Este jueves, 8 de septiembre, el palacio de Buckingham anunciaba a través de un escueto comunicado el fallecimiento de Isabel II, a los 96 años. “La Reina ha muerto en paz en Balmoral esta tarde. El rey y la Reina consorte permanecerán en Balmoral esta noche y volverán a Londres mañana”. El mundo llora la pérdida de la monarca más longeva en la historia de su país.
Para ti que te gusta
Este contenido es exclusivo para la comunidad de lectores de ¡HOLA!
Para disfrutar de 8 contenidos gratis cada mes debes navegar registrado.
Este contenido es solo para suscriptores.
Suscríbete ahora para seguir leyendo.Este contenido es solo para suscriptores.
Suscríbete ahora para seguir leyendo.TIENES ACCESO A 8 CONTENIDOS DE
Recuerda navegar siempre con tu sesión iniciada.
Cuando nació, nada hacía presagiar que Isabel II estaba llamada a ocupar el trono de Inglaterra. Pero el destino tenía reservado otros planes para la primogénita del Duque de York: pasar a la historia como la monarca con el reinado más largo de su país. Tras la muerte de su padre, Jorge VI (que se convirtió en Rey después de la polémica abdicación de su hermano, Eduardo VIII, que renunció a todo por amor), el 6 de febrero de 1952, todo el peso de la Corona recayó sobre ella. La joven princesa, que entonces tenía 25 años, decidió, sin embargo, guardar el luto, y esperar al 2 de junio de 1953 para ser coronada en la abadía de Westminster.
Este 2022 se cumplieron siete décadas de su fastuosa coronación. La Reina celebró sus setenta años el pasado 21 de abril, en el trono en un momento complicado, marcado por la ausencia de su marido, el ‘príncipe vikingo’ que siempre caminó dos pasos por detrás de ella y fue su gran apoyo a lo lardo de este largo viaje.
Aun así, pese a todas las dificultades, Isabel II continuó cumpliendo con la promesa que hizo en su día: seguir al servicio de la Corona y de su país, hasta el día de su muerte.
La conexión con su tatarabuela, la reina Victoria
La crónica de ¡HOLA! comenzaba con una inevitable comparación con su tatarabuela, la reina Victoria. La conocida como ‘abuela de Europa’ (sus descendientes ocuparon los principales tronos del continente) y símbolo de la grandiosidad del Imperio Británico reinó durante 63 años. Hasta aquel momento el suyo había sido el reinado más largo, y aunque la crónica no podía vaticinar que su tataranieta la superaría, sí que hacía alusión a una superstición que, aseguraba, Inglaterra goza de buenos tiempos siempre que la Corona la ciñe una mujer, “que no se rompa la tradición”. Isabel II se convirtió, así, en la séptima mujer que ha ocupado el trono de Inglaterra.
Pero más allá de la similitud por la duración del reinado, Isabel tomó como referencia a su tatarabuela en su propia coronación. Al igual que ella, optó por romper con la tradición que imperaba en la coronación de los reyes ingleses. En lugar de pajes, fueron dos damas las que llevaron la cola de su manto: Lady Anne Coke, de 20 años, hija de la condesa de Leicester; y Lady Mary Bailie-Hamilton, de 18. Ambas amigas de su hermana, la princesa Margarita.
Norman Hartnell, modisto real y creador del ‘estilo coronación’
Para su coronación, la joven reina confió, una vez más, la confección de su vestido a Norman Hartnell, “el pionero de la alta costura británica”, que también había sido el artífice del que lució en su boda.
El diseñador tuvo que realizar hasta nueve propuestas para conseguir el perfecto para la ocasión: un vestido de seda blanco, bordado con los emblemas florales de los países que en aquella época formaban parte de la Commonwealth. Una prenda con el cuerpo encorsetado, escote cuadrado con línea corazón frontal y la falda acampanada en silueta princesa.
“Su trabajo en estos últimos tiempos ha sido ímprobo hasta el extremo de caer enfermo, viéndose obligado a guardar cama y a un riguroso régimen de alimentación. Quedó encerrado durante cuatro días y cuatro noches, cono la única compañía de su perro, en la exigua buhardilla donde realiza todas sus obras de arte”, señalaba ¡HOLA!
