No tengo derecho a invadir la conciencia de nadie. Pero sí recordar, una vez más, la buena conciencia. Vivimos y padecemos en España la apoteosis del crimen masivo de los seres más indefensos de la naturaleza. Los niños que no han nacido todavía. El aborto ha pasado de ser una excepción terapéutica a una costumbre brutal y despiadada. De ahí que merezca la pena recordar el nacimiento de un monstruo y el valor desmedido de una madre. Valor, amor fe, ética, conciencia y serenidad.
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Ella se llama, la madre, Beatriz Urzáiz y Ramírez de Haro. Sobrina de Fernando Ramírez de Haro y Esperanza Aguirre. Su padre, el Duque de Luna, y su madre, Beatriz Ramírez de Haro y Valdés. Beatriz, poco después de casarse, quedó embarazada. Esto sucedió hace más de treinta años. A los pocos meses de su embarazo, los médicos le aventuraron una tragedia. El hijo que esperaba y que crecía en sus entrañas, era monstruoso. Sus deformidades no dejaban resquicio a la duda, y su caso entraba en los excepcionales que la Iglesia Católica comprendía el aborto. Pero ella se mantuvo firme. Si Dios le había mandado un monstruo, ella no mataría al monstruo.
Curiosamente, consultó con otros ginecólogos, y todos coincidieron. Se trataba de un feto inasumible, que para colmo, podría acabar con la vida de Beatriz en el parto. No era un diagnóstico frívolo. Ginecólogos de los Estados Unidos, de Francia y otras naciones coincidieron con los españoles. El aborto estaba plenamente justificado. Pero Beatriz siguió adelante con su monstruo, al que empezó a querer con su peso y sus molestias. Su cuerpo, a los seis meses de embarazo, se transformó de manera extraordinaria, patética. Muchos amigos le recomendaron que abortara, y algunos de ellos le enviaron un sacerdote para que éste tranquilizara su conciencia en el caso de decidir el camino fácil del aborto. Pero ella se mantuvo serena y aceptó su destino.
No existían los adelantos de nuestros días. Los tactos ventrales no dejaban espacio a las dudas, y el monstruo empujaba para nacer y ver la luz, lo que hoy han negado a millones de niños, muertos en las entrañas de sus madres, perfectamente formados, algunos de ellos asesinados en situación de plena vitalidad. Y Beatriz no quiso deshacerse de su monstruo.
Se lo habían mandado, y ella asumía el mandato terrible.
Llegaron los días peores. Los previos al parto. El tamaño del monstruo recomendó a los médicos la provocación del nacimiento. Y Beatriz entró en el quirófano con dolores, pero sonriente. Al fin, podría abrazar y tener entre sus brazos al niño deforme que la vida le había encomendado.
Y el monstruo nació. Hoy tiene más de 30 años, quizá 35, que es un detalle cronológico que apenas importa en esta pequeña y grandiosa historia de una mujer valiente. Aquel monstruo vaticinado eran tres hijos. Trillizos. Su colocación en el vientre de su madre jugó una mala pasada a la ciencia médica. Nació el primero, nació el segundo, nació el tercero. Su madre los nació y los salvó. Bendito empecinamiento. En estos tiempos en los que, cada diez minutos, un niño no nacido es asesinado en España, bueno es recordar el coraje y la fe de una mujer, Beatriz, que entregó su vida a su monstruo. A sus tres hijos. Dios bendiga su ejemplo.