Esta mañana quedo con mi amiga y repasamos juntas nuestra lista de propósitos para el nuevo año -esos que luego nunca se cumplen-. Ella está decidida, “en el 2024 me he propuesto salir más de mi zona de confort”, asegura mientras se calienta las manos con la taza del café que nos estamos tomando sentadas frente a la playa. Y yo pienso que quizás el mío sea entrar más en ella. Bendita zona de confort. La gran ninguneada en las frases motivacionales que invitan a dejarla una y otra vez porque fuera es donde sucede “la magia”. Y es verdad que a lo largo de mi vida he presenciado lo que casi parecen milagros; enorme crecimiento personal cada vez que me atrevo, cada vez que me lanzo al precipicio o cada vez que la vida misma me pone delante la situación donde no tengo más remedio que surfear la ola.
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“Este año mi amiga se ha propuesto salir más de su zona de confort, asegura mientras se calienta las manos con la taza del café que nos estamos tomando sentadas frente a la playa. Y yo pienso que quizás el mío sea entrar más en ella”
Pero esta mañana soleada de enero, mirando el mar en calma, soy consciente del enorme valor que para una curiosa e intrépida como yo tiene la zona de confort: el entorno seguro donde el barro y la realidad se asientan cada vez que vuelvo. Hogar, mi paraíso tranquilo y sencillo mirando al estrecho de Gibraltar ; la lumbre, los días fríos y claros de poniente; las chicharras y las tardes eternas de verano. Un espacio en silencio para lamerse las heridas, para crear, para hacer balance y análisis, para descansar. Los atardeceres , los minutos antes del alba, esos en los que la luz aún es gris esperando a que rompa el día. Mis perros, mis gatos, mi familia. El sitio donde lanzo bien lejos los zapatos de tacón y abrazo una sudadera roída.
“Salir de la zona de confort es maravilloso; pero volver a ella es necesario. Un lugar de paz, de introspección, de amparo. Mi casa, mi familia, mi rutina; ahí donde me suben las defensas”
Ahí donde puedo ser yo misma sin el miedo a que me juzguen, ahí donde está bien no hacer nada. Donde respiro y escribo sin tregua porque estoy en mi sitio, donde no hay esfuerzos, ni fachadas, ni corazas. El agua salada que miro a diario, ese mar donde me meto y se curan todos los males. Salir de la zona de confort es maravilloso. Empodera, reafirma, expande; pero volver a ella es tremendamente necesario para la estabilidad emocional de mi persona. Un lugar de paz, de introspección, de amparo. Mi casa, mi familia, mi rutina, sin tener que ser nada más; ahí donde me suben las defensas. Gratitud eterna y fortuna la mía de atesorar una zona de confort.