Desde 1994, año en que le fue concedida la codiciada tercera estrella de la Guía Michelín, su restaurante, El Racó de Can Fabes (www.racocanfabes.com), emplazado en la vieja casa familiar que le vio nacer, atrae a los gourmets del mundo entero hasta los pies del Montseny con una cocina sólida y con raíces, de apariencia sencilla y gran base humanista, comprometida con su entorno y alejada de lo superficial. Ofrece platos como los raviolis de gambas al aceite de ceps, los caracoles y ancas de rana con sofrito de cebolla y tomate, la sorpresa de trufa, el tocino con esperdenyes, las vieiras con espárragos y longaniza, las setas del Montseny, los pescados del Maresme, el bacalao con crestas de gallo y uvas, el cabracho relleno de manitas de cerdo, la pierna de cabrito caramelizada y, sobre todo, sus famosas tripas de bacalao con butifarra negra y salchichas; todas ellas se pueden disfrutar en papel couché, aderezados de opiniones, a través de las páginas de su precioso libro La estética del gusto (Edit. Everest), o ir a degustar in situ, al número 6 de la calle Sant Joan, en Sant Celoni, previa reserva al 93 867 28 51. En marzo del 2001 abrió en Madrid el restaurante Sant Celoni, dentro del hotel Hesperia (Paseo de la Castellana, 57. 91 210 88 40 ó 91 210 88 00), un pequeño comedor para 40 comensales que dirige a distancia y con el cual quiere introducir su concepto de cocina en la capital.
Su primera vocación fue la pintura. ¿Se puede decir que, al final, logró ser lo que quería, esto es, artista?
-Más o menos. La cocina es un arte cuando existe el deseo de expresar algo más allá de la simple cocción del alimento.
Defina su restaurante.
-La gente aquí no viene a ser vista, viene a descomprimir la olla. Es un ambiente rústico, con cierto diseño pero muy discreto, sin apariencias, que no exige la corbata de rigor. Como dicen en Francia, muy decontracté. Yo he nacido aquí y todavía la familia vive en el piso de arriba. En el comedor del restaurante antes, hace veinte años, había vacas.
¿Cómo era su familia?
-De origen humilde, pero con mucha fuerza moral. No había precedentes de cocineros. A mí me gustaba el dibujo artístico, pero a mis padres le dio miedo que me diera a la vida bohemia y tuve que ceder. Desde los 16 años me estoy buscando la vida, trabajando como dibujante técnico y compaginándolo con los estudios en la escuela industrial por la noche... Entré a cocinar como una huida, estaba enormemente cabreado por una situación social y política frustrante, yo era un desencantado de la transición y me refugié en los fogones.
Pero sin renunciar al amor a la tierra.
-Por supuesto. Creo que uno tiene que sentirse de donde vive. Primero tienes que vivir bien contigo mismo y, luego, compartir con tus vecinos y construir sentido de colectividad. El verdadero patrimonio culinario de un pueblo está en la cocina familiar. En casa no entró el televisor ni el gas, esto es, el concepto de vida moderna doméstica, hasta que yo tuve 23 años. Por otro lado, gracias a ellos, yo he aprendido a apreciar un concepto de calidad de vida y a vivir en mi entorno.
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