Estoy en el tren y no funciona el aire acondicionado. Podría sobrellevarlo, no es para tanto, pero el sol quema fuera, en la piel, en Madrid, en el asfalto. Y a mí, la avería del aire me ha pillado de malas -que a veces me pasa, a todos nos pasa-. Esos días en los que la nube de la cabeza es espesa, y la sangre que bombea el corazón, viscosa.
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-¿Van a arreglar el aire? -pregunto, y la azafata me mira con ojos inmensos, azules con una sonrisa que lleva el sol dentro.
-Lo siento muchísimo, señora, estamos trabajando en ello. Sonríe aún más si cabe
-Hace un calor insoportable -contesto-, y encima me ha tocado a contramarcha, y yo había marcado "a favor de la marcha" al comprar el billete.
No me conformo con su sonrisa, hoy no me aguanto ni yo, y ella vuelve a lanzarme otra: inmensa, luminosa, redonda.
-¿Quiere preguntar a algún otro pasajero si puede cambiarle?
-Los ojos risueños.
-Nadie va a querer -. La nube negra de mi cabeza se ha expandido al pecho y da vueltas en círculo.
-Yo lo pregunto, señora, no se preocupe -. Y avanza por el vagón con su gracia de agua fresca.
-Hola señor, soy Elena, tripulante del viaje de hoy, ¿podría hacernos un favor? ¿Le importaría a usted cambiar su asiento a una pasajera que se marea a contramarcha?
“Vuelvo a constatar que la sonrisa es una bomba de racimo con un efecto sutil, como un sol caliente en la espalda, y se contagia”
Y sí, Elena y su sonrisa lo consiguen a la primera y a mí no me quedan excusas para quejarme.
-Muchísimas gracias, señor, muy amable, disfrute de su viaje -. Su mirada es viva, incluso colabora en el traslado de maletas con energía.
Y poco a poco mi nube se va evaporando por el efecto de una sonrisa. Y recuerdo que es verano, que el mes de julio cabalga veloz con su nombre de emperador romano, y voy al sur, al mar, a casa, y vuelvo a constatar que la sonrisa es una bomba de racimo con un efecto sutil, como un sol caliente en la espalda, y se contagia, como la del cajero de Mercadona que me saluda feliz cada vez que hago la compra, y me comenta las recetas que hace con el queso que pasa con soltura por el lector de códigos de barras y me ayuda, dicharachero, a llenar las bolsas; como la chica de la gasolinera de Puerto Banús; como el camarero de mi gimnasio; como mi hija Allegra; como la enfermera, que me sacó sangre el otro día; gente como Elena, en el tren, con el calor; esa gente que ejercita la sonrisa como trinchera y disparan luz con la mirada.