En la práctica de cualquier especialidad deportiva, la mejor educación exige el buen ganar y el buen perder, con algunas excepciones. Cuando el Barón de Coubertin, en un arrebato buenista y exageradamente olímpico, dijo aquella tontería de que lo importante no es ganar sino participar, principió la confusión entre los deportistas. Para ganar, obviamente, hay que participar, pero lo fundamental no es lo segundo, sino lo primero. Hay que ganar a toda costa, y si para ello es necesario acceder a los espacios de la elegante trampa, se accede y no pasa nada. Un deportista bien educado que es vencido por un tramposo de buena familia, tiene que aceptar la situación con deportividad.
Sea recordado el Conde Augustus Claridge, hermano menor del Duque de Growes, en siete ocasiones ganador del Campeonato de Tiro de Pichón de Stratton-Upon the River. En el club de aquella agradable localidad del nordeste de Inglaterra, con una media de 322 días de lluvia cada año, y que presidía su hermano el Duque de Growes, el Conde Augustus, previa generosa propina a los encargados de los pichones, competía con dos ventajas sobre el resto de los participantes. Conocía de antemano de qué jaula iba a surgir el pichón, y éste, invariablemente lo hacía con torpeza y alboroto por haberle sido amputado el tramo final de un ala. En las siete ediciones que resultó ganador, ninguno de sus adversarios osó reclamar el trato de favor y el agravio comparativo, lo que da a entender que además de educadísimos deportistas, eran tontos, detalle que no afecta para ensalzar su demostrada buena educación.
“El afectado está obligado a recordar al autor del golpe magistral, algún episodio oscuro de su familia, y a causarle el mayor daño posible en una pierna con el mazo”
El mal perder es no sólo aceptable, sino recomendable, en determinados deportes. Un buen perdedor en golf, croquet o canicas sobre gravilla, jamás formará parte de la nobleza. En estas tres especialidades, además de estar admitido el mal perder, se asume con generosa indiferencia la agresión física. Ante un definitivo y lejano putt en el último hoyo del recorrido, el perjudicado por la suerte del adversario, puede y debe proceder al insulto con dimensión familiar y posteriormente a golpear con el putt al golfista vencedor, siempre que el golpe no se efectúe sobre la cabeza del contrincante. Y lo mismo sucede en el croquet. Todos los competidores de riguroso blanco, todos educados en los mejores colegios, ellos y ellas armonizados por el placer de disputar una partida de tan aburrido juego, e inesperadamente, el golpe magistral de uno de los participantes. Ese golpe de mazo consistente en superar por el aire, con un toque seco, la bola que ocupa la totalidad del espacio entre las varas de una puerta. En tal tesitura, el afectado, sea hombre o mujer, está obligado a recordar al autor del golpe magistral, algún episodio oscuro de su familia, y a causarle el mayor daño posible en una pierna con el mazo. Y en canicas sobre gravilla, deporte nacional en las islas de Turks & Kaikos, se autoriza el homicidio. Todo aquel jugador que no intente malograr la existencia de quien consigue chocar con su canica de cristal al bolón de artesanía china logrando un éxito de impacto de cinco toques en cinco lanzamientos, pierde, además de su condición de socio del club, sus derechos a ser invitado a la boda de la hija de su mejor amigo.
“Ganar con elegante trampa, entra de lleno en la costumbre de la auténtica aristocracia”
Las buenas maneras no son de interpretación unánime en el mal ganar y peor perder. Ganar bien, con simpatía, y perder bien, con humildad, se valora en algunas sociedades desarrolladas. Pero ganar con elegante trampa y perder con deseos de procurar el daño físico y moral a los que tienen suerte, entra de lleno en la costumbre de la auténtica aristocracia.