Norman Hartnell tuvo que encerrarse durante cuatro días y cuatro noches, con la única compañía de su perro, hasta conseguir el vestido perfecto para la Reina
Y es que Hartnell no sólo trabajó para Isabel II, sino para la Reina Madre, su hermana, la princesa Margarita, y otras damas de la corte. “Un verdadero desafío a una tradición respetada por todas las generaciones inglesas desde la subida al trono de la reina Ana en 1702”. Él también se salió de lo establecido, apostando por “una línea revolucionaria, que ciñe suavemente el busto”.
“Es de prever que el estilo ‘coronación’ romperá el dique de la aristocracia y hará furor este verano en todas las clases de la sociedad británica”, avanzaba nuestro cronista. El toque final al ‘look’ de la reina Isabel, que casi pasó desapercibido, fueron unos zapatos de Roger Vivier, con la flor de lis en el empeine, un emblema que aparece en la Corna de San Eduardo y en la Corona Imperial del Estado.
Más de 24 millones de euros en joyas
“Cuando la reina Isabel II salió de la abadía de Westminster para dirigirse al palacio de Buckingham llevaba sobre sí unos 4000 millones de pesetas en joyas”, reza la crónica de ¡HOLA! En nuestros tiempos, esta cifra equivaldría a más de 24 millones de euros en unas piezas con gran valor histórico, como un collar, del que cuelga una lágrima de 22 quilates, unos pendientes, con 25 brillantes, herencia de la reina Victoria (que la Reina volvió a lucir con motivo de su Jubileo de Diamante), y los brazaletes reales que llevan los soberanos desde tiempos de Eduardo VI. El anillo de la coronación, hecho también para su predecesora, llevaba una gran cruz de rubíes coronada por un zafiro; y las espuelas de oro de San Jorge, símbolo de la Orden de Caballería, fueron puestas en los talones de la Reina por el lord Gran Chambelán, como es costumbre desde tiempos de la reina Ana.
Sin embargo, en este gran despliegue ceremonial no podía faltar el símbolo por excelencia de la monarquía, la Corona. En el Reino Unido, el único país de Europa que sigue coronando a sus reyes, juega un papel fundamental. La más antigua es la de San Eduardo, reservada exclusivamente para la coronación; y que, aunque data de tiempos de Carlos II, tomó como modelo la que utilizó el rey Eduardo el Confesor, fundador de la abadía de Westminster. Esta fue la que el arzobispo de Westminster puso sobre la cabeza de la Soberana; pero la más ‘conocida’ es la imperial, que se emplea también en otras ceremonias como la apertura del Parlamento, y que fue creada para la reina Victoria. Símbolo de la tradición y de la fuerza del Imperio británico, contiene el enorme rubí del príncipe Negro, el diamante ‘Segunda Estrella de África’, de 317,40 quilates, y más de 2800 gemas preciosas y perlas.
El Orbe, de oro pulimentado y engalanado con grandes perlas, rubíes, zafiros y esmeraldas, que representa la cristiandad sobre la Tierra y presenta al Soberano como defensor de la fe, se puso en la mano derecha de la Reina después de que recibiese sobre sus hombros el manto real de terciopelo y armiño. En su mano derecha, también, durante la coronación se coloca el cetro de la Cruz, insignia del poder y de la justicia reales, que contiene el diamante tallado más grande del mundo, la ‘Estrella de África’; y en la izquierda, el cetro de la paloma, emblema del poder espiritual.
¡Dios salve a la Reina!
Aunque el día amenazaba con lluvia, ningún británico quiso perder detalle de la coronación de su Reina. Una ceremonia milenaria que pudo seguirse también, por primera vez, a través de la televisión, en la BBC (se calculó que unos 20 millones de telespectadores lo vieron a través de la pequeña pantalla, entre ellos su tío, el rey Eduardo VIII, desde París).
Tal y como contó ¡HOLA! en su momento, Isabel II había pasado la noche anterior rezando, sola, en la abadía de Westminster, preparándose para el ritual. En su cámara de Palacio, fue ataviada con las galas regias, un manto de difícil e intrincado bordado sobre motivos de rosas, cardos y tréboles. Cruzando su pecho, llevaba la banda azul de la Orden de la Jarretera, y, sobre la misma, la estrella de diamantes de la Orden, que brillaba tanto como su elegante vestido.
La majestuosa Carroza de oro, tirada por dos caballos, la recogió en el palacio de Buckingham. Era la misma que usó la reina Ana en su coronación, y también estaba cargada de simbología: en un panel de sus puertas podía observarse una representación de Minerva, Marte y Mercurio, sosteniendo la gran corona del Estado de Gran Bretaña y la protección a las Artes y a las Ciencias.
