Creo que no hay nada peor que la desinformación. Y además, imperdonable en personas que están, como quien esto firma, obligadas por su profesión a estar permanentemente atentas a cuanto acontece. Tres días atrás, me apercibí de mi ridículo en una terraza de Cabezón de la Sal. Lo he escrito. En Cabezón, excepto rascacielos y ejecutivos agresivos, hay de todo. Voy allí con frecuencia a comprar. Allí me hace Patri las gafas, ahí compro mis libros, ahí, en “La Albacería de la Sal” me prepara Leti las patatas estrelladas mejores del mundo –al menos, tan buenas como las de mi querido Lucio–, y ahí compro las bolsas de alpiste, pipas de girasol y cacahuetes sin tostar que alimentan a los centenares de pájaros que visitan mi jardín. Mirlos, picapinos, verderones, jilgueros, camachuelos, pinzones, carboneros, y chochines. Así que me hallaba en la Avenida de Cabezón y opté por hacer cola en una panadería, en la que despachan unos cruasanes –croissants–, maravillosos. Y dos señoras que me precedían en el turno discutían con calor. –Tiene toda la razón ella–; –para mí, que es una fresca aprovechada–; –lo ha hecho por la dignidad de las mujeres–; –lo ha hecho por dinero–; –la ministra lo ha dicho alto y claro–; –la ministra es una majadera–; –ha sufrido mucho–; –pero de los hijos, el que se ha ocupado ha sido Antonio David–. –Eso, eso–, sentenciaba una tercera mujer. Y yo, a la luna de Valencia.
“El mejor resumen de la vida de Rocío Jurado y de su arte lo escribió Antonio Burgos en su libro. Pero Antonio tampoco le concede en su estupendo trabajo mucha importancia a la niña”
Con mucha paciencia, un señor me puso al corriente del suceso. Importantísimo. Como no conecto jamás con Tele-5, porque me parece un canal de muy limitada consistencia, ignoraba la contraprestación lágrimas-dinero, que habían pactado un tal Jorge Javier y una chica que yo conocí de niña, Rociito, hija de la gran Rocío Jurado y el boxeador Pedro Carrasco, que en paz descansen. Me contaron que ella lloró una barbaridad y que acusó a su primer marido, Antonio David , de maltratarla durante su relación sentimental y matrimonial. Y que el Gobierno de España, mediante su ministra de Igualdad, Irene Montero, se había situado en la defensa a ultranza de ella y en contra de él. Esa falta de información en asunto tan trascendental para los españoles es consecuencia de mi empecinamiento en no ser cliente de Tele-5. Una señora se encaró conmigo. –Pero, ¿usted no es el que escribe? ¿Y no se ha enterado de nada? ¡Irresponsable!-. Momento confuso y humillante.
“Mi intuición me lleva a no fiarme de ninguno de los dos (Rociito y Antonio David). Han vivido del cuento”
Conocí a la presumiblemente maltratada, cuando era niña bastante repipi y mal educada, durante una cena en casa de su madre, Rocío Jurado. Rocío Jurado fue una artista de la canción y el cante, y en aquella cena ya estaba cansada de muchas cosas. –Mira, Alfonso. Yo necesito enamorarme de un héroe. Cuando me casé con Pedro, era “El Marinero de los puños de oro”. Un campeón. Pero ahora, su única obligación es llevar al colegio a mi Rociito, y recogerla por la tarde–. La cosa es que la niña creció, y se largó con Antonio David, con el que tuvo dos hijos. Rocío la Grande, encontró su héroe en un maestro de la tauromaquia, el torero cartagenero José Ortega Cano, al que ella llamaba “Mi José”. Más tarde llegó la tragedia, la enfermedad brutal que se llevó a esa grandísima mujer chipionera al Misterio. El mejor resumen de su vida y de su arte lo escribió Antonio Burgos en su libro Rocío, Ay mi Rocío. Pero Antonio, el maestro barroco de la literatura andaluza, tampoco le concede en su estupendo trabajo mucha importancia a la niña.
“Parece que él es un buen padre, porque ella no ve a sus hijos desde hace bastante tiempo. Y eso está mal”
Sinceramente, y los conozco poquísimo, mi intuición me lleva a no fiarme de ninguno de los dos. Han vivido del cuento. Parece que él es un buen padre, porque ella no ve a sus hijos desde hace bastante tiempo. Y eso está mal. Pero no considero, siempre que me sean permitidos mis derechos constitucionales, que esa explosión de llanto y dolor a destiempo, sean motivo de tanta expectación. Creo que este montaje ha sido establecido desde la perspectiva mercantil, y que aquí lo que cuenta es el dinero. Pero me reconozco incapaz de opinar de un asunto de tan inconmensurable envergadura social. Estoy consternado por saberme desterrado de la información. No obstante, acepto gustoso mi destierro. Se trata de una consternación plácida y agradable. Si este importante acontecimiento ha reunido a millones de españoles en la política, la discusión, el debate y la controversia, no me queda otro remedio que llorar, sin dinero a cambio, por la definitiva descomposición gamberra de España.