Rociito es muy dramática. Podría haber sido actriz española. Sobreactúa sin descanso. Luis Escobar, el inolvidado, era un gran actor, como Arturo Fernández, como Pepe Isbert, porque no actuaba. Le salía la naturalidad por los poros. Y antes que actor, fue un magnífico director de Teatro. Casi siempre dirigía comedias en el Teatro Eslava. Se realizaba un ensayo. Primera escena del primer acto. Es decir, con anterioridad a eso, la nada. La actriz principal era Aurora Bautista. Se elevó el telón, y el escenario representaba el salón de una casa elegante, de la alta sociedad. Previamente Luis había ordenado retirar una armadura. Los decoradores del teatro y el cine español, cuando se trata de ambientar una casa supuestamente elegante siempre meten una armadura. Excusen mi vanidad. Creo que he estado en muchísimas casas de nobles y familias tradicionales, y en ninguna he visto armaduras. Pero paso a la narración. Se levantó el telón, y a los pocos segundos surgió en escena Aurora Bautista. Ésta, se apoyó en el respaldo de un sofá y gimoteó. Luis, desde el patio de butacas detuvo el ensayo. – Aurora, monina, ¿por qué has hecho ese puchero? ¡Todavía no ha pasado nada!-. Eso, la sobreactuación dramática y trágica del teatro y el cine en España.
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“La muerte de Rocío Jurado fue el desenlace de una larga agonía. Todos los que eran amigos, o parientes de Rocío sabían que, de un día a otro, podía dormirse para siempre”
Cuando a su madre, la maravillosa Rocío Jurado, le diagnosticaron un tumor en el páncreas, Rocío no lo ocultó. Lo dijo y lo habló con toda naturalidad con sus amigos. Y de lo que escribo puede dar fe el maestro Ortega Cano, al que le tocó lidiar el peor toro de su vida. Rocío se ingresó en un hospital norteamericano, y volvió a España para morir. Lo tenía tan claro y sabido, que en una entrevista se refirió a la maravilla de los amaneceres. – Cada amanecer doy gracias a Dios por regalarme un día más-. Se fue destruyendo su organismo, pero mantuvo el tipo hasta el final, como mi inolvidable amigo Juan Antonio Vallejo-Nágera. Pocos días antes de su fallecimiento me llamó: -Alfonsete – así me llamaba-, quiero despedirme de ti-. En su casa de la calle Santiago Bernabéu, con su biblioteca rebosada de libros encuadernados por él, esperé a que su hija mayor me llevara hasta su cuarto. Y estuvimos hablando, con mucha naturalidad, de su último libro. Me encargó que se lo presentara, ya con él al otro lado. –Abrázame-, me ordenó al despedirlo. Estaba lleno de cables y artefactos, y tomé su mano, y se la besé. – Te has despedido de mí como si fuera el Cardenal Primado -. La última imagen que guardo de Juan Antonio es la de un moribundo sonriente. Un valiente. Un hombre. Como Rocío. Una valiente. Una mujer total.
De ahí que me haya sorprendido leer unas declaraciones de su hija, que demuestra su nula capacidad intuitiva. “No fui consciente de que se moría hasta pocos días antes”. Lo dijo en un programa de televisión de esos que pagan muy bien. Pero no quedó natural. Sobreactuó. La muerte de Rocío Jurado fue el desenlace de una larga agonía. Todos los que eran amigos, o parientes de Rocío sabían que, de un día a otro, podía dormirse para siempre. A esta chica hay que darle clases de intuición. Como al hijo del marqués de los Predios Jerónimos, que falleció a los 101 años de edad. Su hijo, ya muy mayorcito, al recibir las condolencias repetía. –Gracias, gracias, ha sido tan inesperado, un escopetazo-.
Con todo mi respeto y cariño, lo mismo.