Ha sido pura coincidencia. No hemos hablado. Se puede calificar la situación de “extrema casualidad”. Sin premeditación ni alevosía, ni Ana Obregón ni el que firma, hemos posado en la playa para registrar nuestra imagen veraniega. Y en mi caso, casi tengo que pedir un crédito para cubrir la inversión. Siete trajes de baño he adquirido para posar. Colores lisos. Lila, mandarina, limón, jacaranda en flor, lirio blanco, azul caribeño, y gris chubasco. Gris chubasco tirando a negro teléfono de pared. Sí, lo siento, negro. No voy a caer en la bobada de escribir teléfono subsahariano, que me dicen es lo correcto para no recibir una citación judicial. Por fortuna, los teléfonos no demandan ni se querellan. Hasta aquí, bien.
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“El bañador es el que te baña, el bañero el que vigila los baños, el bañista el que se baña y el traje de baño el pudoroso ingenio textil con el que se baña el bañista”
El problema es que el mes de agosto, hasta dos días atrás, no ha sido soleado en el norte este verano. Y el posado sin sol no es posado ni es nada. Los centenares de reporteros gráficos que han viajado hasta mis predios montañeses para inmortalizarme a la orilla del mar, han retornado a Madrid sin reportaje. Tres de ellos fueron ingresados en Santander por problemas respiratorios. Nada de Covid. Monumentales catarros. Todos juntos, los reporteros gráficos daban la imagen de modelos publicitarios de ropa de invierno. Y uno tiene ya sus años para jugarse la salud en la línea rompiente de la playa de Oyambre. Veinte días hemos bajado a la playa sin ser acompañados por el más mínimo rayo de sol. Los reporteros han vuelto a la Capital del Reino, y coincidiendo con su éxodo, el sol ha salido reventón y luminoso. Pero posar sin fotógrafos resulta ridículo, y así me lo ha dicho uno de mis nietos. –Abuelo, te recomiendo que no poses porque estás haciendo el ridículo-. Llevaba puesto el traje de baño jacaranda en flor, que es ideal. Lo adquirí, aprovechando mi último viaje a Madrid, en Löewe. Alcanza al medio muslo y contiene braguitas interiores, para evitar despistes con visiones terroríficas. Y me hace buen culo. Soy culiplano, culiescurrido, pero este traje de baño, mi preferido del lote, me insinúa un trasero de albaricoque temprano. Hoy, que ha amanecido radiante, he causado asombro en la playa, y creo recordar que he sido aplaudido por un grupo de jóvenes sirenas que se bañaban en topless. Lógicamente he respondido saludando, descubriendo mi cabeza del sombrero dominicano que uso para camuflarme en los paseos playeros. Con el sombrero, las gafas de sol, la mascarilla y el flota que siempre llevo ajustado a mi cintura por si una ola me traga, no me reconoce nadie. Es decir, que el aplauso ha sonado a espontáneo y admirativo, y lamento profundamente no haber tenido la oportunidad de posar. Por primera vez en muchos años, mi veraneo pasará completamente desapercibido, a pesar de lo mucho que he ensayado las posturas más atrevidas para parecer natural. He adelgazado, mi cuerpo se ha entregado a la flexibilidad, y he aprendido, al fin, a sonreír con soltura, sin poner cara de conejo. Para terminar las vacaciones con holgura, he decidido poner a venta mis siete trajes de baño, que no “bañadores” como dice el vulgo. El bañador es el que te baña, el bañero el que vigila los baños, el bañista el que se baña y el traje de baño el pudoroso ingenio textil con el que se baña el bañista. Decirle “bañador” al traje de baño equivale a solicitar un “sandwich” de “jamón yor” en lugar de “jamón de York”. Por cien euros – cada uno, claro-, ofrezco mis trajes de baño lila, mandarina, limón, lirio blanco, azul caribeño y gris chubasco tirando a negro teléfono de pared. El jacaranda en flor lo guardo para el verano próximo. Jamás había tenido culo hasta que lo he encontrado.
No hay mal que por bien no venga.
“Decirle ‘bañador’ al traje de baño equivale a solicitar un ‘sandwich’ de ‘jamón yor’ en lugar de ‘jamón de York”