la atención por su ancianidad, porque tenía más años que yo.

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 De las cabinas de Madrid sólo recuerdo que olían regular. Las de Londres huelen a madera, a buen gusto. Menos mal que mantienen 5000 para no herir a la tradición, esa religión que en España machacamos todos los días. Repasen los que guarden algún ¡HOLA! de aquellos años sus páginas para que vean y comprueben como era Bárbara Zöelnner. Comprenderán nuestra reacción, improvisada y limpia. La vimos, pisó nuestros abrigos y se fue. Lo que tuvo que pasar. Qué mujer maravillosa.

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