De la alfombra roja camino del altar como promesa de futuro para los Windsor a reina de corazones. Kate lo ha conseguido en diez años de la mano de Guillermo. La duquesa de Cambridge ha cumplido en todos los sentidos desde el día de su boda (29 de abril de 2011). Como esposa y aliada de su príncipe; como la madre que guía con amor a sus hijos, George (2013), Charlotte (2015) y Louis (2018), hacia el futuro, y como el mejor activo de la Corona. Ni un mal gesto ni una queja. Tampoco un solo paso en falso desde que comenzó a explorar los terrenos de la monarquía. Solo entrega, lealtad y sonrisas.
Con Isabel II retrocediendo y preparando, seguramente, una nueva sorpresa-homenaje para sus queridos nietos en el décimo aniversario de bodas, es el gran momento de los duques de Cambridge. Han construido un hogar feliz, como matrimonio parecen más fuertes que nunca y están listos para su destino. Los británicos ya no tienen duda. Tampoco la Reina.
Si con su boda cerraban décadas muy complicadas para la monarquía, la celebración de sus diez años de matrimonio también servirá para dejar atrás el Megxit y la peor crisis de la Familia Real desde la abdicación de Eduardo VIII (1936). Ya lo “dijo” Guillermo el día de su boda con el lema de su regimiento: “Quis separabit” (¿Quién nos separará?). Revivimos aquel día histórico.
Tras un noviazgo de nueve años y un compromiso oficial de cinco, el príncipe Guillermo y Kate contraían matrimonio en la histórica Abadía de Westminster, sirviendo de prólogo la pieza Guide me, O Thou great Redeemer; el himno final que se escuchó en el funeral por Diana, en 1997.
El novio parecía un príncipe de cuento, con el uniforme rojo de coronel de la Guardia Irlandesa, y Kate, con su vestido blanco celestial y la tiara Halo de Isabel II, ya tenía el porte de una reina.
Ante reyes y príncipes de todo el mundo y treinta años después de la boda de los príncipes de Gales, que hizo soñar al mundo, los nuevos duques de Cambridge coronaban su gran historia de amor protagonizando una de las bodas reales del siglo. Así lo anunciaron las trompetas de la Household Cavalry y las diez campanas de la abadía, que empezaron a sonar una hora y media antes de la ceremonia y seguían repicando por la tarde.
Reyes, príncipes y jefes de Estado los acompañaron en su gran día: a la Abadía de Westminster acudieron 1.900 personas; al almuerzo en Buckingham, 650, y a la cena que organizó el Príncipe de Gales, 300
No era un acontecimiento de Estado -el novio sigue siendo el segundo en la línea al trono-, pero, igualmente, los Windsor dispusieron para la ceremonia toda la grandeza y la tradición de los enlaces reales. Y el entusiasmo popular corrió en paralelo. Más de dos mil millones de ciudadanos alrededor del mundo siguieron las celebraciones por televisión, 500.000 londinenses salieron a las calles, 7.000 periodistas se desplazaron a la capital para cubrir el gran día y Londres acogió a 600.000 turistas adicionales, que gastaron 107 millones de libras.
El reto era importante: organizar una boda real que cumpliera los deseos de los novios -además de una pareja, futuros Reyes de Inglaterra-, las expectativas de una nación sensible ante las dificultades económicas y, sobre todo, que honrara la memoria de Diana -presente de mil maneras en todas las celebraciones- sin recordar su infeliz matrimonio.
Y todo salió bien, lo dijo la misma Reina: “Ha sido increíble”. No faltó la solemnidad en la abadía ni la pompa y el ceremonial en el hogar de la soberana, Buckingham, donde tuvieron lugar las celebraciones, pero tampoco los guiños a una modernidad sin precedentes: redes sociales, mapas interactivos, pantallas gigantes… Todo mezclado con carruajes antiguos y cientos de jinetes en uniformes escarlata y oro desfilando por las calles… Sin olvidar el beso de los novios en el balcón de Buckingham, su primer baile, Your Song, y su “huida” de palacio en un Aston Martin al estilo James Bond.
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