Isabel II entró “sola y majestuosamente”, en la abadía. “Ninguna mano le ofrece su apoyo”. Con su llegada, comenzó el acto. La Reina y el Príncipe consorte subieron a la plataforma que se alzaba en el centro de la nave y donde tuvo lugar el ritual del Reconocimiento.
“Señores: aquí os presento a la reina Isabel, incontestable soberana vuestra, a quien todos habéis venido este día a rendir homenaje y jurar obediencia. ¿Estáis todos dispuestos a hacerlo?”, clamó el arzobispo de Canterbury. A lo que siguió un grito general de aceptación: “¡Dios salve a la Reina!”
Tras prestar juramento, la Reina se quitó el manto de púrpura y tomó asiento en el trono del rey Eduardo, junto al altar. La parte más emocionante llegó, según el cronista, “al frotarle por los talones de los pies las espuelas de oro de la nobleza que se sacaron del altar, procediéndose luego a ceñirle a la Reina una espada de oro adornada de piedras preciosas mientras el arzobispo pronuncia las palabras: ‘Y con esta espada, haced justicia”.
A esta ceremonia, siguió la simbólica consagración de la Reina como jefe de la Iglesia Anglicana, ataviada con la estola de seda y el manto imperial de oro, recibe el orbe con la cruz. Se le entrega, asimismo, el anillo de Soberana y dos cetros.
Investida con los atributos del poder, ya sólo quedaba el más grande y significativo: la corona. “Ahora se sienta, con la cabeza inclinada, en el trono del rey Eduardo, sobre la Piedra de Escocia. Ante ella, junto al altar, se hallan sus más cercanos parientes. El arzobispo alza la corona en lo alto. Lentamente, con delicadeza suma, deposita el prelado sobre las sienes de la Reina la Corona”.
“Y llega de fuera, el primer cañonazo, disparado desde el parque de St. James, dando la señal a las más gruesas piezas de la Torre de Londres para que comiencen las salvas que, en interminable cadena, indicarán a todas las gentes de la Commonwealth que su Reina acaba de ser coronada”.
Dos pasos por detrás
“El papel de esposo de la Reina no pasa de ser un señor particular”, aseguraba ¡HOLA! y ponía como ejemplo al príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha , marido de la reina Victoria. “La posición de Príncipe consorte exige que funda toda su existencia con la de su esposa”, dejó escrito para la posteridad. Esta vez, quien asumía el papel de consorte era el duque de Edimburgo, que, aquel día, no se hallaba frente a su esposa, sino su Soberana.
Se levantó de su sitial, situado bajo el trono, y ante ella, se quitó su coronet, se arrodilló, e hizo el compromiso que mantuvo hasta el último de sus días: “Yo, Felipe, duque de Edimburgo, con la ayuda de Dios, me comprometo a ser tu brazo derecho, obedecerte y juro vivir y morir tal es preciso en defensa de mi Reina”.
Después, se acercó de nuevo a ella, tocó la corona que tenía sobre su cabeza y se inclinó para darle un beso en la mejilla. Tras él, “su tío, el duque de Gloucester, y todos los nobles, por orden de parentesco o rango, besando la mano de la Soberana”. Al acto acudieron, además de la Familia Real (sus hijos los príncipes Carlos y Ana fueron testigos de excepción), importantes personalidades del país, como el Primer Ministro, Winston Churchill, y de la Commonwealth, la cifra superó los 8000 invitados.
Finalizado el besamanos, siguieron aclamaciones. La Reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, cabeza de la Commonwealth, Jefe de Estado de las naciones pertenecientes a la misma, jefe de la Casa Real de Windsor y jefe de la Iglesia Anglicana, vestía manto de púrpura y corona adornada de tres mil piedras preciosas.
Subió con su esposo en la carroza real, y paseó por las calles de Londres para recibir el calor del pueblo que se agolpaba para celebrar la histórica ocasión.
“Poco después la Reina y su familia se asoman al balcón principal para recibir las ensordecedoras y entusiásticas aclamaciones de la muchedumbre”. El entusiasmo no cesó durante toda la jornada, la más brillante que la capital británica conoció hasta la fecha; y que volvió a recordar con su Reina conmemorando siete décadas de su coronación, su Jubileo de Platino . El reinado más largo que el Reino Unido ha conocido jamás.