Estamos hechos de muchas Navidades; a veces dichosas, a veces tristes en el mundo difícil que toca transitar mientras las estrategias de marketing aporrean con su intenso simulacro de felicidad. Somos una suma de Navidades y “nacimientos”; de raíces y culturas. La Navidad, mi Navidad por excelencia y aquella que me ha marcado, es un lugar seguro adonde vuela el pensamiento siempre que lo necesito.
Para ti que te gusta
Lee 8 contenidos al mes solo con registrarte
Navega de forma ilimitada con nuestra oferta
1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
TIENES ACCESO A 8 CONTENIDOS DE
Recuerda navegar siempre con tu sesión iniciada.
Un estado sencillo, un remanso de paz que tuve la fortuna de habitar en la infancia y que configura la estructura emocional de mi vida. Una casa de piedra en el campo árido de Extremadura, el olor de la leña, chimenea. El frío seco, las encinas.
“Corríamos libres por el campo, las mantas que pesaban en la cama, el olor de aquella casa. Esperábamos ansiosos la Nochebuena, el pavo, la venida del niño Jesús”
Mi Navidad, la de mi infancia, ha sido en el campo; sencilla, austera, íntima, huyendo de Madrid y de la ciudad; sin fiestas de amigos o empresas, sin grandes reuniones. El núcleo, la familia, potajes, padres, hermanos, tradición, costumbrismo y mi abuela. Corríamos libres por el campo, la ropa de abrigo, las botas, las mantas que pesaban en la cama, el olor de aquella casa. Esperábamos ansiosos la Nochebuena, el pavo, la venida del niño Jesús, la de los Reyes Magos -a Extremadura nunca llegó Papá Noel-.
Los villancicos españoles, el O Tannenbaum de mi abuela de ascendencia alemana cuando dormíamos con ella. Un nacimiento tradicional bajo la bóveda blanca del zaguán, mi padre y la ópera a todo volumen; un río de papel de plata y cielo azul de papel estrellado, musgo recogido en el campo con esmero, las mismas figuras año tras año, a veces mutiladas, algunas sin cabeza, cantidades de pegamento Imedio, tantas veces los dedos pegados. El castillo de Herodes sobre montañas de corteza de encina y los reyes magos que avanzaban día a día unos centímetros hacia el portal. La Virgen, San José, la mula y el buey; el niño aparecía en el pesebre la noche del 24. Esa noche en cuya víspera éramos tan felices. La expectación, los nervios.
“Los regalos importan -sí-. Pero lo que queda es el recuerdo de mis padres y mi abuela que hoy se han ido. El recogimiento, la paz, el nido; el lugar seguro donde vuelvo una y otra vez en espíritu cada vez que necesito ancla, tierra, consuelo”
Corríamos a una casa de labor cercana, las ovejas recogidas en un corral, la lumbre; una familia de pastores que nos recibía con pan y chocolate. La espera, las mariposas en el estómago ante la llegada del niño Jesús con los regalos, también traía el árbol y no alcanzábamos a entender cómo cabía por la ventana. Aguardábamos ansiosos en el hogar de aquellos pastores a que mis padres nos recogieran. El sonido del coche, la emoción por el camino, la llegada y la casa oscura; las luces apagadas y tan solo por la ventana el resplandor de la chimenea y el reflejo de las velas. Todavía lo recuerdo.
Sonaba una campana -había venido-. Entrábamos, subíamos corriendo, la melodía, Adeste Fideles, el olor a pino natural, las velas encendidas, la impresión, el sobrecogimiento, la penumbra. Los regalos importan -sí-. Pero lo que ha quedado es la piel de gallina, la luz tenue, la música, la emoción. El recuerdo de mis padres y mi abuela que hoy se han ido. El recogimiento, la paz, el nido; el lugar seguro donde vuelvo una y otra vez en espíritu cada vez que necesito ancla, tierra, consuelo. No regresarán aquellas Navidades de la infancia; la vida pasa, cambia, se vuelve diferente y sí, queda la nostalgia.