Es una leyenda tan extendida como inverosímil, sucedida según dicen hace más de dos mil años, en el pueblo de Roquefort-sur-Soulzon, en la región francesa sureña del Aveyron. Un pastor olvidó su requesón y un pedazo de pan de centeno en el interior de la cueva que le servía de cobijo, al quedar prendado de la excepcional belleza de una joven del lugar que vio pasar. Salió corriendo en pos de ella para cortejarla y, cuando regresó a la gruta tras su periplo amoroso, algún tiempo después, observó que el requesón de oveja mostraba un veteado color verde suave y que el mendrugo estaba cubierto de un fino moho. Como estaba hambriento, el muchacho, poco escrupuloso, probó a comérselos, descubriendo así el milagro del queso roquefort.
Al margen del mito, los primeros vestigios de elaboración quesera en la región datan del año 3.500 antes de Cristo. El macizo de Cambalou, con sus inmensas cuevas naturales, ofrece un microclima húmedo constante y bien ventilado, entorno ideal para la curación de esos quesos únicos que entusiasmaron a Carlomagno y tuvieron su apogeo en la corte francesa durante el período borbónico. Ya en 1666, el roquefort fue objeto de un edicto proteccionista para evitar las apropiaciones indebidas del nombre, sentando las bases del moderno sistema de denominación de origen. El galán Casanova encomió sus virtudes afrodisíacas y el gastrónomo Curnovsky lo nombró Rey de los Quesos en el París de la Belle Époque. El hongo natural de la Penicillum roqueforti y la leche cruda de oveja, así como su salado y curación en las citadas cuevas, son todo el secreto del queso más imitado del mundo, alrededor del cual funciona buena parte de la economía de la comarca.
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