Es domingo, el aire es fino y fresco y por mi ventana ya suena el otoño con el crujir de las hojas. Octubre asoma la cabeza vestido de naranjas, ocres y amarillos y mi cuerpo convalece del estío con la piel aún quemada por el sol que cada año es más fuerte. El verano ha sido raro, triste, un agosto en el que han partido personas cercanas, como si se hubiesen puesto de acuerdo sus almas en terminar su caminar por la tierra y volar a otra vida, a una eterna que consuela a aquellos para los que la fe es el mejor de los refugios. El otoño es bonito, aunque arrastra con él la melancolía que cobijamos entre la ropa de abrigo. Se acerca el día de los difuntos e irremediablemente pienso en los míos, en todos mis santos, en mis padres que se fueron antes de tiempo y me dejaron huérfana joven.
Reflexiono sobre la muerte, un tema tabú, un tema que me asusta tratar a pesar de ser la única certeza que tenemos desde el día en que nacemos. Y pienso que quizás debería normalizarla -resulta difícil hasta escribirlo-, aceptarla, vivir con ella encima del hombro para así celebrar la vida y sentir cada latido del corazón; vivir cada segundo como un regalo -memento mori-. Y entonces recuerdo un viaje por México hace ya tiempo donde pude participar del Día de Muertos. La Unesco ha declarado esta festividad ancestral patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por su importancia y significado. Una preciosa tradición indígena precolombina que se mezcla con la católica e implica el retorno transitorio de las ánimas que regresan a casa, a convivir con nosotros, los vivos.
“El Día de Muertos es una preciosa tradición indígena precolombina que se mezcla con la católica e implica el retorno transitorio de las ánimas que regresan a casa, a convivir con nosotros, los vivos”
El país entero celebra la muerte que no representa una ausencia sino una presencia viva, y se materializa en ofrendas con flores de tagetes o cempasúchil que simbolizan lo sagrado y la fiesta. Las velas para orientar a los difuntos, sus fotos y sus comidas favoritas en impresionantes altares en cementerios, plazas y casas. El amarillo intenso, el naranja, el olor a incienso, las calaveritas de azúcar. Frutas, chayotes y maíz. Servilletas bordadas, una explosión de colores, una explosión de vida. Las cruces y la artesanía popular. Porque celebrar la muerte es celebrar la vida. Y entonces pienso en decorar mi casa, en traer el color, en inmortalizar un pequeño altar en un rincón, en el tributo que quiero rendir a esos seres queridos que se fueron, pero aún siguen. Porque en la muerte solo muere el cuerpo; el amor no muere, la consciencia no muere, la realidad no muere y la vida, está aún más viva después de la muerte.