Pocas cosas tan terroríficas como la mirada de Miguel Bosé, que parece haber contratado a Mefistófeles para adornar sus pupilas. Con todos mis respetos, Bosé –como su apellido elegido indica-, es mucho más de madre que de padre. Su madre fue una guapísima actriz italiana, más sostenida y famosa por su belleza que por su arte. Pero como ella, han pasado por el cine decenas de miles de bellezas, que también tienen su otoño y su invierno, en su caso, azulados. El que fue único era su padre, el gran Luis Miguel González Lucas, Dominguín. Torero inmenso, y una de las personas que supieron interpretar la vida con una mayor pasión inteligente, rotunda. De Luis Miguel se sabe poco a pesar de su popularidad, aparentemente frívola fuera de los ruedos. Ayudó a todos los que le pidieron amparo, y su mano izquierda jamás supo de los movimientos y gestos de su mano derecha. Simpático, seco, cariñoso y bronco. Ella, la actriz, se enamoró locamente de él. Pero él era mucho él. Entre su maestría, valor y arte en el ruedo, y su maestría, valor y arte fuera de las plazas, las mujeres le acosaron como moscas a un tarro de mermelada. Ava Gardner, Rita Hayworth, Rommy Schneider…
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“Luis Miguel respetaba mucho a su hijo Miguel, si bien le molestaban una barbaridad sus excesivos movimientos. –Se mueve demasiado, pero es muy profesional-”
Tuvo tres hijos, un chico y dos niñas. Guapos. No los dejó tirados cuando se separó de Lucía Bosé, que le llamaba con desprecio y distancia “el Torero”. Cuñado del más grande torero nacido de madre, el rondeño Antonio Ordóñez Araujo, casado con Carmina Dominguín. De su rivalidad nació el Verano sangriento de Ernest Hemingway. Miguel disfrutaba con sus amigos en “La Virgen”, preciosa finca a treinta curvas del monasterio de Santa María de la Cabeza, gloria de la Guardia Civil y patrona de los cazadores, en la sierra de Andújar. Antonio, en los Tinajones de su ganadería en la sierra norte de Sevilla y en el Recreo de San Cayetano en Ronda, donde su padre, Cayetano, el Niño de la Palma, como Fernando Villalón en su casa de Morón, irrumpía a caballo en el salón. En San Cayetano, entre dos enormes tilos, descansan las cenizas de Orson Welles, y Antonio, en la noche de la Goyesca – estuve cenando con él en la última que vivió-, abría el pozo, llenaba una copa de vino y permitía a Orson Welles volar sobre la serranía durante treinta minutos. Cumplido el tiempo, derramaba sobre las cenizas el vino de Rioja y le ordenaba a Orson su retorno. –Orson, vuelve-. Cerraba la tapadera del pozo y seguía como si nada hubiera pasado, porque los genios del toreo son así.
Luis Miguel respetaba mucho a su hijo Miguel, si bien le molestaban una barbaridad sus excesivos movimientos. –Se mueve demasiado, pero es muy profesional-. De ahí no pasaba. Miguel, el más influido por su madre creció en la animadversión hacia su padre, el “Torero”, con un gota a gota de recelo invencible. Al final de su vida, Miguel se casó con mi pariente Rosario Primo de Rivera y Urquijo, una mujer portentosa, todo clase en ella, hija de Fernando Primo de Rivera, médico, vilmente asesinado por ser hermano de José Antonio. Sus años con Rosario fueron los mejores de su vida.
Yo era – y soy-, ordoñista. Me llamó para que presentara junto a Jorge Semprún, su biografía escrita por Carlos Abella. Un salón del Palace abarrotado, el noventa por ciento, mujeres. Tomaba con él y Semprún una copa, cuando me dijo. “Primo –por Rosario-, te voy a confesar algo que jamás he dicho en la vida. Como mi cuñado Antonio no ha habido otro en la Historia del toreo. Pero dicho esto te advierto. Cómo digas en público lo que te acabo de reconocer en privado, te saco a gorrazos del salón”.
“Miguel no tuvo más cerca a su padre, porque Luis Miguel era un tímido, y sabía que su hijo, influido por la Lucía Bosé, no reclamaba su presencia”
No entiendo la mirada de su hijo, al que quería y admiraba a pesar de su dependencia materna. Las niñas eran otra cosa. Sus niñas. Miguel no tuvo más cerca a su padre, porque Luis Miguel era un tímido, y sabía que su hijo, influido por la Bosé, no reclamaba su presencia. Pero él estuvo siempre detrás, siguiendo su carrera profesional, lamentando sus excesos, preocupado por su futuro y feliz por sus éxitos “aunque se moviera demasiado”. El hijo de un genio tiene que borrar esa mirada.