Y yo, que me creía de secano, ya no puedo vivir sin él… Todos tenemos una historia con el mar; no la pensamos, no nos paramos a sentirla, pero todos tenemos la nuestra. La mía, una chica de Madrid, criada en la aridez de Extremadura, se remonta a los veranos de infancia en el norte, donde el Cantábrico se coló por mis venas. Contaban mis padres que una vez me arrastró una ola, que tuvieron que sacarme de los pelos; parece que la marea se ha llevado ese episodio de la memoria y mis primeros recuerdos son de dormirme mecida por el rugir de una playa asturiana, en casa de la abuela, el agua plantando cara a las rocas. Desde entonces el océano me gusta así, fiero; a veces pienso que hace la catarsis por mí, que drena emociones que me cuesta sacar, porque el tono sería fuerte, quizás demasiado, estamos criados en el miedo a sentir, y entonces las olas toman el relevo y rompen escandalosas contra el muro de la playa de Santa Marina en Ribadesella, y me regalan el desahogo que necesito, el romperse necesario.
La historia es larga, y ahora, desde hace más de veinte años, lo veo a diario desde mi ventana, y en los días de poniente en invierno parece de plata, y la luz juega en la superficie, y los barcos, a lo lejos, parecen pequeños rectángulos en la inmensidad del estrecho de Gibraltar, que me obsesiona con su energía. Las corrientes, ahí donde la luz baja un tono y el misterio y la leyenda se perciben en el aire, donde un fin de año navegamos en las aguas marroquíes entre mínimas embarcaciones de pesca de palangre y los pescadores de Tánger, sonrientes, echaban un hilo con cebo para atrapar el atún y una familia de orcas les robaba el botín, un milagro en blanco y negro que entraba y salía del agua entre el silencio y la emoción. Ese día se ha grabado a fuego en mi memoria para siempre.
Necesito el mar; cuando me alejo me duele algo por dentro, ansío mirarlo, olerlo, meterme dentro. Aunque llueva, aunque truene, nada más liberador que bañarse en mitad de una tormenta. Secretamente he desarrollado un ritual, un hacer del mar un acontecimiento; me acerco a la orilla, lo observo un rato, llevo la atención al tacto, al agua fría contra la piel que reacciona, y entro muy despacio, respeto, algo de miedo, lo respiro, siento la circulación, el cuerpo reaccionando, y cuando me sumerjo sé que estoy viva, y miro al cielo y es un milagro. Porque el mar es medicina y lo cura casi todo. La indecisión, la tristeza, la resaca, el exceso de futuro, el mal de amores. Y al salir la vibración es despejada, y el corazón se expande, y yo me doy la vuelta y agacho la cabeza, y le doy las gracias -namasté, susurro a veces-. Tengo una historia con el mar, todos la tenemos, ¿Cuál es la tuya?