Apesar de “la vuelta al cole” , la oficina, el tráfico y la prisa de la ciudad, hay algo bonito en volver. Recuerdo de pequeña la emoción de los lápices nuevos, el olor de la goma de borrar -a ver qué profesora me toca este año; ¿habrá niñas nuevas en la clase?- y sí, hay algo bonito. Retomar la rutina con la motivación fresca después de un paréntesis, un tiempo de reflexión tras el cual uno reinicia el caminar diario en este paseo que nos han regalado, entendiendo que septiembre es un mes de comienzos más aún que enero. Y se esconde sutil tras la astenia del fin de las vacaciones cierto cosquilleo que burbujea ante la novedad y los propósitos. Las conversaciones en la oficina, compartir dónde hemos estado, los reencuentros, algún amor de verano que enfatiza la sonrisa al recordarlo, y puede que ciertas lecciones aprendidas. De esas que te regala la vida, así como si nada.
Recuerdo un viaje de cuatro días estas vacaciones. Pasamos momentos irrepetibles en la campiña inglesa. Los prados verdes con caballos correteando, los lirios, las rosas trepando las paredes del cottage, el cielo gris amenazando tormenta y el aire fino. Los árboles, los desayunos, el té y los scones a media tarde. Pero el viaje para llegar al paraíso se hizo pesado desde el inicio. Un vuelo muy retrasado, un problema en aduanas y dos horas y pico esperando el coche de alquiler. La noche nos pilló en el proceso, llegábamos tarde a una cita, estábamos cansados y muy enfadados.
“Soy una persona tranquila, pero reconozco que, cuando llego a un límite, llevo un pequeño volcán dentro que me hace escupir lava candente y esta vez el destinatario fue el encargado”
Soy una persona tranquila, pero reconozco que a veces, cuando llego a un límite, llevo un pequeño volcán dentro que me hace escupir lava candente y esta vez el destinatario fue el encargado paquistaní de Jet Cars, que nos tenía esperando dos horas -quiero una hoja de reclamaciones, no hay derecho, qué mal servicio, deberían haber avisado de que se tardaba dos horas en recoger el coche, y un larguísimo etcétera-. El empleado encajaba, más o menos paciente, como podía, mis embistes; había caos en Heathrow, muchos vuelos retrasados y muchos clientes se agolpaban ante el mostrador. La situación, explicaba, había escapado a su control. Por fin, y ya entrada la noche inglesa, el coche estaba disponible pero, ¡paradojas de la vida!, habíamos olvidado el pin de la tarjeta de crédito. Tres intentos y, voilà, tarjeta bloqueada. Salvo ese método de pago, solo llevábamos Apple Pay y, sin el plástico físico, no hay coche de alquiler que valga.
Intentamos con otras de débito que no admiten fianzas de rentalcars, tampoco aceptan efectivo… Llamamos repetidamente a la banca online para desbloquear la tarjeta -a la operadora también le salpicó bastante lava de mi volcán-; intentamos de todo. Y entonces, el empleado paquistaní, desde su mostrador verde, me regaló una mirada profunda de ojos negros y me dijo: “Lo ve señora, en la vida hay veces que las cosas escapan a nuestro control; usted ha esperado dos horas por algo que no dependía de mí y yo ahora la he esperado a usted otras dos por algo que no podía dominar. No podemos controlar todo, a veces las cosas se nos escapan y hay que dejarse llevar”. Por mi mente pasaron las múltiples veces que yo misma he aleccionado sobre aceptar y fluir -varias en estos artículos mensuales- y ahí, agotada y exhausta, quedaba pisoteado mi ego en un rentalcar de Heathrow.
Cogimos un taxi; por supuesto la M4, no sé por qué razón, estaba cortada y hubo que ir por carreteras secundarias alargando el viaje varias horas más -cuando algo empieza mal…-. Pero la realidad es que las enseñanzas de aquel empleado ya me habían calado y me dejé ir a través de los caminos de Berkshire. El resto del viaje fue maravilloso. Pero ahora, en septiembre, de vuelta a mi rutina y frente al ordenador, el recuerdo de aquel hombre paquistaní y sus palabras retumban en mis oídos y se hacen dueñas de mis propósitos para este nuevo comienzo. ¡Feliz vuelta al cole!