Era Primer Ministro del Gobierno de S.M. Británica el laborista Harold Wilson. Un político sagaz e inteligente, esclavo de dos tentaciones. La ginebra y las mujeres. Dos tentaciones magníficas y llevaderas, por otra parte. Los ingleses son muy hábiles negociando, y Wilson había alcanzado un acuerdo petrolífero con Venezuela muy favorable para el Reino Unido.
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Según Stephen Leacock, los ingleses siempre consiguen los mejores contratos internacionales porque tienen cara de pez. Los hay con perfil de besugo, de merluza y de ciprino dorado, esos de escamas naranjas y amarillas que viven en los estanques de los grandes parques de Europa. Un caribeño, extralimitado en los gestos, las voces y los hablares, nada tiene que hacer cuando negocia con un pez. El pez no mueve un músculo de la cara, no comenta, no interrumpe y al final, por cansancio del contrario, alcanza su objetivo. Que el adversario firme en el papel lo que el pez desea. El inglés con más cara de pez de los últimos cincuenta años es el Duque de Kent, cuya fundamental obligación institucional es la de entregar, en nombre de su prima la Reina, los trofeos a los campeones y finalistas de Wimbledon. Harold Wilson, sorprendentemente, no tenía cara de pez. Parecía un oso blanco.
Viajó de Londres a Caracas para sellar con su firma el contrato energético. Y durante el vuelo, martini va, martini viene, se bebió una botella de ginebra. Al llegar a las cercanías del aeropuerto de Maiquetía de Caracas, el avión sobrevoló la zona durante una hora para escapar de una tormenta. Esa hora la superó con un nuevo martini. Ya en tierra, le aguardaba a pie del avión el embajador del Reino Unido en Venezuela. –Rápido, Excelencia, que se tiene que poner el smoking para asistir a la cena-baile que le ofrece el Presidente de Venezuela en el Palacio de Miraflores-. Y mientras se ajustaba el smoking en la embajada, cayó un nuevo lingotazo de ginebra.
Entre el cambio de horas y la botella y media de ginebra, Wilson llegó algo confuso a la residencia presidencial. Erguido y digno, pero confuso. Y nada más cruzar el umbral que se abre al jardín posterior, con anterioridad al saludo a su anfitrión, se quedó pasmado ante la belleza y la perfección de un trasero. El trasero era propiedad de una mujer que lucía un apretado vestido carmesí. Wilson, que chapurreaba el español, no vaciló. Se oían los acordes de una composición musical, y Sir Harold se atrevió a adelantar el curso de los acontecimientos. Se acercó a ella y le susurró.
“No le concedo este baile por tres razones. La primera, que no me considero una bella dama. La segunda, que lo que se oye no es un vals, sino el Himno Nacional de Venezuela. Y la tercera, porque soy el arzobispo de Caracas”
-Bella dama de rojo. ¿Me concede este vals?
La bella dama, en aquel momento, no estaba para mover el esqueleto con un desconocido. Es más. Se negó en rotundo, con firmeza, pureza herida y pudorosa resistencia. La voz de la bella dama de rojo nada tenía de melódica y romántica. Y sin volver su rostro respondió con seca contundencia.
-No le concedo este baile por tres razones. La primera, que no me considero una bella dama. La segunda, que lo que se oye no es un vals, sino el Himno Nacional de Venezuela. Y la tercera, porque soy el arzobispo de Caracas.
Harold Wilson encajó con dolor las palabras que le había dirigido su capricho fallido. Acudió a saludar al Presidente, en cuyo honor se interpretó el Himno Nacional que sir Harold tomó por un romántico vals.
Charló con el Presidente, se excusó por el cansancio del viaje, y durmió la moña con envidiable serenidad en la Embajada.
A primeras horas de la mañana siguiente, se levantó, se bañó, se puso el traje y la corbata de los grandes contratos, firmó y voló de retorno a Londres.
Pero firmó, lo cual no carece de valor.
Y sin cara de pez.