Atardece la calidez del verano, la rutina va tomando sitio a la vez que abrigamos el cuerpo. Más real, más monótona, más sencilla. Bienvenido seas otoño. En temporadas así, los que carecemos de gris, que somos blanco o negro, verano o invierno, apreciamos el entretiempo porque, quizás ahí, por un instante, logramos acariciar el término medio o los matices. Y es en este momento templado, que siento que puedo escribir sobre emociones o eso que nos diferencia como humanos de otros seres vivos que andan por este bonito y raro planeta azul.
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Ella, pura energía que ni se crea ni se destruye, solo se transforma, y se siente, vaya si se siente. Y, qué miedo nos da a veces, dentro de esta cárcel del positivismo, rendirnos ante el dolor. En esta sociedad que admira al positivo y margina al afligido, el vaso debe estar medio lleno. Eso es lo que se lleva, lo que proyectamos para ser tendencia o aceptados. Repetimos el discurso motivacional en los reels de Instagram -qué daño hacen los libros de autoayuda-, sin aceptar que, a veces, nos guste o no, el vaso está medio vacío o vacío del todo. Seco. Sin contenido. Y no, no pasa nada.
No pasa nada porque la vida a veces escuece y hay días que los vasos no están medio llenos, pero el simple pensamiento o mandato social de que “debería estarlo” es aún, si cabe, más doloroso que la falta de líquido en sí, sin pararnos a adivinar que solo es eso, un sentimiento, o un continente medio vacío. Y todo recipiente debe ser consciente y aceptar el hueco para volver a llenarlo cuando la vida caprichosa así lo decida.
Hoy, comparto mi receta y, a pesar de que no soy buena cocinera, la necesito más que nadie. Admite variaciones, sal y pimienta al gusto.
En primer lugar, elijamos una emoción fresca, la que sea, y rindámonos ante ella. Hoy no queremos positivos. La rabia es perfecta, aunque la ansiedad o tristeza funcionan bien para esta composición. Prefiero como ingrediente principal la rendición a pesar de su mala prensa, porque esta palabra maldita trae con ella una paz inmensa. Soltar el control es liberador.
Posterguemos el “no debería sentir esto” y rindámonos por ahora. En algunas recetas se prefiere la “aceptación” pero en esta, aceptación, aunque similar, no es suficientemente esclarecedora aunque al final, aceptar es simplemente rendirse ante lo que es. El pesar no podemos cambiarlo, esconderlo o camuflarlo. Hundir una pelota bajo el mar requiere de enorme resistencia para conseguirlo, más aún continuarlo en el tiempo y, cuando venzan nuestros músculos agotados, saldrá a la superficie estrepitosamente como olla a presión que explota o incluso como enfermedad.
“El dolor está implícito en esta vida, no podemos concebirla sin él. Pero el sufrimiento es evitable, no son más que pensamientos como nubes que pasan por el cielo y acompañan mi dolor”
Seguidamente vamos a separar el dolor del sufrimiento. Las yemas, de la clara. El dolor está implícito en esta vida, no podemos concebirla sin él. Y vamos a sentirlo a pesar del miedo, y aquí viene quizás la parte más complicada del guiso de nuestra humanidad. Pero el sufrimiento es evitable, no es más que esos pensamientos como nubes que pasan por el cielo, que acompañan mi dolor. Son el “¿por qué a mí?”, el “esto no debería estar pasando”, el “qué mala suerte”, el “¿qué hice mal?”. Una vez que identificamos el sufrimiento con su ejército cruel de juicios y creencias limitantes, los dejamos pasar, solo hacernos conscientes de ellos ya permite desvincularnos; pelar la cebolla que nos hace llorar. Los metemos en la nevera y pasamos a tomar, ahora sí, con mucha delicadeza, nuestro dolor. No hay balanza, ni lo aliñamos. En esta fórmula, el dolor es libre. Tomamos la rabia, ansiedad o tristeza y pasamos a sentirla e identificarla con el cuerpo, jamás a pensarla con la cabeza. Toda emoción se esconde en algún recoveco de la despensa de nuestra anatomía, en el pecho, en la boca del estómago, en las mandíbulas apretadas, en el nudo en la garganta… Y entonces, a fuego lento, iremos abriendo, relajando y suavizando la zona escondite para dejar expresar eso que no es más que energía. La lloramos, la gritamos, la suspiramos porque el suspiro era el Valium de nuestras abuelas. Intentamos darle un color -mi rabia es roja-, una textura, un olor; observar si está quieta o se mueve a sus anchas por nuestro interior. Quizás ponerle nombre de canción. Cuántas veces he abrigado en mi pecho Pink Floyd o Camarón. No digamos Chavela Vargas, o Sabina.
A veces la bailo, o la escribo. La energía irá cambiando, hará su curva, a veces catarsis, se sentirá bienvenida mientras nos rendimos a ella sin pensamientos, sin sufrimiento… Solo necesitaba algo de calor en el horno a 200 grados; la comprensión de la vulnerabilidad es el ingrediente principal de nuestra existencia. La emoción ansía ser vista para desvanecerse; aceptar el vaso medio vacío, aunque, eso sí, pueda volver otro día con otra textura, con otro color, otra canción y en otro escondite. Porque así es la vida en los fogones de la tierra.